El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane
que seamos amigos. Para que conversemos de vez en cuando. Andas siempre solo, condenado. ¿No te hace falta mujer?
—Vete, mariposa, ve y posa ese cuerpo inmundo en los brazos de los marineros.
José comprendió. Por los gestos. Por la mirada. Por las curvas del cuerpo, balanceándose como hojas de palmeras. Era una invitación para el amor de un instante, que arde como un penacho y enseguida se disuelve en ceniza y polvo. Un tumulto, una zambullida y después nada. Aquel tipo de mujer tenía amor para vender y no para dar. Él no tenía dinero para pagar.
—Tienes los pies llenos de fango, condenado.
José se mira. Los pies y las manos tienen el color de la tierra.
—¿Y qué? ¿qué tienes tú que ver con eso?
—Ven conmigo, que te daré un baño.
Entonces oye la voz de la soledad y de la desesperación. Y descubre que tiene cuerpo y no está muerto. A fin de cuentas la mujer es esto. Manta de fuego en la noche de frío. Sal de la vida. Gota de agua en el infierno del mundo. Astilla de fuego en el corazón desierto.
—No. No me gustan las mujeres como tú.
—¡Ah, condenado!
—No me gustan las mujeres de tu especie.
—¿No te gusto? ¡Pobre negro! ¡Castrado! ¡Esclavo! ¡Bruto! José la mira con mucha rabia. Y siente en el cuerpo el incubar
de una tormenta que lo hará estallar en todas las direcciones como las aguas furiosas del río y derribar todas las compuertas.
—¿Por qué me provocas?
—Porque eres cobarde. Castrado. Tienes miedo de enfrentar a una mujer. No eres hombre, condenado.
La muchacha había lanzado un trapo rojo a los ojos del toro bravo. José suelta fuego por las narices. Y entra en el ruedo. Miró hacia todas partes y no vio señales de gente, la noche caía. La agarró furiosamente y se clavó en ella como una lanza de guerra, transfiriendo toda la electricidad hacia aquel cuerpo. Gemía. En pleno orgasmo, José suspira la palabra madre, único ser que lo liga al mundo. El padre desapareció, como él, por los caminos del mundo.
No, no era amor lo que él hacía. Era guerra. Atizando sobre ella una lanza de fuego, como un violador de la floresta desierta. Y ella descubre en aquel instante que encontró el hombre que le apagaría el fuego de la ansiedad. Que le haría olvidar la existencia de otros hombres en la superficie de la tierra. Descubrió también que el hombre ideal es un tesoro inalcanzable. Descubrir uno es suerte de pocos y ella logró esa suerte.
José emergió de las aguas como un náufrago. Un toque mágico lo trasportó hacia la vida nueva. Porque el amor es exactamente esto. Secreto como la raíz de una brisa. Germinando en cualquier lugar, floreciendo en cualquier matorral y muriendo en cualquier espacio. Porque es gemelo de la luna que se esconde en las nubes y juega con los corazones románticos el juego de la gallinita ciega, va y viene al gusto de las mareas, tatuando en los corazones las marcas de su paso. Cuando el instante de amor sucede, toda la vida se renueva.
—¿De dónde vienes, condenado?
—¿Yo?
En la mente de José recordaciones del paisaje de la infancia, con el canto de las perdices saludando el amanecer. Añoranzas del toque de las marimbas a la luz de la luna, imitando el canto de las alondras. ¡Ah, mi tierra, mi monte, brazos de mi madre!
—¿De dónde vine?
—Sí, ¿de dónde vienes?
Su recorrido es igual al de todos los condenados. Fue cazado y encadenado como un criminal, sin saber el mal que había hecho. Viviendo en el campamento de los condenados, esos andrajos humanos habitados por la soledad, que olvidan la idea de regreso cuando la noche cae, enroscados alrededor de una hoguera en bohemias de desesperación, sin neones ni mujeres baratas. Solo fuego y alcohol. Y olor a tabaco virgen. Y marihuana. Y beben sura,18 mucha sura, para enseguida enroscarse en danzas embriagadas, rugiendo como locos desorbitados, abatiendo los pies sobre la tierra que levanta densas nubes de polvo, rogando plegarias a dioses imaginarios, liberando sudores que les curan la eterna tristeza. Todos ellos fueron arrastrados por la misma corriente hacia estas tierras. Para reventar peñascos y plantar cocos como zombis de la historia.
—Estás silencioso, ¿en qué piensas tú?
—¿Yo?
Nada tiene de presente. Ni de futuro. Solo un pasado de tristeza enredado en la memoria. No sabe en qué año nació. No sabrá. Ni si existe o si alguna vez existió. Es un grano de arena bailando al viento. Arrastrado a pie en la marcha más larga de su vida, caminando descalzo, durante años. Gúruè, Mocuba, Lugela, Ile, Macuse, Milange, Quelimane,19 lugares y gentes desconocidas. Descubrió que la tierra era un lugar inmenso, mucho mayor que la mirada de los mortales. Que el horizonte se renueva a medida que se alcanza. Que el punto de llegada es siempre un punto de partida. Que el dolor vuelve al hombre más duro, que la añoranza no mata, solo hiere.
—¿Cuántos años tienes?
—¿Eh? ¿Cuántos años?
¿Cuántos? ¿Cuántos pasos marcan los pies descalzos en toda la existencia? ¿Cuántos sueños caben en la cabeza de un hombre vivo? ¿Cuántas lágrimas existen en los ojos de una mujer? ¿Cuántas injurias puede un corazón sufrir? ¿Cuántas gotas de sangre caben en el cuerpo humano? ¿Cuántos años él tiene? ¿Cuántos años tuvo de libertad y cuántos fue prisionero? No sabe y ni quiere saber. Son tantos. Cuando salió de la tierra natal era impúber, pero hoy tiene las muelas del juicio y mucha barba. Ya comió mucha harina podrida y recibió muchas buenas zurras.
—¿Cómo te llamas?
—¿Yo?
Ah, qué largos son los caminos del mar. Cuán árida es la travesía del desierto. Cuán distante es el más allá de nuestros antepasados. Cuán bella es la tierra que nos vio nacer. Cuán confortable es el útero de una madre.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—¿Yo? ¿Cuánto tiempo?
Él no responde, porque ella lo sabía todo, ella sabía. Ella es chuabo y nació en medio de un palmar. El grito de su nacimiento se fundió con el grito de muerte de los condenados, azotados en los troncos hasta perecer. Nació en medio del sufrimiento y por eso sabe de todo, sabe que un condenado no tiene nombre ni patria. Los marineros civilizaban al pueblo arrancándole los ojos de la cara. Cristianizaban fornicando a las mujeres en los montes. Construyeron el nuevo mundo con espadas, cañones y látigo. Pacificaron la tierra arrancando la lengua de la boca. El jefe de los marineros gritaba a los cuatro vientos: ese es ladrón, préndanlo. Ese es fuerte, encadénenlo, véndanlo. Ese es obstinado, mátenlo. Esos son venenosos, son lúcidos, piensan, conspiran, alcoholícenlos. Son todos vanidosos, perezosos, vagos, mentirosos, esclavícenlos.
—¿Cuándo volveré a verte, condenado?
—¿Cuándo? ¿Por qué?
¿Volver? Él quería, sí, volver al tiempo de la infancia. A los tiempos de los mitos, en que creía que en lo profundo del mar florecía la vida, y que el Dios mayor había montado en las profundidades del mar un trono de diamante. A los tiempos en que todo lo que venía del mar era bendito. El pez. La tormenta. Las nubes. Que el mar era el centro de la creación divina, donde la tierra terminaba y las nubes se formaban. Él quería tanto volver a los tiempos en que el mar era camino, paraíso, secreto y misterio.
—Gusto en conocerte, condenado.
—¿Eh?
Ella se levanta. Da dos pasos y trata de partir. José vuelve a derribarla, como una azada hendiendo la tierra. Le remueve el cuerpo con manos de plantador. Y el cuerpo de ella gana la suavidad porosa de la tierra fértil, por donde el río de la vida pasa. Él era barco y marinero y ella alta mar. Y navegan suavemente. Remueven los obstáculos