El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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de un hombre blanco para recoger el semen, engendrar un hijo y llenar el mundo con el colorido de la nueva raza.

      —¿Qué vientos malos te arrastraron hacia este camino? — insiste el médico con redoblado interés.

      —Ah, cosas de la vida.

      —¿Qué es la vida?

      —¿De verdad quiere saber?

      —¡Claro!

      —La vida es amar y sufrir. Recorrer como la gallinita ciega los laberintos del mundo. Andar y desandar carreteras, calles, caminos. Es ver rostros humanos, rostros vivos, muertos, inanimados y abortados.

      El médico aprende los contrastes del mundo. La mujer que a la distancia parecía loca de remate de cerca se reconoce respetable

      y humana. Con palabras coherentes e ideas claras. Contrastando

      con los individuos que a lo lejos parecen lúcidos y de cerca se revelan locos y tiranos.

      —Antes incluso de entender las cosas de este mundo —dice la

      loca—, las luces se apagaron en mi camino.

      —¿Por qué?

      —Las luces del escenario no iluminan el día entero. Cayó la luz, cayó el telón. Caí yo.

      —¿Y qué buscas en los caminos, Maria?

      —Todo lo que nunca tuve. Todo lo que gané y perdí.

      —Yo también, Maria. Yo también. En ese punto todos nosotros somos iguales, ¿no lo somos?

      El médico se siente delante de una eremita y no de una loca.

      Somos todos peregrinos en la eterna búsqueda. Siguiendo los senderos del azar hasta el ocaso de nuestras vidas. Al final de un

      camino, el inicio de otro. Cuerpo y alma emparejándose, divorciándose, reconciliándose, imitando el amor del sol y de la luna.

      —Sabía que yo iba vivir así.

      —¿Quién?

      —Mi madre.

      Advirtió que el rostro de Maria cambiaba de expresión. Le sube a la mente una ola de turbulencia que le altera todo. Los

      gestos en movimiento ascendente. Los ojos de quien busca algo en lo profundo de la memoria. Vio la mente transmigrando hacia

      otro espacio, otro tiempo. La loca entra en trance. Matoa. Madjini. Mandiqui.13 O simplemente epilepsia. Suelta una voz chillada, como del lobo de las cavernas, y grita:

      —Fue aquí.

      —¿Qué cosa?

      —Fue de esta sala de donde yo partí.

      —¿Hacia dónde?

      La loca había vencido la barrera del tiempo. Estaba en las márgenes de un pasado lejano, cumpliendo los dictados de soles muertos. El médico entra en pánico. Metempsicosis es terreno de curandero. La loca identificaba aquel lugar, y allí buscaba algo que tuvo y perdió. Tal vez haya sido de allí de donde partió hacia los caminos de la luna.

      —¿Dónde están ellos?

      —¿Quiénes?

      —Mis niñitos.

      —Aquí estamos solo dos. Nadie más.

      Maria abandona la silla y recorre el corredor del hospital. El médico la persigue. Recorren los cuartos. Los cuneros. Los consultorios. De repente la loca se detiene y reclama:

      —¿Dónde está el doctor?

      —Soy yo.

      —No, no lo eres, vamos, dime la verdad, muchachito negro. No está bien mentir. Robar es peor todavía. Yo también jugué de doctora y de enfermera y hasta de cocinera. Las personas juegan así cuando son pequeñas. Estás crecidito, no puedes mentir, dime,

      ¿dónde está el doctor?

      —¿Cuál doctor?

      —El blanco. El viejo. El calvo. El portugués. Se decía también que era sacerdote.

      —¡Ah!

      Hay un momento de lucidez en la mente de Maria. Recuerda. Había soldados en ese tiempo. Estaba en el corazón de una guerra. Negros y blancos en el mismo ejército, acosados por soldados invisibles, que aparecían de noche y solo atacaban de sorpresa. Libertadores o terroristas. Guerrilleros o guerreros. Se acuerda de ser transportada por soldados blancos hacia aquel hospital donde médicos y enfermeros eran blancos.

      —¿De dónde sacaste esa bata blanca, muchacho negro? Sal ya de ahí, tu lugar no es ese. Tu lugar es a la entrada, en el corredor, trasportando camillas, limpiando el suelo y cambiando las sábanas malolientes de los enfermos. Tu lugar es en la lavandería, en la cocina. Ahora dime: ¿dónde está aquel médico blanco?

      ¿Y la monja blanca?

      El joven médico recuerda. En el pasado, los empleos obedecían a las jerarquías raciales. La memoria de la mujer encalló como un navío en la arena del tiempo. No sabe que la guerra terminó, los blancos partieron y se cambió la bandera. No sabe que todavía hubo una nueva guerra y una nueva paz debajo de la nueva bandera.

      —El doctor blanco partió y no vuelve más, Maria.

      —¿Hacia dónde?

      —Hacia su tierra.

      —¿Dónde?

      —En ultramar.

      —¿Ultra qué?

      —Ultramar. Del otro lado del mar, allá en el norte del ecuador. Somos ahora independientes. Nuestra tierra ya está en el mapa del mundo.

      Los blancos estaban aquí, al lado de los negros. Amándose y odiándose como marido y mujer dentro de una casa. Pero la desavenencia y el divorcio sucumbieron al milagro del tiempo: el odio de ayer se transforma en un nuevo amor y la añoranza en el surgimiento de una nueva unión. ¿Dónde está mi blanco? ¿Dónde está mi negra? Él estuvo aquí. Ella estuvo aquí. Antes de aquel tiempo. Después de aquel tiempo. ¿Dónde está?

      —Voy ahora mismo hasta allá. A pie.

      —¡Es lejos! Para llegar allá tendrás que vencer el mar.

      —Dónde hay un deseo, hay un camino. Llegaré. Mi vida será esa a partir de hoy. El descubrimiento del camino para allá llegar.

      —¿Descubrimiento? ¿Por qué?

      —Ellos se llevaron todo mi tesoro.

      —¿Tesoro?

      —Sí. Mis tres niñitos. Y los sustituyeron por otros que no lloran ni maman. ¿Cuánto tiempo hace que ellos se fueron?

      —Hace treinta y un años. Yo soy el médico y tengo la edad de

      la nueva nación.

      —¿Treinta y un años? ¿Solo? ¿Le parece que fue mucho tiempo? El médico trata de mirar hacia el tiempo, su tiempo. Distante y nublado. Noche densa, compacta, sin puntitos en el cielo. El doctorcito todavía no sabe cómo se miden las distancias del tiempo. Ni de la vida. Conoce apenas el largo recorrido de la infancia de los orfanatos. La sopa de calabaza de los colegios. El frijol insípido siempre surtido de larvas y de gorgojos. La papa uniformada de las residencias universitarias, que se cuece y se sirve siempre vestida, para preservar el pudor y la virginidad de los nutrientes. Los discos voladores de las rebanadas de pan, sirviendo de guijarros para las hondas, y que hicieron memorables cacerías de pájaros. De la distancia recuerda el café maquillado con leche ácida. El aceite amargo, vistiendo las zanahorias con paladar de jabón. Del tiempo recuerda las lechugas vanidosas, con aretes de aceituna, pulseras de tomate y anillos de cebolla. Nada más que eso. Ni tierra natal, ni difunto, ni antepasado. Ni padre ni madre. En una vida hecha de libros y misas. Estudiando


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