Bar. Caiman Montalbán

Bar - Caiman Montalbán


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toque intelectual le tocaba escuchar a su compañera de sienes palpitantes.

      —La cosa es más o menos así —decía— Te lanzas hacia alguien. Te desvives e incluso hieres. Avanzas. Te pones perfume y sonríes al espejo a ver qué tal. Continúas. Das un buen tajo en condiciones y ves la sangre. Ya es tuyo. Obtienes placer y al tercero cae. Lo tienes agarrado. Te embriaga el triunfo durante unos instantes. La cosa no está mal. Conseguirlo no es tan difícil. Controlas. Pero si lo piensas un poco y logras recordar, compruebas que en realidad ni mucho menos ha sido fácil. Te fumas un pitillo, y cuando lo estás apagando en el cenicero, te das cuenta de que no es para tanto. ¿Esto es todo?. Entonces solo puedes reír y pensar en el poco dinero que te has gastado hoy. Porque si lloras, si bajas la guardia, es más que probable que el siguiente tajo, rojo y abierto como una rosa lucirá en tu pecho. Puede que sea tan perfecta como una rosa. Puede que sea una rosa... pero paso de rosas. No me divierte que quieran jugar conmigo. —Se echó a llorar.

      —¡Bobadas! —dijo él— Yo no lo veo así. Verás: Estoy de acuerdo con que la cosa duele. Con que sangra. El viejo juego del poder... Pero yo sólo quiero echar un polvo, no te voy a atar con cadenas, ni siquiera deseo mearte encima. Así que no debes adoptar esa postura. Estás a la defensiva. Relájate. Yo te gusto, lo sé. Te he visto interesada por mi cuenta corriente y mi paquete. Sabes apreciar a un buen hombre y cederás, ya lo creo que cederás.

      —No eres bueno... ocultas algo...

      —Pero si soy un pedacito de Dios en la Tierra y tu estás jamona. Te advierto que si me terminan doliendo los huevos no te lo perdonaré nunca, nunca, nunca.

      —¿Hablas en serio?

      —Claro mi amor. Abrázame.

      Y se abrazaron. No pude aguantar más. Salté la barra y me fui a mear.

      Di un paseo antes de entrar en el bar. Hacía buen día, no demasiado calor. Corría una suave brisa que me permitía divagar con la suficiente cordura como para no aberrar demasiado. Me senté en un parque lleno de cagarrutas. Entre el escaso espacio que dejaban libre las cagarrutas unos niños jugaban. Parece que lo pasaban bien, aunque sospeché que no. Yo de pequeño casi nunca lo pasaba bien. Lo intentaba, pero nada. Me daba vergüenza e intentaba disimular. Me fijaba bien si los demás niños reían para reír yo con ellos y que no se notase mi total falta de estímulo por lo lúdico. A veces pensaba que ellos también fingían, pero terminé desechando esa idea. Me mareaba.

      Un verano fui recluido en casa de mi tío Barrabás para que mis padres pudieran fumarse unos petardos por Nepal. Mi tío era de la vieja escuela. Me gustaba verle beber Soberano en aquella gran copa. Aparte de eso mi única diversión consistía en caminar por aquel barrio con las manos en los bolsillos, dando patadas a los botes mientras veía jugar a mi odiado primo con un hombrecillo de plástico articulado, con múltiples complementos y un interés que me parecía desmedido. El caso es que yo me reservaba mis opiniones y un día bien adentrado agosto, mi tío me regaló uno de esos pequeños monstruos musculosos, perfectamente equipado, para poder participar en esas supuestas guerras de plástico. Ni siquiera tenía polla. Habían castrado cualquier posibilidad lejana de hacérselo con la Barbie Superstar. Hijos de puta. Puse cara de agradecimiento y acepté mordiéndome la lengua. Y allí tenía a mi primo todos los días insistiendo a que jugara con su puto gusarapo. Y claro, yo no podía decir que se fuera a la mierda. Tenía que seguir con la farsilla. Luisito cogía su muñeco y lo movía lo más convincentemente posible. Yo lo intentaba pero me sentía ridículo. Era un suplicio horroroso. Al cabo de una semana no pude aguantar más. Cogí de un armario un bote de gasolina para mechero y cerillas. Cuando bajamos a la calle con toda esa mierda para desarrollar una batallita más, organizada por el bujarra de Luisito, mostré más interés del acostumbrado. Luisito parecía encantado. Cuando el campamento estuvo montado y Luisito, ensimismado, colocaba el trípode de la metralleta en la retaguardia por si venían los chinos, yo me encontraba rociando debidamente todo el montaje. Fue al encender la cerilla cuando Luisito miró. —¡Han llegado los chinos! —grité. Fue la fiesta. Luego llegaron las hostias de mi tío que también resultaron muy reales.

      Mientras pensaba en todo eso una chica bien dotada se acercaba al parque con su perro. Sacudía su húmedo pelo a un lado y después al otro, recién duchada, andando como de puntillas, con unos movimientos un tanto mecánicos. Supuse que lo habría visto hacer a alguna joven y prometedora actriz de esas que pasean por la orilla de las soleadas playas californianas donde parece que pasean ese tipo de chicas en las películas. Pensativa y melancólica. Muy bien, pero no entendía que hacía ahí.

      Mientras tanto el chucho, ya dentro del parque, trabajaba su ano en una nueva y fresca cagarruta ante la sonrisa de algún pequeñajo. Para entonces y habiendo esquivado una vasta cantidad de secas mierdas, ella había llegado al lugar del fétido suceso y colocándose delante del todavía humeante montón, sin risa, sin fruncido ceño, adaptándose un guante de plástico, lo recogió eficazmente y lo metió en una bolsa de papel rosa. Después siguió andando, balanceando toda esa mierda con gran naturalidad. Me enamoré. A pesar de lo reducido del parque no me ofreció una sola mirada. Me dolió. Finalmente y ante mis ojos de carnero degollado la vi perderse con su perrito por la playa. Al salir de allí pisé tres mierdas y los niños reían, reían, reían.

      Un vapor ácido e invisible se expande cuando empiezo a cortar medias lunas de limón. Me gusta colocarlas ordenadamente sobre un recipiente formando torretas vivas de un amarillo consolador, dispuestas a zambullirse en martinis blancos, combinados, o directamente en alguna pegajosa cocacola. A este lado de la barra es lo único orgánico que hay, aparte de mí. El contraste entre estos y los demás elementos que conforman el bar me causa tristeza, los siento solos, desarraigados de los robustos arboles donde nacieron, crecieron y maduraron. Traídos por cojones a un mundo extraño donde son sacrificados por su aroma y su color, por su belleza y fuerza. Sí, sí, me identifico con ellos aun siendo su verdugo.

      Cuando empezó a venir, él también me daba pena. “El del gancho” había perdido su mano derecha en una caída en moto. Se la arrebató limpiamente una valla protectora, según me comentaran extraños amigos suyos sin preguntarles yo nada.

      Pedía whisky y lo cogía malhumorado con su gancho. El primer trago bien, el segundo mejor, en el intento del tercero el vaso caía resbalando como una anguila, derramando la suficiente cantidad como para ser beneficiario de un seguro no escrito con derecho a una nueva.

      Dos de cada tres caían inalterablemente a lo largo de sus visitas. Me empezó a oler mal. Yo lo sabía y él sabía que yo lo sabía. Él jugaba y yo le daba las fichas.

      Más tarde sus fines cambiaron levemente. Creo que dejó de interesarle beber a buen precio. Tiraba las copas sistemáticamente sin dar sus generosos tragos iniciales. Como es lógico o lo hubiera sido, varias veces estuve a punto de desenmascararle incluyendo la penetración con su puto gancho vía anal. Me estaba exprimiendo los cojones, pero llegado a ese punto seguimos el juego: Estoy tullido y tú te jodes.

      Cuando llegué a casa me dolía terriblemente la cabeza. Abrí un bote de Mahou y eché un trago, salí al balcón y contemplé las estrellas. Volví dentro y me hice una tortilla francesa a la que añadí dos rodajas de queso que se fundieron levemente. Un par de cucarachas se metieron a gran velocidad debajo de la lavadora. Encendí una vela y me zampé la tortilla. Me sentí mejor. Saqué la vela a la terraza y terminé la cerveza mientras me fumaba el último porro del día. Cuando me dormí tuve un sueño relacionado con mi amigo Capitán Garfio:

      Me encontraba limpiando la bodega del bar. Entre extraños trastos allí almacenados encontré una especie de cizalla gigante, una enorme tijera metida en un saco junto a gruesos trozos de cable, todo grasiento. Todo lo vi claro. La cogí y comprobé su contundencia. Salí con ella a la calle y descapoté un coche como si se tratara de una lata de conservas. Supuse que el dueño lo agradecería pues hacía un calor tremendo. Ahora le daría mejor el aire. Con un cacharro como ese, cortar una mano debía ser como cortar limones, fácil y


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