El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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del sueño y miran hacia el mundo. La luna huye en despedida, el sol está cerca. Se separan sin palabras ni besos. Tenían la seguridad de que se encontrarían, como dos prisioneros que habitan la misma jaula.image

      Notas al pie

      15 Ají muy picante; mojo o condimento hecho con este ají.

      16 Nombres de las provincias en que se divide administrativamente la República de Mozambique.

      17 Nombre de dos bailes tradicionales de Zambézia.

      18 Vino de palma; jugo fermentado de ciertas palmeras.

      19 Distritos de la provincia de Zambézia.

      7

      FUE UNA TARDE DE ESAS. MOYO ESTABA EN SU CHOZA, ROdeado de frascos grandes y pequeños, de plástico, de esmalte, de vidrio, que iba llenando de sabidurías y de misterios. Preparaba las hierbas y raíces que usaría al día siguiente, para ayudar a los innumerables clientes que buscaban la salud del cuerpo y del alma. La choza olía a savia fresca. Iba haciendo súplicas para que no se le apareciera ningún cliente nocturno, el día había sido demasiado agotador.

      José dos Montes apareció en una breve visita para ver de aquella boca el fluir de la sabiduría milenaria de los patriarcas y proyectar sobre él la imagen del padre que nunca tuvo. Si mi padre estuviera vivo, sería así tan bondadoso como Moyo, suspiraba en silencio.

      Moyo es una piedra angular de muchas vidas. Hombre pequeño. Rechoncho. Que maneja los objetos mágicos con las manos de un artista, sin prisa, como si fuera suyo todo el tiempo del mundo. Con varitas mágicas tejiendo el encaje de vidas y almas de gente que viene de todos los ángulos para depositarle en los oídos las más increíbles confidencias. Siempre despeinado, estilo rastafari. Una mirada que da masaje de frescura a cualquier corazón en llamas. Un hombre que tiene para todos una sonrisa de muchacho, una palabra de ternura.

      —¡Buenas tardes, Moyo!

      —¿Tú aquí?

      La amistad entre José y Moyo no ocurrió por casualidad. Pasaron por aquellas manos muchas generaciones de esclavos, de condenados. A todos ofreció de regalo una palabra de esperanza. Era muy respetado por el pueblo y temido por el sistema. Dos veces las manos de Moyo trajeron a José a rastras del más allá hacia este mundo. La primera cuando fue mordido por una serpiente espantosa. La segunda cuando sufrió el castigo de vergajazos en el tronco, por haber intentado huir del campamento. Su cuerpo estaba transformado en un puré de sangre, que Moyo devolvió a la vida solo con magia. Lo cuidó pacientemente, como una mujer vieja bordando en punto de cruz. Y arrullándole el alma con historias de encantamientos, de hombres, animales, monstruos y todo, como si se tratara de un niño. José dos Montes le debe la vida a aquel hombre. Que lo trajo del más allá a este mundo. Que reconoció en él un niño sin padre ni madre, sin dónde caerse muerto, ni esperanza. Lo había alimentado durante meses sin nunca pedir nada a cambio.

      —¿Por dónde has andado, José dos Montes?

      —Por ahí.

      —Andas distraído, en la luna. ¿Estás enamorado?

      —¿Yo?

      Las palabras de Moyo caen como el martillo de la justicia y hacen eco en su pecho. Penetran en lo íntimo con la facilidad de quien descascara una naranja. Los ojos de José huyen de la sentencia y se esconden en el vacío. Protege la añoranza que siente de aquel amor de un instante. Porque estaba enamorado, sí. Por un sueño o por un espejismo. La imagen de aquella mujer le llenaba la memoria.

      —Estoy enamorado, sí.

      —¡Qué maravilla! Cuéntame esa historia.

      —¡Yo amo a esa mujer!

      —¿Qué sabes tú del amor?

      —Solo lo que siento.

      —Dime dónde la encontraste, que te diré tu destino. ¿En el trabajo? Tu futuro será de labor y abundancia. ¿En la iglesia? Tu vida será de austeridad y moral. ¿En el puerto? Putas, contrabando, marineros, vicios y desesperación. ¿Cómo se llama?

      —No sé. Ni me acuerdo del rostro de ella.

      —¿Cómo es ella?

      —Muy bonita. Se parece a la Luna. Mar. Brisa. Estrella del cielo.

      —¡Ah!

      —Ella es el naciente, el poniente. Un suspiro escondido en las entrañas.

      —Comprendo. Amas una imagen, un volumen, un fantasma.

      Amas un espejismo, una sombra, una forma indefinida. ¿Dónde la conociste?

      —Cerca del puerto.

      —¿A qué hora?

      —Al anochecer.

      —Ella convive con los murciélagos. Luciérnagas. Vampiros, ¡ah! El amor se presenta con muchos ropajes. A veces se aman las formas. A veces los gestos, los actos. En nombre del amor se atrae la gracia o la desgracia. Porque el amor es una trampa para ratones. Por amor se recoge la víbora en un baúl de oro y se coloca en un trono dentro de una casa. En nombre del amor se atrae la miseria que nos hará caer de vergüenza ante los ojos del mundo. Puede ser un ladrón, asesino o endrogado. Con que tenga bellas formas y diga te amo, eso basta para que te enternezcas y te olvides de todos los crímenes. En nombre del amor el león viste la

      piel de cordero.

      Yo amo a esa mujer, Moyo.

      No se ama lo desconocido. ¿Dónde está ella?

      No sé, se perdió. ¡Ayúdame a buscarla, Moyo!

      —Escucha la voz de la experiencia, muchacho. La escultura

      más bella puede traer en el pecho un nido de avispas. El mejor seno no siempre es el más bello, sino el que produce buena leche.

      Moyo reposa la mirada en el horizonte, se concentra. La verdadera adivinación no necesita de caracoles ni de conchas. Es un radar que capta señales del futuro que emana de las nubes o de otro planeta. Basta con que haya luz del Sol o de la Luna.

      —La veo. Es muy bella, muy linda; es aquella nube blanca,

      ¿no ves? Y viene a tu encuentro, sonriendo, caminando descalza en el campo de flores. Ahora te veo al lado de ella, tu imagen es blanca, pero tiene mudanzas rápidas. Pareces un monte, un altiplano, un abismo. Oscureces como la tempestad de los siglos, eres lluvia y tormenta. Tu voz fúnebre se oye en un abismo insalvable. ¿Por qué? Tu imagen desaparece en lo oscuro. La mujer danza desnuda, al sol y a la luna. La veo. Y me veo. ¿Qué hago yo en tu camino?

      Las rodillas de Moyo tiemblan. En el rostro el cambio de humor y una pregunta de horror:

      —José dos Montes, ¿quién eres tú?

      —¿Yo?

      —¿Qué suerte me traes tú, qué destino?

      —¿Qué?

      Moyo se estremece. Olvida el presente y viaja en los caminos del futuro.

      —¿Qué es lo que estás viendo, Moyo?

      —Me veo en tu senda, soltando aullidos fúnebres, a los que no respondes. Te veo llamándome, extiendo mi mano, pero no te alcanzo. ¿Qué buscas en mí?

      —¿Yo? Nada, ¡qué sé yo!

      —Cállate, no me puedes respondes ahora. Solo en el futuro,

      ¿entiendes?

      —¿Futuro?

      —Ahora vete, déjame solo con mis pensamientos.

      —¿Me estás expulsando?

      —No. Nada de eso.


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