Winnicott y Kohut - La intersubjetividad y los trastornos complejos. Carlos Nemirovsky
posición opuesta: un psicoanalista virgen de hospital, de locos, de comunidad. Mi práctica, quizá entonces, no puede ser otra que transitar el camino enriquecido y a la vez limitado por las identificaciones con mis maestros de ayer y de hoy.
Otro cuestión es mi imposibilidad de pensar en una práctica que no sea aquella basada en paradigmas indiciarios (Guinsburg, 1989) y que comentaré más adelante.
Nuestras ideas, nuestra forma profesional de operar, serán resultado de las historias personales de cada uno, de su desarrollo, del medio histórico-social, de sus docentes y de su clínica. Estamos “condenados” a una historia cambiante. Nuestra “tercera serie complementaria”, será nuestra práctica y no nuestras teorías. En esta práctica siempre estaremos al borde de la crisis. Nuestra tarea nos torcerá el brazo a menudo, si somos sinceros con nosotros mismos.
El contexto general en el que estemos inmersos coronará la contemplación de nuestro universo profesional, y las teorías personales que elaboremos deberán ser nuestros esclavos y no nuestros amos, parodiando a Guntrip (1971).
Si bien mi intención es hacer de este libro un texto orientador, y no un tratado, seguramente me conformaré con expresar mis opiniones, quizá demasiado personales, aunque con la esperanza de que serán representativas de muchos colegas que me acompañan, compartiendo conmigo esta perspectiva. Mi ambición es transmitir con cierto orden las ideas con las que trato de reflexionar en los cursos o seminarios. Es el reflejo de un recorrido que intento sea útil a los que comienzan, o a los que ya están en el camino.
Intento estas reflexiones después de más de treinta años de egresado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y del inicio de la formación en psiquiatría en un Hospital General de alta complejidad. En este ámbito los médicos residentes tratábamos de aprovechar los diversos recursos con los que contábamos: psicoterapia individual, grupal, familiar, reuniones multitudinarias con pacientes en “asamblea” como las llamábamos, así como terapia ocupacional, talleres, etc.
Eran estos años de nuestra gestación en la práctica de la psiquiatría y de la psicoterapia, en los que nos debatíamos en interminables discusiones, entre los que teníamos como objetivo la salud mental y aquellos que comenzaban a apuntar a la “pura cura psicoanalítica” (un colega, de la incipiente corriente lacaniana de entonces, nos acusaba de ¡saludmentalistas!)
Cuando ocurre el golpe militar de 1976 se establece una herida irreversible: comienza el desmantelamiento del Servicio y se lo desarticula de la salud comunitaria, que era nuestro objetivo prioritario. El grupo pierde la riqueza de su heterogeneidad y desaparece la relación con la comunidad.
Los intersubjetivistas plantean con razón que no podemos dejar de conocer el contexto en el que un autor formula sus hipótesis. Contexto y datos biográficos, nos permiten aguzar nuestra empatía con quien presenta sus ideas. Como lo dice Borges (1975): “Mi relato será fiel a la realidad o en todo caso a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo”.
Referiré algo de mi historia, de donde vengo: tengo múltiples orígenes y diversos mitos acerca de ellos, como todos nosotros. Historias que se me van modificando, a veces a mi pesar, cuando son miradas desde diferentes contextos y momentos vitales. Las experiencias que, me consta, no se suman por aposición, generan nuevas perspectivas, responsables de formas inéditas de ver, que me obligan a complejizar las construcciones que intento ir haciendo.
Historizar también es demistificar, desnaturalizar esa creencia de lo que pasó, como si se tratara de una tranquilizadora línea recta, de una meseta. Como nos enseñaba José Bleger en su paso como docente por mi residencia en el Policlínico, no hay “historia natural”.
La resultante de hoy, quien yo soy y al que reconozco en mí, es una amalgama de tres paisajes, entremezclados y absolutamente inseparables: Rosario, Lanús, Buenos Aires.
Mi parto fue en el Lanús, pero crecí en Buenos Aires, en APde-BA. La concepción tuvo lugar en Rosario o quizá para ser más preciso a pocos kilómetros de allí, en Pérez, pueblito en donde mi padre había construido una pequeña casa de fin de semana en un predio compartido con siete hermanos. Pasábamos allí de tres a cuatro meses por año y entre hermanos, tíos y primos, sumábamos unos cuarenta. En ese entorno, que enmarcaba amores, pasiones y rivalidades aunque también carencias. Aprendí a sobrevivir y no pudo ser sino allí, en ese “caldo de cultivo”, donde, siendo niño, comenzó mi vocación psicoanalítica. Luego fueron cayendo en mis manos “La interpretación de los sueños”, “El chiste...” y los primeros historiales... que a los catorce años se mezclaban con lecturas de El arte de amar, Sandokan, Corazón, Escucha Yanky y el Antiguo Testamento.
El origen más significativo, profesionalmente hablando, es “el Lanús”, crisol de ideas y de modelos que conservo vivo hoy, recreándose en mi memoria como un ideal posible y como guía esperanzada y no como utopía. Los liderazgos, de muy diferente naturaleza, que ejercían Mauricio Goldenberg3 y luego, y en mi historia especialmente, Valentín Barenblit, fueron los gestores de un contexto facilitador que, como marco, me permitió, como a tantos colegas, el desarrollo de prácticas psicoterapéuticas únicas y originales, sintetizadoras e integradoras de los más diversos aspectos etiológicos de las patologías, a la manera de series complementarias. Atendiendo las complejas situaciones propias de las consultas que nos llegaban al Servicio del Policlínico Gregorio Araoz Alfaro (aunque ayer y hoy sigue siendo “el Policlínico Evita”) era imposible dejar de tener en cuenta los múltiples aspectos intervinientes en la patología mental. La consulta involucraba siempre todos los ingredientes que componen el mosaico enfermante, al que, simplificadamente enunciamos como “biológico, psicológico y social”. Plantearlo así, ateniéndonos a la complejidad causal, implicaba un intercambio entre los residentes, que resultaba un hervidero de interminables discusiones acerca de qué patología o qué aspecto de ella correspondía a cada área. ¿Cómo podríamos evitar “reducir” aquello que se nos presentaba a un solo factor? Si el problema era derivado de lo social como enfermante, ¿cuál era el rol que como psicoterapeutas podríamos o deberíamos cumplir? Si en alguna patología que tuviera una fuerte base social, intentábamos contener al paciente con psicoterapia y medicación, ¿no éramos cómplices de que el paciente evitara enfrentarse al problema que hubo originado su enfermedad? ¿Si pretendíamos coherencia, no deberíamos operar en todas las instancias productoras de la patología, ampliando nuestro radio de acción, dedicándonos más a la acción social y menos a las psicoterapias? ¿No sería una trampa enceguecedora ocuparnos, durante el desarrollo de una psicoterapia, de los aspectos sociales de la enfermedad, en un contexto individual? ¿O pretender al Hospital como un refugio ilusorio de aquello que sucedía del otro lado de sus paredes? En el fragor de estas discusiones nos forjamos varias generaciones de médicos residentes del Lanús y fuimos comprendiendo que las entidades clínicas, que caracterizaban la consulta del paciente, no resultaban pasibles de ser fácilmente tipificadas. Sólo forzando una clasificación podríamos pretender que no había inextricables mezclas etiológicas. Todas estas experiencias fueron, seguramente, las que más incidieron en mí.
Durante mi residencia médica, tomo contacto con J. Bleger, E. Pichon Rivière, D. Liberman, J. Zac, R. Paz y también durante este período gozo de la consulta cotidiana con colegas mayores, profesionales/modelos, comprometidos con su tarea y con sus dudas, como Lía Ricón, H. Fiorini, O. Fernández Moujan, H. Bleichmar, C. Sluzki, C. Bucahi, J. Kuten, S. Siculer.
Luego de mi graduación como médico residente, comienzo a ver la patología más descarnada, cuando con J. C. Ferralli y C. Verruno, iniciamos una nueva etapa del Centro de Alcoholismo del Policlínico.
Unos años después, a partir de la desaparición de la entrañable colega Marta Brea y de la intervención a nuestro Servicio, en 1976/77 se produce la dispersión de los miembros de aquel Lanús, generada por el proceso militar genocida.
Con mi modelo y maestro, Valentín Barenblit, ya en Barcelona, comenzaba para mi la búsqueda de una institución que me orientara en mi vocación. Quizá por mis características personales,