Bar. Caiman Montalbán

Bar - Caiman Montalbán


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con envidiable maestría. Era la delicia de la clientela. Al día siguiente me levanté como una rosa.

      Hugo estaba en la puerta. Yo como siempre en la barra, y como casi siempre estaba aburrido. Primera hora, el bar vacío. Llamé a Hugo.

      —¡Eeeh, Hugo! —No me oyó.

      —¡HUGO! —Le vi darse la vuelta a través del cristal de la puerta. Hizo un gesto con la cabeza preguntando: ¿qué?. Yo hice otro gesto con la mano diciéndole que pasara. Entró.

      —¿Qué pasa?

      —Nada, que si te apetece tomar algo.

      —Bueno... ponme una cerveza —Se la puse y dio un trago. Yo di un trago de la mía.

      —Oye, la pantera rosa ¿es macho o hembra? —Le pregunté.

      —Macho... creo... Desde luego si es hembra es un marimacho... ¿no?

      —Eso me parece a mí, no le vas a llamar el pantera, parece ser que es una pantera macho. Aun así me tiene mosqueado. Y eso de rosa, el rosa es un color afeminado, todo el mundo lo sabe... parece mas bien de sexo indefinido, o quizá la pantera rosa sea gay...

      —Pues no lo había pensado... ¿A qué viene ese interés por la pantera rosa?

      —Es que mi tele tiene la voz rota. Es de lo poco que puedo pillar. Eso y los documentales.

      —Ah.

      —Y el enano que putea es como el símbolo del empecinamiento y la idiotez masculina. ¿No te parece?.

      —Joder, no sé.

      —Yo conozco a un par de homosexuales con un sentido del humor cojonudo. Lo han tenido que desarrollar, si no se mueren de asco. Son panteras rosas.

      —Así que la pantera rosa es maricón.

      —Eso creo. O si no, se trata de una reivindicación de la parte femenina que todos llevamos dentro.

      —¿Me estas llamando maricón?

      —Ves... te pones a la defensiva, tu parte de enano esta saliendo.

      —Venga ya, hombre... que tu tengas dudas no significa que yo las tenga.

      —Sigo diciendo que te estas poniendo de parte del enano.

      —Bien, ¿Y qué?. La pantera rosa es una hija de puta. Siempre le está buscando las cosquillas al pobre enano.

      —Pero así el enano tiene algo que hacer. Intenta cazar a la pantera con una violencia desproporcionada. Él ansía matar a la pantera porque en el fondo la ama...

      —Yo no soy maricón.

      —Mira... yo tampoco lo conseguiría con un hombre, lo podría intentar y puede que el primer beso no se notase, pero después de eso tendría que desembarazarme y quedaría fatal, claro. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de cualidades...

      —Eres un MARICÓN. —Nos reímos, puse otro par de cervezas y cuando íbamos por la mitad, empezó a llegar gente. Hugo volvió a la puerta y yo le di la vuelta a un disco de Guana Batz.

      La náusea me despertó.

      La luz amarillenta del vagón de metro iluminaba ásperamente rostros recién despertados y, por su aspecto, mal desayunados, camino de sus trabajos, con gestos desasosegantes. Mirándose unos a otros desde la lejanía de sus mentes. Otros, leyendo desde sus trincheras de papel, parapetados. La mayor parte mirándome. O eso parecía. Me pregunté qué pensarían de un tipo con clara apariencia de no haber dormido, con evidentes síntomas de estar intoxicado con Dios sabe qué. Pensarían en sus hijos y en la suerte de que yo no lo fuera. No les culpaba, yo también me alegraba de no ser sus hijos.

      De vuelta a casa, cuando los demás salen, después de una fuerte juerga, solo queda un orgullo a contracorriente y cierta culpa por el hecho de ser auscultado.

      Volvió la náusea y esta vez perdí las riendas. Una vomitona tipo sifón bajaba a presión, salpicando en un radio de acción de un metro al menos. De reojo veía cómo los más cercanos saltaban perseguidos por mi inmundicia. Lo tomé con calma y cerré los ojos, sonaron unos cuantos joder y tiene cojones la cosa. Ya no había sitio para los dos, era mi pota o yo, así que salí lo mas dignamente posible dos estaciones antes de la mía.

      En la estación me senté en una de las sillas de espera y no tardó el calambre que hizo salir el resto. Me levanté y anduve unos metros ya perseguido por mis potas.

      Decidí salir del tubo y dar un paseo hasta casa mientras combatía a la náusea. Lo que parecía una salida de los infiernos no fue mas que un espejismo. Afuera, los coches abarrotaban las calles en un intento de llegar a sus destinos como hormigas perezosas.

      Pitidos y humos invadían el ambiente donde mi cerebro palpitaba al son de los motores. Me dirigí hacia un bar a desayunar algo por no dar pie a posibles mareos. Ya dentro, me quedé mirando cómo un tipo sorbía un donut empapado en café, sórdido sonido, sexo sucio, un cancerígeno sapo masturbándose sin cuartel. Sentí una nueva arcada que interpreté para una audiencia numerosa y hambrienta, expectante por la continuación de mi acto. Tuvieron lo suyo ante mi sorpresa. Una pota fácil ya no tan abundante, pero sí compacta, salía lisonjera a través de mi violácea garganta.

      Inmediatamente después, pude contemplar otras náuseas compañeras de reparto, con papelitos mas modestos, pero de segura ejecución, que corrían hacia los baños.

      Salí rápido, tras mi actuación, con insultos por aplausos.

      De nuevo fuera, dejé de ver gente. Sólo veía el resultado de grotescos polvos, apestosos y torpes, andando entre espasmos, caras eructadas, sin sentido. Llegado a ese punto, tuve que controlar para que mis definiciones no me alcanzasen por extensión.

      Me encontré un poco mejor, pero ya entraba en la vieja técnica del dolor de cabeza; esto me mantuvo ocupado hasta llegar a casa.

      Ya en casa y antes de poder dormir, intenté hacer una disertación sobre la resaca, pero ésta me absorbió en dirección a un sueño oscuro y agitado.

      Mirando cómo un mosquito giraba alrededor del flexo que ilumina el plato, lo estuve pensando.

      Giraba y giraba, y a cada nuevo giro se acercaba mas a la bombilla, pletórica ella. Como una estrella de juguete. Y él, borracho y lanzado. Girando y girando, cada vez más cerca. Y ya besaba su ardiente cristal. Y ella radiante, y él exhausto.

      Los dos en su sitio. Y yo no. Yo pensando en otra, cuando con la punta de la lengua hacía órbitas alrededor de mi centro: su pezón. Y pegaba mi oreja a su pecho por sentir sus latidos, los míos. Y el susurro de su boca bailando está con la brisa...

      Entonces fue cuando cayó el mosquito sobre el disco de Malevaje sonando, y girando y girando lo vi muriendo. Y sonando el tango me fui bebiendo lo mío.

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