Bar. Caiman Montalbán

Bar - Caiman Montalbán


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rápido lavado y vaciado, salgo de casa con aspecto de pieza que no encaja en la maquina, en dirección hacia el bar mas próximo.

      A esas horas, del menú uno se puede olvidar, salvo raras excepciones. El bar de cañas es pequeño y mugriento, exactamente no se sabe dónde está la mierda pero se sospechan seguros refugios para ella; debe de haber una uniforme y delgada capa de inmundicia recubriéndolo todo de manera que no se note, sólo se intuya. El dueño y camarero, un gallego cincuentón con orejas de elefante me saluda sin escatimar medios operísticos.

      —¿Qué va a tomar el señor?

      —Un pincho de tortilla y una caña.

      —¿No quiere tomar una tapita de pulpo el caballero?

      —No.

      Mientras todo esto pasaba, incluido el pulpo, a través de mi apergaminada tráquea, un hombre pequeño, con gastado traje azul marino, brazos desproporcionadamente largos y zapatos exageradamente brillantes, hablaba alto y sin dejar saber a quién se dirigía; si a todos los allí presentes, a alguien en particular o a sí mismo. Con una gran capacidad de oratoria clamaba:

      —Cuando una docena de claveles costaban cuatro perras yo follaba como un loco... —Me miró y asentí.

      —... Ahora para echar un polvo con un saco de huesos... cuatro o cinco mil pesetas... con la pensión de mierda que me ha quedado después de cuarenta años de trabajo... cuarenta añazos... ¡me cago en pómez la piedra!... y no puedo echar un polvo... joder... no puedo joder... ja ja ja ... —Me miró de nuevo y volví a mostrar aprobación, no sé muy bien por qué.

      Pidió un anís y empezó a hablar de fútbol. Repentinamente volvía con la misma historia, lo repetía todo y luego cambiaba de tema. Le agradaba que yo estuviera de acuerdo cuando me pedía confirmación con un gesto.

      Tengo días exactamente iguales que otros. Como calcados. Eso me afecta.

      Cuando termina un día igual a otro y logro darme cuenta, siento un estúpido vértigo.

      El vértigo que deben sentir un montón de fichas de dominó cuando colocadas en perfecta hilera y una vez dada la famosa toba inicial, van cayendo uniforme y ciegamente.

      Claro está que también dispongo de esos momentos que ocurren después de haberlos soñado. Déjà vu. Como si una de las fichas de la mitad supiera que terminará siendo empujada. Una sugerencia del destino de impotencia y tranquilidad. Aunque la ficha tuviera patitas no podría moverse. Puede que por eso las fichas de dominó no tengan patas. Quizás por eso yo no tengo alas.

      Y ya llegando a casa pensando en todo eso, bien fumado, con otro día exactamente igual que el anterior a la espalda, pero no idéntico, tuve la certeza de no ser una puta ficha de dominó.

      Al entrar, después de darme una gran ducha como debajo de una paradisíaca catarata, quise hacerme un porro pero no encontré papelillos. Imaginé que debía estar escrito que no me fumase otro porro antes de dormir, así que me metí en el sobre y de pronto mis pies entraron en contacto con docenas de ellos. Sé que fue una señal. Decidí responder pasando de canuto. Intentando quebrar el destino. No paraba de darle vueltas y acabé haciéndomelo. Sé que fue una equivocación. Pude haber conseguido un buen par de alas.

      A poca gente parece importarle que pueda escuchar sus conversaciones. Eso me produce un extraño complejo entre mueble y hombre invisible los días buenos. Hay, por otro lado, quien percatándose de mis oídos y posibilidades interpretativas, aprovecha para mejorar su dicción e ideas, y termino escuchando conferencias que juraría dirigidas a mí, mientras el acompañante bosteza perplejo consumiendo un cigarrillo tras otro. Conversaciones torpes, pero con la nobleza de un potrillo recién nacido intentando ponerse de pie sobre un suelo implacable de tierra y placenta, han llegado a mis oídos. Otras, en cambio, con una fluidez entrecortada por el ansia de un orgulloso trote, útiles, puede, para suavizar las angustias del día. Pero se trata de guiones calculados, un engaño para el que escucha y para el que habla. Sin embargo, hay otras briosas, con el nervio de un pura sangre sin domar; pocos lo consiguen bebiendo. Yo conozco un par de tipos con lengua salvaje e ideas desbocadas. Sin beber son los mismos. Peces raros.

      Entre los clientes hay unos mas habituales que otros. Uno de los de siempre, viene solo y se va solo. No sé su verdadero nombre. Para mis adentros le llamo hombre.

      Cuando entra tiene cierto brillo, buena planta. A la quinta, eso empieza a cambiar, parece menguar dentro de su ropa y ésta le cuelga como harapos a la séptima. Entonces, haciendo palanca codo-barra puño-sien, se pone a esperar. Creo que, estúpidamente, a su alma, le han dejado caer demasiado plástico ardiendo y se le ha quedado pegada como una lapa. Supongo que intenta ahuecar todo eso. Solo habla para pedir sus copas o para preguntar lo que debe al final. Siempre siento ganas de responder que nada, que estamos en paz, pero no es cierto, él paga y yo pago, todos terminamos pagando.

      Antes de abrir el bar una breve tormenta de verano me azotó en plena calle. No aceleré el paso, dejé que la lluvia me empapara. El agua corría por mi cráneo. Una mojada caricia. Cuando entré en el bar estaba tan empapado que tuve que quitarme la ropa. Solo me dejé los calzoncillos y las zapatillas y tendí lo mejor que pude la ropa sobre la barra esperando que se secara. Se me puso la piel de gallina y me serví un vasito de vodka. Sobre el plato estaba puesto el último disco de la noche anterior, uno viejo de Pata Negra, pinché Ratitas Divinas y me dispuse a poner todo en orden. La barra estaba repleta de tristes vasos sucios y el suelo lleno de colillas. Cogí la escoba y comencé por el suelo.

      Cuando empezó a entrar la gente ya me había vestido, pero la ropa todavía conservaba la humedad. Puse dos ron con cola más, los cobré y empecé a cortar limones. Apoyados en la barra dos tipos hablaban. Me sonaban sus caras.

      —Bueno, tío... le has sacado una buena cantidad de polvos, que más quieres, no le pidas demasiado a la vida, la vida nunca da demasiado...

      —Ya, ya... cuéntale eso a otro. Estoy mal, estoy muy mal. Me refiero a que sé lo que es estar realmente mal. Llegué a encontrar cierta grandeza en eso... quiero decir que prefiero estar mal mil veces antes que ser un gilipollas con falsas esperanzas, eso es solo un mal chiste... y no me jodas ahora con rollos... he sido un mal chiste durante estos últimos meses...

      —Sí, muy bien... y ahora ¿qué?. ¿Te vas a arrastrar un rato? ¿vas a llorar? ¿me vas a arruinar la noche?

      —Mira... para empezar no me toques los cojones, he mamado la calle lo suficiente como para saber que mi picha vale muy poco.

      —No voy a llorar ¡payaso!, lo que me preocupa es que tengo un callo a la altura del corazón que me da miedo mirarlo. Ese callo puede echarlo todo a perder. No quiero despertar un día con las manos manchadas de una sangre que no sea la mía. Así que no me toques los cojones. ¿Lo has entendido?.

      —Lo he captado.

      —No te pregunto si lo has captado, ¡gilipollas!. Te pregunto si lo has entendido.

      —¡Vale! ¡vale! ¡no me insultes!. Lo he entendido, lo he en-ten-di-do. Pero piensa, tío, un momento, sólo un momento: en el fondo te has librado de una buena, esa Rosalía era una autentica zorra... y no lo digo en sentido peyorativo... no te ofendas... tú me conoces... soy tu amigo... Esa clase de tías, y yo sólo conozco esa clase de tías, buscan todo el poder que les pueda proporcionar su chomino, el tipo de poder que se siente al tener a un pobre cabrón debajo de su tacón. Llámame misógino si quieres, pero el instinto seguirá siendo el instinto. Eres un puto blando, ¡reconócelo!. Yo lo tengo claro.

      —¡Y tan claro!

      —¡Que si hombre!, no sé si hablarte de mi truco... pero como eres tú, te lo voy a decir: yo soy borde por sistema, no falla, las muy putas confunden eso con ser interesante, o quieren confundirlo,


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