Rescate al corazón. María Jordao

Rescate al corazón - María Jordao


Скачать книгу
con sus escasas amigas a tomar el té. ¿Escasas amigas? Sí, no contaba más que con tres, aunque Lydia y Samantha eran reacias a su trato por aquello que la gente decía. Preferían salir solo con Diana, pero, si querían estar con Diana, tenían que estar con ella. Se jactaba de poder chantajearlas de ese modo y Diana nunca dijo nada al respecto. Bueno, Diana nunca decía nada de nada. Sabía que lo que hacía Danny estaba mal, pero nunca la juzgaba. Muchas veces la regañaba por las diabluras que hacía pues también ella tenía que pagar los platos rotos y eso no le gustaba. Diana siempre había estado con ella, casi desde que nacieron. Habían ido juntas al colegio y luego a la escuela para señoritas de la señora Fairfax. Allí, Danny tenía que contenerse excesivamente para no hacer de las suyas y, aun así, muchas fueron las veces en que sus padres tuvieron que hablar con la señora Fairfax sobre su conducta intolerable. No les hacía caso y aunque la terrible Fairfax estaba detrás de ella, siempre conseguía burlar su atención y hacerla caer en alguna de sus trampas.

      Danny continuaba mirándose al espejo, sumida en sus pensamientos, cuando llamaron a la puerta de su dormitorio. Era Molly, su ama de llaves. —Señorita, el señor Whitman está aquí. —anunció la anciana.

      El señor Whitman era el hombre que su padre había contratado para que las escoltara hasta Tucson. ¿Qué quería? Suspiró y bajó al salón.

      Entró en la sala y se encontró con un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura, moreno y con el bigote bien recortado. Sus ojos, de un azul intenso, la miraban con cierto respeto detrás de las gafas. Su padre le había contado que al señor Whitman le gustaba mucho leer, como a ella, y que se decantaba más por la literatura histórica. Concretamente, por el arte egipcio. Leía todo lo que tuviera que ver con aquella civilización ya desparecida tantos años atrás. Eso la desconcertó bastante; no conocía a nadie que se interesara por otra cultura que no fuera la propia. En realidad, no conocía a nadie que le gustara tanto leer como a ella.

      —Buenos días, señor Whitman —dijo Danny educadamente y señaló al sillón que estaba frente al hogar. —Tome asiento, ¿gusta tomar algo? —Buenos días, señorita Lang-Langton. Gracias por su amabilidad y no, no quie- quiero nada de tomar. Gracias.

      «Perfecto, el hombre es tartamudo», pensó mientras se sentó frente a él.

      —Bien, ¿qué le trae por aquí? Tengo entendido que mi padre habló con usted para arreglar todo lo del viaje. Whitman se acomodó las gafas, redondas y pequeñas, sobre la nariz y la miró.

      —Sí, su pa-padre habló conmigo hace dos dí-días. Pero me di-me dijo que viniera aquí para habla con ust-usted y concretar el día exacto.

      ¿Así que era solo eso? Tantas molestias cuando podría haber hecho llegar una carta para preguntarle. Ese hombre era de lo más extraño.

      —Bueno, prometí a mi padre que iría en una semana. —Danny hizo una pausa para dar forma a la idea que se le acababa de ocurrir—. Pero si tengo que estar allí en una semana, tendría que irme hoy. Entonces no sería una semana para mí sola, ¿verdad, señor Whitman? El hombre tembló ante aquellas palabras. Él también había oído los rumores sobre Danielle Langton y sabía que estaba tramando algo.

      —Pe… Pero su padre dijo que tenía que estar allí den-dentro de una semana.

      —No. —lo interrumpió Danny. —He acordado con él que estaría aquí una semana y que después iría a Tucson.

      El señor Whitman se ajustó de nuevo las gafas. Estaba claro de que aquella señorita intentaba confundirlo.

      —Cumplo órdenes, seño-señorita. Tengo que escoltarla hasta el ran-rancho de su padre y su día de llegada es el miércoles, exactamente den-dentro de una semana.

      Ese hombre era más listo de lo que pensaba así que tenía que pensar en otro plan. Convencerlo de otra manera posible. Carraspeó.

      —Bien, dentro de una semana exacta saldremos dirección Tucson.

      —Pero su pa-padre podría preocuparse si no llega el día exacto. Además, se pon-pondrá furioso con-conmigo, señorita.

      —Si yo tengo razón, no le pasará nada, pero si usted la tiene, asumiré todos los riesgos. ¿Quiere hacer un trato conmigo, señor Whitman? Danny extendió la mano hacia él para que se la estrechara y cerrara el trato, pero él dudaba sobre qué hacer. Si le hacía caso al señor Langton estaría más tranquilo, aunque Danielle tuviera razón y hubiera acordado con su padre partir el miércoles. Si Danielle no tenía razón y llegaban con retraso, no quería ni saber lo que ocurriría. El señor Whitman trabajaba con Richard desde hacía muchos años. Era abogado, igual que Langton y ambos eran buenos amigos. Le hacía favores y se los devolvía, pero este, este era el mayor favor que le podía hacer. Escoltar a su preciosa e indómita hija hasta el viejo y salvaje oeste. Se lo pagaría con creces. Sí, señor.

      Una vez que el señor Whitman se fue, Danny Sonrió satisfecha al ver que, una vez más, había logrado lo que quería.

      Subió a su habitación, recogió su bolso y bajó al vestíbulo. Molly la esperaba para preguntarle si vendría a comer. Danielle contestó que sí y se fue hacia el coche que estaba esperándola fuera con Damián, el cochero. Se dirigió hacia casa de su amiga Diana para contarle todo sobre el viaje. Estaba ansiosa por ver la cara que pondría al decirle que pasarían todo el verano juntas. Sabía que el padre de Diana, el señor Patrick Hobbs, era muy estricto y que costaría convencerlo, pero lo conseguiría. Llegó a casa de su amiga y Damián abrió la portezuela del coche. Salió del interior y subió los peldaños que daban a la puerta y picó. Henry, el mayordomo estirado y serio de la casa Hobbs, abrió la puerta y notó cómo se le erizaba el cuello al ver aquella señorita frente a él. Estaba claro que no le caía en gracia… o que le tenía miedo. De todas maneras, hizo una breve reverencia.

      —Señorita Langton.

      —Hola, Henry. ¿Está Diana en casa? —preguntó Danny con tono jovial. Entró sin ser invitada y tendió su sombrero y su bolso al mayordomo mientras miraba las escaleras que daban al piso de arriba, donde estaba el cuarto de su amiga.

      —Sí, señorita. Se encuentra en su habitación —dijo Henry mientras le recogía las cosas.

      —Gracias, subiré yo misma, no hace falta que me anuncie. Lo miró con una gran sonrisa y subió la escalinata casi corriendo.

      «Como si siempre se anunciara», dijo Henry para sí mismo y se retiró a la cocina. Danielle entró en el cuarto de Diana. Ésta estaba en el tocador mirando cómo Sally, su doncella, le recogía el pelo.

      —Diana, tengo buenas noticias —dijo y se sentó sobre la cama.

      —¿Qué noticias son esas? Diana actuó de forma natural, estaba acostumbrada a que su amiga entrara en su habitación sin llamar y armara tanto jolgorio. Danny le contó todo relacionado sobre el viaje y que ella también iría.

      —Ya sabes cómo es mi padre, no creo que pueda ir —dijo Diana y miró a Sally de soslayo. Sabía que podía contar con ella y que todo lo que se dijera en esa habitación quedaba entre ellas tres.

      —Por tu padre no te preocupes. Le dije al mío que irías y lo arregló todo para que nos escoltaran, con la condición de que llevemos a nuestras doncellas con nosotras, más el escolta que contrató mi padre, por supuesto.

      Sally paró en seco y miró a Danny.

      —¿Yo también iré? —preguntó, asombrada. Danny Sonrió ampliamente.

      —He pensado que igual te viene bien un verano de descanso.

      —¿¡Qué!?— exclamó Diana girándose hacia Danny. —¿Piensas que voy a pasar un verano entero sin mi doncella? —Yo la tengo, pero no la utilizo. Mi pelo no se puede peinar y vestirme puedo yo sola. ¿Para qué la quiero? —¿Para qué la tienes? — interrogó Diana.

      —Para que mis padres estén más tranquilos— Danny Sonrió otra vez.

      —No pienso dejar a Sally aquí, Danny.

      —Entonces


Скачать книгу