Bar. Caiman Montalbán

Bar - Caiman Montalbán


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que la tengo chaval.

      —Y ademas no tengo dinero ni para el autobús, ¡mierda!, ni dinero para el autobús tengo, y ahora esto... a tomar por culo. No me van a sacar del puto juego...

      —¡Claro que no tío, tranqui!

      —Sí, tú lo ves muy fácil, porque no estás aquí.

      —¿Qué quieres decir?

      —Nada.

      —¿Qué no estoy dónde?

      —En el infierno.

      —No me vengas con grandilocuencias. Lo que pasa es que se te ha acabado el coño como cuando lo del chupete y estas rabioso...

      —¿A que te meto una hostia que te rompo los piños?

      —No tienes cojones...

      Entonces empezaron a pegarse. Yo miraba desde la barra y dudaba si intervenir o no. Estaba tan húmedo y cansado que no me quería mojar más. Seguramente me habrían destrozado entre los dos como dos guepardos jóvenes y amigos destrozan a uno viejo y solitario en medio de ningún sitio. Así que me limité a observar. Alguien me preguntó:

      —¿No vas a hacer nada?

      —Son dos jóvenes guepardos y son amigos, tienen derecho a volcar su odio el uno en el otro. Yo no soy dios, si fuera dios ya habría acabado con ellos.

      —¿Me pones una cerveza?

      —¡Claro!

      Seguían pegándose. Los dos estaban en el suelo forcejeando con los músculos en tensión y las camisas sacadas y las lenguas fuera y los gestos de anormales. Todo el mundo miraba confundido pero entretenido. Un espectáculo deplorable y ridículo. Uno lograba conectar mejor los puñetazos en la cara del otro, y éste, cuando recibía, ponía cara de sorpresa. Y yo pensaba: ¡Pero imbécil, de qué te asombras!. Pegarse significa recibir, sobre todo recibir y más vosotros que no tenéis ni puta idea de pelear, ¡so maricones!. Me repugnaba lo que estaba viendo. No tenían gracia. Se limitaban a arrastrarse como babosas borrachas. Una mierda, una verdadera mierda.

      Finalmente decidí salir a la puerta y dar un toque a Hugo, el machaca, para que sacara toda esa basura del bar. Por el camino hacia la calle seguían gritando.

      —¡Te voy a matar, joputa, te voy a matar!

      —¡No tienes huevos! ¡no tienes huevos!

      Los vasos alineados quieren ser llenados. Cojo uno y echo tres hielos, tan duros como fugaces. Me decido por una botella de ron moreno, medio llena medio vacía. Eso es bueno, ni tengo que empezar una nueva ni acabar una vieja. Sólo echo dos dedos, la noche será larga, puede que demasiado.

      Yo, jugando con mi copa, haciendo sonar los hielos contra el cristal, ahuyentando lo chungo.

      Un trago y el vaso, medio lleno, medio vacío. Durará poco. Mantenerse en el centro es jodido, imposible si sólo piensas en cosas condenadas a acabarse, cuando no a empezar.

      Me acerco al plato y busco un disco al azar, sale uno de Mano Negra, lo pongo y toda esa vitalidad empieza a ser desperdiciada en el desolado garito. Ni yo escucho, ocupado en rellenar mi vaso, ni mis miembros responden a las briosas notas, tan rígidos por la rutina.

      El siguiente corte es mi canción, espero que me llene.

      Llega un tipo y pide una cerveza sin decir hola. La pongo. Doy media vuelta y le dejo a solas con sus tragos. Oigo el estruendo de su vaso al caer. Sigo andando, abro el grifo y lleno otro, se lo paso y da las gracias. Dice que lo siente, que esta vacío, lleno de dudas... le digo que vale... me pide la fregona... le digo que lo recojo yo... insiste. Al recoger los cristales se mete un buen corte y le entra un ataque de risa. Me contagia. Empezamos a beber cerveza gratis. Le doy la vuelta al disco y todo empieza a llenarse, las jarras, el bar, los corazones...

      He encontrado una vieja tele en un contenedor cerca de casa. Apuesto y la subo, es grande y pesada, ya saben, vivo alto y sin ascensor. Me ha costado.

      Se la he presentado a la radio y no ha contestado, malos humos... mujeres... supongo que esperaba que no encendiese, pero ha encendido. Tengo tele.

      Suena ronca, aguardentosa, alta, con tacones de aguja.

      Echan un documental de animales en África, mis preferidos. En blanco y negro, todo primitivo.

      La voz empieza a fallar y se calla. Sin zapatos mejor.

      Un león corre por la Sabana, no hay duda de que es su territorio lo que pisa. Su melena polvorienta ondea como la mejor de las banderas. Seguro y sereno.

      Aparece un guepardo a cámara lenta, la perfección de sus movimientos eclipsa a los más lentos y flotantes de un antílope. El felino muerde a su presa en el costado derribándola. El animal parece resignarse a pesar de sus pataleos, supongo que lo esperaba.

      De nuevo el león, que extrañamente, casi jugando, masacra a una camada de guepardos. Gatitos juguetones hechos añicos. No parece comerlos, cuestión de competencia de las especies, creo. No hay ni odio ni resignación por las dos partes. Un simple fluir.

      La escena retorna a la gueparda que busca a sus vástagos angustiada. Sus razones han volado como mil aves zancudas que poco después sobrevuelan cielos blancos, sin nubes, o puede que cubiertos.

      Entiendo a los vampiros. Los primeros rayos de sol deslumbraban sin indulgencia mis descorazonados ojos, justo antes de cruzar el portal. Venía de una anquilosada fiesta en una discoteca frecuentada por mí. Nada reseñable aparte de un buen montón de chicas con ceñidos y cortos vestidos, tanto, que sus funciones cerebrales parecían limitarse casi exclusivamente a dirigir la poca tela y carne por buen cauce. Un curioso equilibrio consistente en no enseñar ni mucho ni poco. Eso deberían pensar ellas, en lo que a mi respecta casi todo el tiempo las veía desnudas. Tantas, tan hermosas, que no sabía donde relajar la vista, conversaciones tan sujetas a la pose que no acertaba cuál desoír. Así que la mayor parte del tiempo lo he ocupado en pedir una copa tras otra aplicándome a fondo. Sólo ese ejercicio y alguna mirada a los bien formados traseros me ha mantenido fiel al evento.

      Pero ya estoy aquí, en casa, cansado, salido, borracho y de día, sin otra cosa que hacer que refugiarme en el sueño. Me acuesto pero no me duermo. La coca. En frente tengo esa vieja tele pensante pidiéndome guerra, pero no me atrevo a encenderla. Creo que todos deben estar ahí dentro follando y no quiero molestar. Vislumbro tras la opaca pantalla, docenas de veraniegos vestidos, subidos de muslos a ombligos por manos deseosas de ser ellas quienes ciñan todo ese buen numero de curvas. Todo dentro de baños fosforescentes, con lavabos y retretes que simulan ser solo lavabos y retretes, de color rubí sangre de pichón. Y mirando fijamente la pantalla me doy cuenta del estado del miembro que me hace varón o macho, a punto de penetrar mil frías vaginas de plata. Y una lluvia de culos y vientres terciopelo empiezan a caer desde el techo y rebotan en el suelo tres, cuatro, puede que hasta cien veces antes de quedarse quietos.

      Entonces me dormí y soñé que mi chica (tenía chica), llegaba a casa después de una dura pero satisfactoria jornada laboral, y yo había cocinado una paella condimentada con marihuana. Comimos, bebimos, reímos, y ya, cayendo la tarde, nos duchábamos mientras hacíamos el amor.

      Después de haber meado una cantidad indefinida de veces la cosa empieza más bien a aburrir, y es entonces cuando sueles dejarlo para luego. Poco a poco lo vas dejando para más tarde. Quiero decir que me estaba meando y pasaba de bajar al baño, ¡cojones!. Tiré una cerveza más y le di un buen trago dejando el vaso por la mitad. Cogí la bayeta y empecé a darle una pasada a la barra. Encendí un cigarrillo y lo dejé apretado


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