El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane
sexual, condenando a hombres y mujeres a noches de eterna infancia. Hace condenaciones imaginarias de los padres de ambos por haber criado conejos en la pubertad de la muchachada, acabando por destruir el brillante futuro de las criaturas. El pueblo crea fantasías en las cuales no deposita fe ninguna, y por eso las mujeres no se rinden.
—¿Pero el señor doctor es de verdad hombre?
—Soy de la familia de los ángeles, no tengo sexo.
—Ah, nosotros podíamos conseguir una doncella para que usted pruebe. O yo misma, si me quisiera, claro está. Aquí el frío es inmenso, doctor.
—Los ángeles no sienten frío.
—Usted y su hermano son tan atractivos. Encantadores. Tienen brazos que alcanzan para envolver a una mujer hasta que se sienta dentro de una concha. Ah, si yo pudiera ser llevada en las olas de esos brazos. Doctorcito lindo, ¡el día que usted quiera!...
En la cacería del amor las mujeres saben que es necesario esperar las noches de frío intenso y sin hogueras encendidas. Es necesario esperar que la fe decante y el deseo resurja nítido, con la levedad del aceite en el vaso de agua. Es necesario esperar que el bicho hombre se revire y domine todo el raciocinio. En ese tiempo, el padrecito y el doctorcito se doblegarán, porque ningún hombre sale victorioso en la lucha contra las leyes de la creación. Cuando ese momento llegue, ellos buscarán el resguardo, la sombra para serenar su furia de lobos. Y los hijos nacerán, aunque ellos no los quieran. Afortunadas serán las mujeres que estén cerca en ese instante.
Aquellos dos hermanos están desnudos de sentimientos mundanos, de poses, de bellezas de mujeres y vanidades cotidianas, son gente sana, que inspira la moral de todos los habitantes. De ojos que flotan buscando algo que vuela, que alivia, que saca la mente de las nubes y fija los pies en el suelo. Tienen un aura de ausencia, de levedad, parece que les falta algo indescriptible para completar la existencia. Tal vez el lado femenino, que completa el masculino, no el cuerpo, sino el lado sagrado, trascendente, que hace a cualquiera sentir aquella alegría de vivir, hasta en el vestir, en el sonreír. Parecen frágiles como niños crecidos en la orfandad. Ellos se acercan a las mujeres, ofrecen sonrisas y flores. En el gesto de oferta parecen buscar una reliquia perdida en los ojos de esas mujeres. Ellos soñaban con las mujeres, sí, pero mujeres de otra naturaleza, otro pensamiento. Acaso una madre o una hermana. Tal vez un útero donde se pudieran proteger de los azotes de la vida.
Están siempre uno al lado del otro, uniéndose en una especie de resistencia contra el tiempo. Protegiéndose mutuamente para que la separación no se produzca. Siempre juntos, viendo la puesta del Sol al final de cada jornada. Conversando cosas de sus orígenes y de un mundo que solo a ellos pertenece. Ellos dicen que son de allí, pero nada saben de la geografía de la tierra ni de la historia ni de los linajes. Deben de ser hijos de familias acomodadas, familias antiguas, que emigraron. Algo se sabría si el cocinero del sacerdote no fuera mudo y el curandero no fuera tan prudente, que nada dejaba transpirar. Podían al menos espiar las sábanas para confirmar si ellos eran hombres o solo santos. Algunas personas se juntan de nuevo y corren hacia la casa del régulo en busca de una respuesta.
—Señora esposa de nuestro régulo, madre de todas las madres, que conoce la historia de este pueblo desde la creación del mundo, díganos algo sobre estos jóvenes. ¿De dónde vinieron ellos?
—¿Otra vez la misma pregunta? ¿No entendieron mi explicación? ¿Quieren saber de dónde vienen ellos? Y nosotros, ¿de dónde venimos? Está bien, les digo una vez más. Es aquí, en los montes Namuli, la cuna de la Zambézia entera. Ellos vinieron, sí, para recordarnos tiempos en que la tierra era nuestra y las montañas parían vida. Aunque muchos digan que nacimos en un edén distante y de una pareja extranjera, vinieron estos para recordarnos la muerte lenta de nuestros mitos. De los tiempos en que no había hambre, cuando el paraíso original vivía en el vientre de nuestro monte y era aquí la cuna de la humanidad y de todas las especies del planeta. Vinieron para hacernos renacer. Para reunirnos en comunión con el gran espíritu y reposar en el suelo sagrado de los montes, porque aquí todo comienza y todo termina. ¿Zambézia tiene fronteras? No, porque aquí es el centro del cosmos. Todo el planeta tierra se llama Zambézia. Los montes Namuli son el vientre del mundo, el ombligo del cielo.
Nota
9 Distrito situado al norte de la provincia de Zambézia en la región de Alta Zambézia, y donde se encuentra el monte Namuli. Linda al norte con las provincias de Nampula y Niassa; al este, con los distritos de Alto Molocué y de Ile; al sur, con el distrito de Namarroi, y al oeste, con el distrito de Milange. Es la zona más elevada de la Zambézia, y en ella se cultiva el té. Posee un importante parque de reserva forestal.
4
DELFINA ESTÁ ACUCLILLADA ANTE LAS AGUAS, EN LA confluencia entre el río Bons Sinais y el mar Índico. Tratando de descifrar los misterios de la noche en el agitarse de las olas. Había despertado con el canto del primer gallo y hacia allí se había dirigido para ver el sol naciendo e iluminar su mente. Trae la expresión concentrada y la mente llena de inquietudes. En sus sueños de los últimos tiempos un paisaje de montes se revela con todo su poder, y para los macuas, lómwès, chuabos,10 soñar con los montes Namuli es soñar con el destino. Es una llamada de llegada o de partida. Principio o fin. Porque los montes Namuli son magia. Poesía. Profecía. En el corazón de Delfina el suspiro de ansiedad. Llegó mi hora, del principio y del fin. ¿Será hoy? ¿Será ahora?
Permanece allí hasta mucho después de nacido el Sol, como un monumento en la plaza. Mendiga postrada en la esquina de una calle, esperando la sentencia del destino. Exhausta de tanto marchar por los caminos del desierto. Aprendió con cuántas espinas se hace un dolor. Conoce el tamaño del rostro por las lágrimas que caen de los ojos a la boca. Conoce la partitura de la música del llanto. La dimensión de un grito, por el número de veces que clamó por Maria das Dores vagando en los confines del universo. O en lo profundo de la tierra. Conoce el número de granos de sal en cada lágrima. ¿Sabores? Conoce solo el amargo vinagre y el alcohol. El viejo corazón de borracha sueña con alegrías sin fin el día en que Maria vuelva.
Hace años que espera el regreso de Maria en el lomo de las olas. Contando el tiempo que vivirá entre el limbo y la añoranza. Pero la cura de sus congojas reside más allá del horizonte, y para alcanzarla tendrá que vencer el tumulto de las olas mansas que brillan al sol como espejos. Piensa en partir hacia Gúruè, ciudad de los montes Namuli cubiertos de anturios. La carretera es buena. El viaje es largo, trescientos cincuenta kilómetros, para dialogar con los dioses de los montes, en directo, sobre el paradero de la hija perdida. Delira.
“Yo tenía una hija. O tengo, ya no sé. Era una muchacha, linda. Nació en 1953, pero parece que todavía ayer jugaba a ser mamá cuidando de los hermanos más pequeños como si fueran muñecas. Partió en 1974, como una nube, y se esfumó en el inmenso palmar, ya no la encuentro. La busqué palmo a palmo. Cotejé las multitudes, una a una.
”Ah, Maria das Dores, te busqué. En la cresta de las olas. En las colinas e islas celestes vagando en la atmósfera. En los granos de arena. No te encontré. Me fuiste arrebatada por el pico de una cigüeña, hacia lo alto de los montes, no te encuentro. Hoy, vísperas del nuevo siglo, todavía estoy aquí, clamando por ti.
”Quiero saber de ti. Hacia dónde partiste. Hace veinticinco años que sueño contigo y te veo en toda la gente que pasa. Te veo jugando. Creciendo. Con uniforme escolar. Me acuerdo de los días en que mirabas hacia la luna, mientras peinabas tus cabellos abundantes como ovillos de seda.
”Mis noches están cubiertas de montes últimamente. Siento
que estaré contigo pronto, en el más allá o en este mundo. Estoy cansada de oír mi historia, fosilizada en moldes de barro por las coplas del pueblo. Estoy cansada de la justicia popular que me acusa y me condena continuamente.
”Soy de las que hibernan de día, para cantar con los murciélagos la sinfonía