Rescate al corazón. María Jordao
vigilarla. Estaba harta de que nadie confiara en ella, sola podía arreglárselas.
Ya había engañado al señor Whitman. Una vez en camino, nadie podría decirle ni hacerle nada. Si conseguía el permiso del señor Hobbs y que Sally no las acompañase, todo saldría tal y como ella quería. No era que Sally le molestara, pero quería demostrar a su padre de que sola podía viajar sin problemas. Sin necesidad de tener alguien al lado para protegerla todo el tiempo. No necesitaba niñeras.
Diana miró a Danny a través del espejo y frunció el ceño. Sally siguió con lo que estaba haciendo. Danny las observaba.
Su amiga tenía el pelo negro como el azabache y unos ojos azules como dos estanques de agua en pleno invierno. Pechos llenos, cintura estrecha y piernas bien formadas. Era una mujer bellísima. Tan recatada tan sumisa, tan bondadosa. A Danny le recordó a su madre. Diana poseía la belleza que muchas envidiaban y, aunque su amiga se esforzaba por ocultarse tras esa imagen y pasar desapercibida, sabía que guardaba mucho poder en su interior. Era una mujer magnífica y la que más de un hombre estaría dispuesto a desposar. De hecho, ya había recibido dos proposiciones de matrimonio, pero su padre las rechazó diciendo que su hija valía mucho más. Era cierto. Diana era la clase de persona que acataba todas las normas que había en este mundo y que por nada trataría de saltárselas. Desafiar a su padre entraba en ellas. Patrick Hobbs era un hombre rudo, malhumorado que tenía a su hija en un pedestal ante los demás, pero a la vez la hacía sentirse muy pequeña, casi diminuta. Diana le tenía miedo y no se atrevía a desobedecerle.
Danny vio su propio reflejo en el espejo y se comparó con ella. Ella era de cabello castaño claro, casi rubio, con bucles rebeldes que no se sujetaban con ninguna horquilla. Por eso casi siempre lo llevaba suelto, otro defecto más que añadir a su lista. Una mujer siempre debería llevar el pelo recogido, no como una salvaje. Sus ojos, de forma almendrada, eran de color ámbar, como de oro fundido. Tenía los pechos pequeños y la cintura más estrecha que su amiga. Los brazos y las piernas delgados. Era como si su cuerpo no se hubiera formado del todo. Como si su infancia aún estuviera presente en su anatomía. Sacudió la cabeza y se esforzó por pensar en otra cosa.
Danny se levantó y fue hacia el tocador. Sally ya había terminado. Diana se levantó y se puso un vestido color azul pálido como sus ojos. Sally la ayudó a abotonarse la parte de atrás y luego la ayudó a calzarse. Estaba claro que Diana no podía prescindir de Sally, pero Danny no podía prescindir de Diana. ¿Accedería a llevar a Sally solo para que Diana se sintiera más segura? Eso iría en contra de su plan. En cualquier caso, se podría contratar a una en Tucson o podría hacer de Diana una mujer independiente como ella. Sonrió para sí misma. Salió del cuarto, detrás de Diana. Se dirigieron hacia el salón de té. Samantha y Lydia estaban esperándolas en una mesa. Habían pedido té y pastas para todas. Se sentaron con ellas, aunque Danny lo hizo a regañadientes.
—Buenos días, chicas —dijo Lydia con una sonrisa.
—Buenos días — contestaron Danny y Diana al unísono.
Lydia, una personita pequeña, rechoncha, pero con una cara que quitaba el aliento a cualquier hombre. Con sus ojos verdes claros y su pelo rojizo, miraba a Danny con atención. Samantha, en cambio, era alta, larguirucha y sin gracia. Su pelo era negro y sus ojos de un tono gris ceniza. No tenía ningún encanto a los ojos de Danny, ni de cualquier persona con sentido común.
—Tengo buenas noticias —dijo Lydia. —He oído que lady Lampwick va a dar un baile de disfraces para presentar a su hijo al resto de la ciudad.
—¿A su hijo? —preguntó Diana, desconcertada. Samantha miró a Diana. —Al parecer, su hijo vivió en un colegio internado durante toda su vida y luego se metió al ejército. Ahora que las cosas se han calmado un poco, ha vuelto a casa y su madre quiere presumirlo delante de toda la sociedad neoyorkina.
Danny rio interiormente. Tanto la muchacha pelirroja como la sosa de su amiga la miraban de reojo cuando hablaban con Diana. Era como si Danny no existiera, como si no estuviera allí. No hacían, ninguna de las dos, esfuerzo alguno por disimular su antipatía hacia ella. Pese a todo, se divertiría aquella mañana.
—¿Y por qué de disfraces? —preguntó Diana antes de tomar un sorbo de té. Lydia le contestó: —Quiere crear intriga durante la velada para que, al final, el hombre se quite la máscara. Así, lady L. se asegurará de que todo el mundo se quede hasta el final de la fiesta.
«Chica lista» se dijo Danny. No había dicho una palabra en aquellos diez minutos que llevaban allí. Sonrió y preguntó: —¿Saben cuándo será el baile? Lydia y Samantha la miraron levantando la barbilla. Diana siguió tomando su té tranquilamente, rezando porque Danny no hiciera nada inadecuado.
—Se dice que será el sábado —respondió Samantha. —Pero, ¿tú no te vas a tu rancho del oeste? El tono de Samantha no le gustó nada a Danny. Se había referido a su rancho como algo deshonesto. ¿Acaso tener una propiedad en el campo era algo que te rebajaba de nivel social? Danny no estaba dispuesta a consentir eso.
—No, mi padre me dejó quedarme unos días más. Partiré el martes.
Ambas mujeres levantaron más la barbilla y la miraron con más desdén que de costumbre.
—Vaya, veo que sigues haciendo lo que te viene en gana, ¿verdad? Sin duda un día de éstos causarás un disgusto a tu padre y la culpa será de él, por supuesto, por dejarte la cuerda tan floja.
—Dinos, Danny, ¿cómo es la vida en el oeste? Allí tendrás más espacio para correr y todas esas «cosas» que haces. —preguntó Samantha con desprecio.
Danny carraspeó. No quería montar un espectáculo, pero si seguían humillándola de ese modo, se vería obligada a hacerlo. Con perdón de los presentes y sobre todo de Diana.
—El rancho de mis padres es muy amplio y abarca muchas tierras donde puedo salir a pasear y descubrir lugares nuevos. También el pueblo es bastante entretenido. Tucson no es como Nueva York, pero es muy agradable.
—Está claro que tu vida en el campo es más divertida que aquí, entonces no veo razón para que vayas al baile de lady L. Seguramente te parecerá aburridísimo sin el aire fresco, sin caballos… —Sé que yo no os caigo bien y viceversa, pero intento guardar las formas por Diana. Si tener un rancho me desciende de rango, bien, bajo un escalón en vuestra estúpida pirámide de clases sociales, pero no pienso consentir que os dirijáis a mí de ese modo, como si yo no fuera digna de ir a un baile o de que no pudiera pertenecer a la clase alta. Soy una mujer honesta, directa y con ideas propias. Hago lo que me dejan hacer y soy feliz así —se había levantado de su silla y había alzado la voz. Todo el salón estaba mirándola—. Si lo que sentís es envidia de mi forma de vida, pues me alegro. Me alegro de que no tengáis la libertad de la que yo gozo y que toda vuestra vida vais a servir a alguien porque no tenéis el valor de decir no.
Cogió su bolso y salió del salón dejando a Lydia y a Samantha más rojas que las cerezas. Diana se disculpó y salió tras ella. Montaron en el coche de Danny y se sentaron una frente a otra. Danny estaba roja de la ira. Diana también lo estaba por lo que había presenciado. Sabía que algún día explotaría de aquella manera. La verdad que no le parecía muy normal la forma en que la trataban. No era menos que nadie por tener una propiedad en el Oeste. ¿Acaso era la única? No a todos los del Este les gustara ir al salvaje Oeste, pero veía como una cosa normal que Richard Langton tuviera una casa allí. Lo que pasaba era que a Samantha y a Lydia les daba envidia, como bien dijo su amiga, la vida que llevaba Danny. La libertad que, en su justa medida, le daba su padre. Sonrió para sí misma y felicitó a Danny por lo que había dicho, se lo merecían.
No dijeron nada en todo el trayecto. Dejaron a Diana en su casa y Danny se dirigió hacia la suya. Entró en el vestíbulo y tiró el bolso al suelo en vez de dárselo a Molly. Subió las escaleras corriendo y se encerró en su cuarto. No quería salir en todo el día.
¿Por qué tuvieron que estropearle el día? Danny casi nunca se enfadaba y nadie podía oscurecer su felicidad con palabras envenenadas como las de Sam y Lydia. Esas mujeres eran unas brujas. ¿Cómo se atrevían a decirle esa clase de cosas?