A veces la vida. Esmeralda Berbel

A veces la vida - Esmeralda Berbel


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       8 de abril de 2003

      ¿Dónde me quedé? Ah, sí. Sí, sí, déjame un minuto. ¿Dónde? Ya. Seguía con gente que era pura dinamita, gente con poder, gente que jugaba con todo, que se metía de todo y que también escribían buenas canciones, como… no pongas el nombre. Pon «X». Sí, porque, bueno, X vino un día a mi casa, yo entonces vivía en la calle Darai, con una chica, y él vino a decirme que él ya había hecho todo en la vida, había hecho buena música, había amado a su chica, chupado pollas, robado y que estaba cansado, que había perdido el rumbo; yo no entendí el trasfondo, sí, me quedé embobado y no entendí que se estaba despidiendo, sí, se suicidó al día siguiente. Me quedé hecho polvo, yo entonces estaba viviendo una fuerte confrontación con mi padre. A todo esto, yo había editado ya dos discos nuevos con un grupo y tenía cierta fama en el ambiente. Yo ya era más o menos como el hombre de mis sueños, pero pobre, pobre en el sentido de que aún no era una estrella. Actuábamos mucho en vivo, para mi ego eso era como sumergirme en el poder, estaba borracho de esa potencia, de estar en un grupo que sobresalía, que era especial, estaba embriagado por las actuaciones en directo. Tomábamos anfetas a tope. Creo que había algo de autodestrucción; no lo creo, lo había; y de rabia, pero toda esa intensidad me daba mucha fuerza, una gran fuerza que nunca supe hacia dónde dirigir. Las anfetas no crean dependencia, no te hacen sentir yonqui, pero en aquella época que quería más y más y más, la anfeta te lo proporcionaba. Yo siempre tenía dudas, dudas de todo, y eso me producía mucha melancolía. Tenía depresiones cada lunes, la bajada era tremenda. Ya no iba al cole. Lo dejé a los quince años. Ya era músico. Cuando me quedaba sin dinero pintaba pisos. Aún iba a casa de mi padre. Cuando estaba derrotado me dejaba caer ahí. ¿Ya la has cagado otra vez? Sí.

      ¿Sabes de qué me doy cuenta ahora?, de que me hubiera gustado mucho estudiar, pero no sé qué. Ahora me interesan muchas cosas, pero ahora estoy roto, fermentado. Aunque estoy abierto, aún hay una parte de mí que quiere cosas nuevas. Me gustaría, cómo escoger unas palabras para decirte, digamos que necesito cambiar, estoy dejando cosas atrás sin tener nada delante. Lo del pasado no funciona ya. ¿Crees que estoy a tiempo?

      Ahora no me drogo nada. Pero bebo, no mucho, o sea, a veces bebo para apagar un poco el fuego, porque el fuego es el mismo que cuando tenía ocho años, de una forma u otra siempre he tenido este mismo fuego. Hay cosas que no cambian. Tengo ganas de apagar este fuego. O de tener una dirección. Siempre voy a tientas. Como dice Krishnamurti: «En fragmentos».

      Pero, dime, ¿crees que aún estoy a tiempo?

       Sí, claro que sí.

      Gracias.

      Sigo con mi padre. En vez de mi historia parece la historia de mi padre. Claro, es nuestra historia. Nuestra guerra. Entre mi padre y yo siempre ha habido guerras. Siempre tenía ganas de acercarme a él, pero me era imposible, él hacía lo que podía, no se lo puse nunca fácil, yo estaba siempre tenso. Me autoculpaba, pero no sabía cómo remediarlo, siempre conflictivo. Un día, lo recuerdo muy bien, hubo un acercamiento, casi imperceptible, yo tenía treinta y un años, empecé a acercarme, déjame pensar, él trabajaba en la General Óptica, de portero, había dejado su joyería por una crisis que hubo, él trabajaba por libre, y de pronto se encontró, ya mayor, con cincuenta y seis años y que el negocio le empieza a ir fatal, sin un duro; recuerdo que el pobre hombre empezó a tener deudas, y así pasó de joyero a portero; él era un manitas, un manos de oro. Durante esa época yo lo iba a ver a la portería, comíamos juntos, intentábamos no provocarnos. Cuando maduré más, ya dejé de odiarlo, de verlo como un enemigo, me daba cuenta de que los dos habíamos vivido un calvario en el mismo infierno. Siempre he tenido una visión triste de esta vida. Él supongo que también, aunque no lo sé. Desde que mi madre se puso enferma, todo fue un calvario. No recuerdo haber hablado de eso con él. Sí, ahora recuerdo, una vez, yo había tomado anfetas y estaba muy lúcido, muy mental, y jugaba, recuerdo que jugaba hasta con la depresión, la transformaba en algo muy poético, y ese día empecé a imaginar cosas muy bellas, me dio un ataque de amor y lo fui a ver, pero no me acuerdo de qué pasó, me parece que todo fue algo interno. Sí.

      Solo te he hablado de un suicidio, pero hay otros.

      Mi padre, del tercero, ni se enteró. El último intento lo hice a los veintiocho años, creo. No te lo puedo decir exacto porque en ese intento nunca sabré lo que ocurrió ni lo que pasó más tarde, pero cambiaron muchas cosas. Ahora tengo un lapsus. Sí. Una laguna. Clic.

      Mi padre se creía que yo vivía de la sopa boba y un día me vino a visitar al trabajo. Me vio trabajando, estaba pintando una escalera y él, mira, fue a verme y se dio cuenta de que yo trabajaba mucho, y vi cómo me miraba. Creo que éramos como dos buscadores, sí, dos buscadores que se agarran el uno al otro y se van ahogando. Desde entonces ya discutíamos menos. Mi sensación con mi padre siempre era de derrotado, ya te lo he dicho, no de perdedor, ¿eh?, cuidado, no. Ahora viene una fecha clave, voy a llorar, mira, fue un día antes de que se jubilara, antes, bueno, dos semanas antes de que se jubilara, él iba a cazar, le gustaba mucho, ahí vivía con él, pues yo ese día me fui de marcha y cuando volví me lo encontré retorcido de dolor con la ropa de cazador, y eran las doce del mediodía, él debía de llevar así unas seis horas, se iba solo a la montaña y volvió solo, con el puto dolor; nada más verme empezó a insultarme: «¿Dónde coño estabas, cabrón?». Parece que se cayó y se clavó algo. No sé por qué no llamó a nadie, no sé. Pues ese día, el día antes de jubilarse, yo estaba muy contento porque se jubilaba mi padre, había ahorrado dinero y pedí un adelanto a la empresa para celebrar con mi padre su jubilación, compré pizzas, coca-colas, helados, y llego a casa y me lo encuentro otra vez retorcido en el suelo con unos dolores, quizá fue a partir de la caída en la montaña, no sé; lancé las pizzas, lo cogí, busqué un taxi y al hospital, y allí, imagínate, un día antes de su jubilación. Se recuperó, pero a partir de entonces algo ya no funcionaba, él se acojonó, una hernia, nunca acabó de encontrarse bien. Voy de un lado a otro, ¿no? Así es la memoria. Al cabo de un año me pidió que lo llevara al hospital. Le encontraron un tumor en el hígado. No parecía importante, por lo que dijeron. Aquí pon el capítulo: «El mundo de los médicos». Se operó, todo fue bien, pero tenía que hacer siempre régimen y medicarse, él tenía miedo. Me pedía que volviera con él y yo no podía porque, ¡puf!, como siempre, el mundo de ahí fuera y el mundo de casa de mi padre, no sé, ir ahí de nuevo era como tirar la toalla.

      Él estaba totalmente solo. Siempre hemos sido solitarios, sin quererlo, sin quererlo nos hemos hecho así. Sin quererlo. Es inconsciencia. Por inercia. Yo, a partir de entonces, iba más a menudo a verlo. Se volvió a encontrar mal enseguida, muy mal. Lo ingresaron de nuevo. Los médicos no me decían nada, hasta que me lo dijeron: «Tu padre tiene una cirrosis bastante avanzada». Yo me quedé parado. No me lo podía creer. Un amigo suyo me dijo: «Tu padre, de joven, bebía mucho, y todo se paga». Pero mi padre no bebía desde el año 67, ni fumaba, no podía beber ni una copa porque el alcohol le producía manchas en la piel; aquí ahora me confundo, ah, sí, sí, me dijeron que le tenían que hacer un trasplante, yo le dije: «Papá, saldremos de esta». ¡Cómo me miró! Lo operaron, salió, y una nueva vida. Una nueva vida que duró cinco meses. Hubo un rechazo y lo llevaron a Sant Gervasi, a la Rotonda, que es donde van los enfermos terminales, y allí estuvo ocho meses. Y yo, cada día, allí, durante ocho meses, ¡joder!

      Mi padre se convirtió en una cosa pequeñita y delgada, pero con el mismo furor que siempre. A veces aún me insultaba, pero ahí ya era otra cosa, me daba cuenta de que él hacía lo que podía. Nos acercamos mucho, se rompió la frontera entre padre e hijo. Un día vinieron los médicos a decirme que el deterioro iba a ir a más, y que, si prefería adelantar la muerte o mantener la vida, una vida cada vez peor. Yo, solo, tuve que decidir eso. Y yo creí que, si le adelantaban la muerte, iba a durar aún unos días, no sé, unas semanas, pero no, fue de un día para el otro, ¿o fue el mismo día? A todo eso, él, en la habitación, debió de intuir algo, porque yo salí a llamar a varias personas amigas, yo estaba temblando, apareció un amigo, me caí de rodillas, me abracé a él y me puse a llorar, ¡joder!; mi amigo me cogió, me levantó y me llevó a un bar, y cuando volví, él estaba consciente: «Hijo de puta, cabrón, ¿dónde estabas?, te quiero


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