Pasiones lacanianas. Patricia Moraga

Pasiones lacanianas - Patricia Moraga


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que resultó ser una sorpresa fuera de programa. Durante una reunión institucional en la Sede de Ciudad de México de la NEL, en una mañana de trabajo dedicada al texto de Miller «Affectio societatis» (1), escuché una contribución de Fernando Eseverri que está en total sintonía con nuestras reflexiones. Dice Fernando:

      Affectio societatis es una expresión en latín que proviene del derecho romano, ¿qué tenemos que ver nosotros con los romanos? La semana pasada estaba pensando eso. Fui al cine y vi ¡Salve César!, una épica romana, como Ben-Hur. La historia se desarrolla en los cincuenta, en la era dorada de Hollywood. El personaje principal, interpretado por Josh Brolin, es un ejecutivo del estudio cuyo trabajo es salvar la reputación de las actrices, mediar entre directores y actores, y, sobre todo, evitar que cualquier escándalo llegue a la prensa. Es alguien que arregla problemas. Pero la cosa se complica cuando el actor principal, interpretado por George Clooney, es secuestrado por un grupo misterioso que se hace llamar el futuro.

      La película trata, entre otras cosas, sobre el contraste entre la imagen que Hollywood proyecta y lo que hay detrás. Sobre las ambiciones personales y las grandes causas, y lo fácil que es confundirlas.

      Es una comedia. Y lo cómico surge de la comparación con el ideal, y del gasto de energía que podemos reconocer en las paranoias de un tiempo pasado.

      Podríamos hacer un paralelo con la Escuela. Porque la Escuela tiene un lado glorioso. Es Lacan contra la IPA (nos encanta esta historia). Miller incluso habla en algún lugar de «la epopeya de Lacan», que es un elogio que se escucha como parodia.

      Por supuesto podemos aprender mucho de la lectura que hace Miller de esa historia –porque separa la estructura de todas las anécdotas–. Pero si comparamos los acontecimientos que llevaron a Lacan a fundar su Escuela con nuestros problemas cotidianos y locales, lo que obtenemos –además de una prueba de realidad– es un efecto cómico.

      Según Lacan, «todo lo serio cobra sentido de lo cómico». De hecho, lo cómico le parece más serio. Tiene más dignidad porque nos saca de la queja. Ironizar sobre nuestras ambiciones es de por sí terapéutico. Puede persuadirnos de querer algo completamente distinto.

      Pienso que hacer una lectura psicoanalítica del grupo debería tener el mismo fin, y la ironía es un poderoso recurso. El gran texto político de Lacan, «Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista» (1956), es una sátira; El banquete de los analistas, de Miller, también. Precisamente por esa razón, creo que no podemos tomar ninguno de estos textos como si fueran un manual, o un plan de acción.

      Los chistes no nos dicen qué es lo que tenemos que hacer. Muchos chistes apuntan a una verdad –hacen algo con la verdad–, pero no existen chistes prescriptivos.

      En una estación ferroviaria de Galitzia, dos judíos se encuentran en el vagón. «¿Adónde viajas?», pregunta uno. «A Cracovia», es la respuesta. «¡Pero mira qué mentiroso eres! –se encoleriza el otro–. Cuando dices que viajas a Cracovia me quieres hacer creer que viajas a Lemberg. Pero yo sé bien que realmente viajas a Cracovia. ¿Por qué mientes entonces?».

      Pocas cosas nos unen más a otros que el humor. Aunque, por supuesto, también puede dividirnos. El chiste es así, lo entiendes o no lo entiendes. Y no hay ningún racismo en eso. No nos reímos de las mismas cosas. Pero cuando sí lo hacemos, es un fenómeno muy particular. Es algo eminente social. Es una práctica en la que existe un acuerdo tácito (puedo hacerte reír). Es un afecto social. Cicerón usaba el término urbanitas en el sentido de ‘cortesía, buen trato y buenos modales’, pero la expresión también abarcaba el estilo, el lenguaje, el gusto, el sentido del humor. Es un aspecto distinto de la psicología de grupo. Con el chiste también se crea una comunidad efímera, pero es una comunidad muy distinta a la que arma el ideal. Pero eso no solo pasa con el chiste, pasa también, por ejemplo, cuando en un evento la gente aplaude. Sabemos que Lacan se inspiró en el objeto transicional de Winnicott para inventar el objeto a. El objeto transicional se incluye en una teoría más amplia de lo que Winnicott llamó «fenómenos transicionales» (el juego, el arte y toda la experiencia cultural). Es un espacio intermedio entre el interior y el exterior. Pienso que lo más valioso de la vida de Escuela transcurre en este espacio (tuvimos ejemplos de esto ayer). Un espacio intermedio entre lo más singular de cada uno y lo más público (los estatutos).

      ¿Qué sucede cuando la gente no tiene el mismo sentido del humor? Decía Wittgenstein que, cuando la gente no comparte el mismo humor, es como si entre ciertos individuos existiera la costumbre de que una persona arrojara un balón a otra, y se estableciera que la otra persona debiese atraparlo y devolverlo, pero que algunas, en lugar de devolverlo, se lo metiesen en el bolsillo.

      El chiste

      ¿Fueron necesarias diez horas de avión para encontrarme con esto? ¿Cuál fue el milagro? ¿Transmisión de pensamiento? No sé. El texto me condujo directamente a Wittgenstein. Me tentó Wittgenstein más que Winnicott. En el aforismo 474, Wittgenstein escribe:

      Y un poco antes, en el aforismo 448, encontramos lo siguiente:

      El chiste requiere la lengua común. Por fuera de este uso compartido del lenguaje, la escena de dos personas riéndose puede resultar incompresible. Además de su texto, Mercedes Simonovich nos hizo llegar un chiste de Tute. Allí, una pareja riega una maceta en la que crece, enorme, un objeto que parece un corazón: rojo, desmesurado, deforme, como un árbol retorcido. El texto reza: «Lo regamos todos los días como recomiendan, pero no sé... está creciendo raro».

      ¿Cuál es la condición para que esto nos provoque una sonrisa? Que compartamos –y esto constituye una comunidad– un uso del lenguaje. No se trata simplemente de hablar el mismo idioma, se puede entender el sentido de cada una de esas palabras, sin entender el Witz que componen. Es una comunidad mucho más restringida que comparte, ya sea porque lo escuchó, o porque se lo dijeron, la idea de que «a una relación hay que regarla, cuidarla, alimentarla, para que crezca». Sin ese dato compartido que forma parte de los dichos de una comunidad, el chiste es insensato. El chiste se apoya en un sobreentendido que compartimos. No se trata del lenguaje que se estudia en los libros de gramática, no se trata de su sintaxis, de sus reglas. Es un uso del lenguaje que compartimos sin haberlo estudiado, es un lenguaje que sabemos usar y que resuena para nosotros. Hablamos el castellano, pero no jugamos el mismo juego acá que en otros países de habla hispana. Tenemos entonces una primera respuesta a la pregunta por el efecto de afecto colectivo, que me alegró encontrar.

      Vayamos ahora al texto de Mercedes Simonovich que tiene por título «Entre demostración y charlatanería: el chiste». Siguiendo al detalle la argumentación de Freud, ella destaca la ganancia de placer que reporta el chiste, y explica bien cómo dicha ganancia proviene del ahorro de un gasto de trabajo psíquico que requiere la represión a la que nos forzaría la crítica del superyó. En lugar de padecer las desgracias del ser que acarrean la arbitrariedad de la palabra y la pérdida del referente, el sujeto se adueña del equívoco, del doble sentido, de la ambigüedad, y los usa a su favor, ahorrándose el gasto que exige la represión –el chiste le gana de mano al inconsciente– y burlando al superyó.

      Tengo


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