Bar. Caiman Montalbán
cobarde.
Ayer me dijo un borracho que la tortuga no sabe de la existencia de su caparazón protector. Luego blasfemó y se fue. Le vi alejarse con un tambaleante paso, como el paso lento de la tortuga. Luego me dije que quizás fuesen las copas. Pera fue una salida fácil. Lo sé. Yo ni borracho me tambaleo de esa manera. Sí, tengo fe, y ese hijoputa tenía más.
Hacía una hora que unas tetas fresa me estaban haciendo perder el compás mientras servía copas. Ella lo sabía, la muy zorra, y yo no podía evitar mostrarlo. Tomaba vodka con zumo de naranja natural. Le había explicado que lo que ahí tenía por zumo de naranja no era más que un sucedáneo que pasaba por ello, y ella asentía coqueta admirándose de mi sinceridad.
Era su tercer copazo y la invité. Lo esperaba pero dio las gracias como si no. Yo tenía mis fines y eso también lo sabía. Una jodida sabia. Sin poder ocultar, sin querer. Insinuaciones. Cada trago llenaba un poco más la confianza y empecé a soltarle lo mucho que me gustaba todo eso que paseaba. Pinché a Los Carallos y sobre unos rápidos toques de violín brindamos. Reíamos. Abríamos puertas. Tenía un pelo fuerte, bien afianzado a la raíz, espeso como la crin de una yegua. Imaginé cabalgar sobre ella mientras se lo estiraba a conciencia. Resoplé y fui a servir un par de cervezas.
Y qué culo, tan redondo, a punto de saltar. Lo movía con tal maestría que siempre estaba presente, en primera línea, muy caliente.
Pude salir antes comiéndole un poco la oreja al jefe, cuando encontré un buen momento para ello, es decir, después de una de sus dosis de coca. Así que puse otra de lo mismo para ella y una birra para mí, metí una cinta de música variada y variopinta, y abandoné la barra dejando al jefe manejar su euforia poniendo las últimas como las primeras.
Se despegó definitivamente de sus amigas que no dejaban de soltar tímidas risitas, no sé muy bien si por envidia, por horror o por pasar el rato, y me topé con ella ya sin la protección que da estar detrás de una barra. Nos medimos e hicimos nuestros cálculos. No parecía difícil para ninguno de los dos. Apuramos la bebida y charlamos teniendo en mente lo que se tiene en mente en estos casos.
Malgastamos un poco más de tiempo y fuelle en otro par de garitos, pero la cosa marchaba y a ella le gustaba bailar contoneando toda esa divina exuberancia. Yo miraba (no solo yo), y bebía, así que los dos contentos.
Ya amaneciendo cogimos un taxi que paró gracias a su escote. En el ya soleado camino, empezamos a besuquearnos apestando a humo y a alcohol. Un poco sucio y muy caliente. El taxista rebuznando y pisando a fondo, el muy guarro.
En su casa, yo a doscientos y ella, poco ocultaba ya. Muy, muy caliente.
Quería comer todo aquello en el mismo momento de cruzar la puerta. A punto estuve de estropearlo todo cuando mis magreos tornáronse forcejeos.
—¡¡...No, si al final me violas... !! —Soltó con morboso y falso tonillo— ¡Jamón!
Paré unos segundos de reflexión y me sentí como un jodido violador por quererlo ya. ¡Ardiendo compadre!. Se colocó un poco el pelo y sonrió. No lo pensé dos veces, saqué la broma y se la presenté. Pregunté, todo lo caballeroso que la situación soportaba, si podría hacer algo por ella. Se subió la falda y dejó al descubierto unas interesantes bragas de encaje rojo que bajé agradecido. Mareado le di por culo sin querer queriendo, a la vez que estiraba su pelo. Al galope relinchante. En llamas.
Mi nombre, por si algo importa, es Lobo Tirado. Tengo mucho vello, por el pecho y la espalda, por el culo y las piernas, estoy lleno. Parece ser que al nacer ya era muy peludo y ese fue el motivo de que me tuvieran un buen tiempo en observación. Supongo que los muy cabrones esperaban que rugiese. Pero no hubo nada de eso. De todas formas mi aspecto fue lo bastante impactante como para ser fotografiado para una revista médica donde lucí mi velludo palmito en el apartado de curiosidades. Mi padre, un hombre muy hippie y muy original, fue el responsable del nombrecito que a modo de cruz he tenido que arrastrar durante mis tristes veinticuatro años. Me presento un poco tarde, como ven. Como en las visitas familiares de cuando era niño, con muermo. Con pocas ganas de chascarrillo, de pellizco en la jeta. Uff.
He alquilado un pequeño ático sin ascensor cerca del bar. Todas esas escaleras me proporcionan un poco de sudor extra. Me ayuda a meterme en la ducha, con lo que acabo arrastrando olor a tabaco y alegres penas de las que en un bar te impregnas, decía la canción.
De la ducha fui a meterme en un albornoz que se deshilacha. Las rebajas. Calenté la china, se me fue la mano y mezclé más de lo necesario con un tabaco un tanto seco. Cuando lo terminé de liar, lo encendí y di una primera y profunda calada. Puse la radio y tanteé, intentando esquivar la publicidad. Era una entrevista a no sé quién, puede que a algún médico.
—¿...Y qué puede decirme sobre el hígado?
—Bueno... que es una notable desventaja no tener un buen hígado, prefiero un millón de veces un buen hígado que un buen cerebro. Si tiene un buen cerebro y no tiene un buen hígado tendrá problemas con la salud. Si tiene un buen hígado y un cerebro de mosquito, su bestialidad borracha le hará feliz y le sobrará tiempo para ir de compras, verá la tele y disfrutará con sus ventosidades...
Seguí buscando en el dial.
—...¡Enhorabuena! Ha ganado el mejor premio, sus intereses serán ilimitados. Adminístrelo bien, no se deje engañar, movilícelo.
Dinero quieto es dinero muerto. Comer no es suficiente, no somos gallinas y nuestras almas no son huevos. Nuestras almas son ALGO GRANDE que mastican los dioses mientras juegan al golf con las estrellas por pelotas.
Así que debe enriquecerse, no importa cómo, los productos son variados, sumérjase en el arte, en lo bien hecho, en lo bien parido, rehuya la mediocridad, administre su tiempo, dispone de menos del que piensa, recuerde que no es inmortal. Un día no muy lejano cerrará los ojos y no los volverá a abrir y, si su alma no está tierna ningún dios la engullirá, caerá de nuevo sobre algún animalesco ser y quedará de nuevo encerrada por un tiempo, ni demasiado largo como para entender gran cosa, ni lo suficientemente corto como para que no duela...
Seguí buscando y encontré algo de música clásica. Por lo general prefiero rock and roll pero Los Ramones todavía agitaban sus grasientos pelos dejando bien pringados mis sufridos tímpanos. Me tumbé en el colchón. Sonaba Mozart y mis huevos afloraban de entre el albornoz dejándose acariciar por la suave brisa olor a refrito que producía la corriente: ventana-patio interior.
Pronto interrumpieron la sonata con una zorra pidiendo a su maridín que le comprara un coche en no sé qué concesionario de segunda mano. Saqué el brazo cabrón y apagué la jodida radio. Me levanté ofuscado y empalmado, no se por qué, empalmado de broma. Abrí una lata de aceitunas y las comí rápido, como si se tratara de una apuesta. De nuevo tumbado, escuchando mis sonidos gástricos, como un montón de ratones jugando con una balsa de plástico mojada. Y allí entre la vigilia y el sueño, intento mantenerme en esa frontera. Unos poemas pasan a gran velocidad. Como motos eléctricas. Sin ruido. Sin huella.
¡Qué tremendo resacón!. Es lo primero que me viene a la mente cuando me estiro como un gato sobre la única y sudada sabana, víctima ésta de Dios sabe qué balbuceos y tics dementes de borracho, interpretados en la calmosa negrura de la noche, rota por un amanecer sin concesiones en lo que respecta a la luz y los estridentes sonidos de las actividades matinales. Lo del amanecer, compruebo, quedó lejos cuando echo una legañosa mirada al frustrado despertador, pues son las cuatro de una tarde abrasadora.
No está mal, creo que aún me podré meter algo de comida antes de volver a empezar. Si me dan las seis en la cama lo tengo mas difícil, pues entro a las ocho como ya saben, y el subir y bajar pesadas cajas de refrescos y llenar esas estropeadas y sucias cámaras cuyos interiores son como pequeños infiernos fríos