El alegre canto de la perdiz. Paulina Chiziane

El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane


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comienza a arrepentirse. Ella tenía forma humana, lo vieron. Que había nacido del vientre femenino, como ellas, como los sapos, los peces, las algas de los pantanos. Que la mujer tenía su historia, sus marcas, sus cicatrices. En ella se reflejaba como en un espejo la fragilidad de la existencia. La multiplicidad de los caminos. Enfermedades, amarguras, lágrimas. Sueños arruinados, ansiedad, desesperación. Solo Dios sabe de dónde vino. Solo Dios sabe las lágrimas que lloró. Solo ella puede contar las alegrías que el corazón recogió. Los caminos que recorrió. Solo Dios sabe cómo es que llegó aquí. Acaso navegando en el lomo de las tortugas. En el caparazón de los cocodrilos. En la boca de los peces, en el encaje de las algas. En la corriente de la brisa.

      —Ella traía una buena nueva escrita al revés —garantiza la mujer del régulo—. Mensaje de fertilidad. Esa chiflada era la verdadera mensajera de la libertad, mis buenas gentes.

      La multitud se asombra y la mujer del régulo sonríe. De la boca melosa ella suelta los mejores acordes. De los brazos pequeños se abre un manto confortable como las alas de un águila, donde la multitud de mujeres se anida como prole de pájaros. De su pecho escapa un soplo de valentía que la brisa transporta hacia cada uno. La multitud oye su voz penetrando. La sonrisa soltándose. La mente vagabundeando en el paisaje de los comienzos. El miedo escapando. Los ánimos calmándose. El espíritu serenando. Al inicio la voz se oía cerca. Después lejos. Más lejos todavía como alguien hablando de amor en el más profundo de los sueños. Era una canción que recordaba a las más jóvenes todas las cosas antiguas, de los comienzos de los comienzos, en el cuento del matriarcado.

      Había una vez...

      En el principio de todo, hombres y mujeres vivían en mundos separados por los montes Namuli.3 Las mujeres usaban tecnologías avanzadas, hasta tenían barcos de pesca. Dominaban los misterios de la naturaleza y todo..., eran tan puras, más puras que los niños en una guardería. Eran poderosas. Dominaban el fuego y el trueno. Habían descubierto ya el fuego. Los hombres todavía eran salvajes, comían carne cruda y se alimentaban de raíces. Eran caníbales e infelices. Un día, un hombre joven intentó atravesar el río Licungo para saber lo que había. Ya casi se ahogaba cuando apareció la linda joven, su salvadora, que metió al hombre en su barco. Como había frío, la joven intentó reanimar al moribundo con el calor de su cuerpo. El hombre miró hacia el cuerpo de ella, completamente abierto, un anturio rojo con rebordes de barro. Allí residía el templo maravilloso donde se escondían todos los misterios de la creación.

      Y después...

      La vieja señora era una eximia contadora de historias. Ella sabe las circunstancias exactas en que se debe usar una imagen y otra. Lo que debe ser omitido y lo que debe ser dicho. Los momentos que marcan y los momentos de pausa. La belleza de la historia depende del tono de la voz, de los gestos de la contadora. Contar una historia significa llevar las mentes en el vuelo de la imaginación y traerlas de vuelta al mundo de la reflexión. Por eso impone una pausa. Y suspenso.

      —¿Por qué me miran? ¿Qué quieren de mí? ¿Que me ponga aquí a decir indecencias en presencia de los niños que traen a la espalda? No, no digo nada más; además, ustedes ya saben lo que viene a continuación. Ahora, vuelvan a casa, para cuidar de los niños. ¡Regresen!

      Las mujeres se ríen, la tranquilidad ya se conquistó. Aquella historia encierra dentro de sí mundos maravillosos. Por eso quieren oír aquello que ya saben hace decenas de años. Las escenas de amor y traición. De libertad y lucha. De atracción y rechazo. Absorber la dulzura de las palabras que emanan de aquella boca y soñar como los niños.

      —¡Ah, madre grande, cuenta, termina ese cuento tan bonito!

      —Listo, ya que me lo piden, termino. Los hombres invadieron nuestro mundo —decía ella—, nos robaron el fuego y el maíz, y nos situaron en un lugar de sumisión. Nos engañaron con aquel lenguaje de amor y de pasión, pero usurparon el poder que era nuestro. ¿Una mujer desnuda en la parte de los hombres? Ah, amigas, ella vino de un reino antiguo para rescatar nuestro poder usurpado. Traía de nuevo el sueño de la libertad. No debían haberla maltratado, ni expulsado a pedradas.

      Algunas mujeres recuerdan el cuento y sonríen de esperanza. La mujer del régulo reconoce que la fantasía de sus palabras surtió efecto. Aquella loca simboliza el mundo nuevo de la guerra, de las enfermedades, de la exclusión social, al cual todos se encuentran sujetos.

      —¡Ah! Pero, entonces, ¿de dónde habrá venido?

      —¿Y nosotros de dónde vinimos? —pregunta la mujer del régulo.

      —De lejos —responden al mismo tiempo.

      —¿Y dónde queda lo lejos?

      Todas buscan la respuesta en silencio. Los ojos flotan en el horizonte, en silencio. La mujer del régulo sugiere algunas respuestas.

      Lejos es la distancia entre tu recorrido y tu cordón umbilical. Lejos es el útero de tu madre, de donde fuiste expulsado para nunca más volver. Es la distancia hacia tu propio íntimo donde no siempre logras llegar. Lejos es el lugar de esperanza y de añoranza. Lugar para soñar y recordar. Lejos es el más allá hacia donde muchos parten y dejan eternas añoranzas. Lo lejos es gemelo de lo cerca, tal como el principio es gemelo del final. Porque todo cambia en la hora de la meta. El allí será aquí a la hora de la llegada. El futuro será presente. El mañana será hoy.

      —¿De dónde vinimos nosotros? —aguarda la respuesta que no viene, y afirma—. Éramos de Monomotapa, de Changamire, de Makombe, de Kupula,4 en las viejas auroras. El poder era nuestro. ¿Se acuerdan de esos tiempos, buenas gentes? No, no lo conocen, a nadie se le ocurrió contarles, ustedes son jóvenes todavía.

      Nos unimos a los changanes, a los ngunis, a los ndaus, nhanjas, senas.5 Guerreamos y nos reconciliamos. Nos invadieron los árabes. Nos hicieron guerra holandeses, portugueses. Luchamos. Las guerras de los portugueses fueron más fuertes y corrimos de un lado a otro, mientras los barcos de los negreros transportaban esclavos hacia las cuatro esquinas del mundo. Vinieron nuevas guerras. De negros contra blancos, y negros contra negros. Durante el día, los invasores lo mataban todo, pero hacían el amor en la pausa de los combates. Venían con los corazones llenos de odio. Pero bebían agua de coco y quedaban mansos y el odio se transformaba en amor. Las mujeres se parecen al coco, ¿no les parece? Las mujeres violadas lloraban los dolores del infortunio con semillas en el vientre, y trajeron a la luz una nueva nación. Los invasores destruyeron nuestros templos, nuestros dioses, nuestra lengua. Pero con ellos construimos una nueva lengua, una nueva raza. Esa raza somos nosotros.

       Fue así como vinimos.De lejosDe aquel lugar de donde partimosPara nunca más volver

      Somos de diferentes gestas. Diferentes vientres. Diferentes lugares. Unos naciendo en los cañaverales, otros en la carretera. Unos en alta mar. Otros en camas dora-das de los príncipes. Unos huyeron de casas de luto cubiertas de fuego. Fuego puesto por demonios. Demonios que incendian las aguas de los ríos. Otros nacieron de la soledad de los guerreros, soledad de héroes. Héroes vencedores y vencidos. Somos héroes del Atlántico, héroes de la travesía de los mares bravíos hacia la esclavitud en Guinea, Angola y São Tomé. Tenemos la sangre de los franceses, brasileños, indios de Goa, Damón y Diu, desterrados en los palmares de Zambézia.6 Vinimos de la nobleza y de la pobreza. Vinimos en pasos silenciosos de fugitivos, en pasos agresivos de conquistadores. Nacemos diferentes veces con diferentes formas. Morimos varias veces, silenciosamente, como los montes en la corrosión de los vientos.

      El pensamiento colectivo viaja hacia lo lejos, hacia allá donde no se puede volver nunca más. Hacia el tiempo de las luchas sangrientas, tiempo de sufrimiento. Con montones de gente corriendo hacia acá y hacia allá. Matándose. Odiándose de día, a la hora del combate. Amándose de noche, en la pausa del fuego, y dejando marcas de paso. El odio generando amor en la muerte del sol.

      Cada uno recuerda su propio recorrido. Las piedras del camino. Trayectos alegres, tristes, desesperados, espinosos. Y comienzan a pensar con mansedumbre en la loca del río.

      —Regresen a sus casas y olviden a la loca que fue con las olas. Recuerden


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