Winnicott y Kohut - La intersubjetividad y los trastornos complejos. Carlos Nemirovsky

Winnicott y Kohut - La intersubjetividad y los trastornos complejos - Carlos Nemirovsky


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sobre el tema alcoholismo que brindó Horacio Etchegoyen para un auditorio médico, fue el punto de partida del proceso de mi incorporación a la Asociación. Al finalizar la charla, permanecí interrogándolo acerca de mis pacientes alcohólicos, intentando aprovechar la basta experiencia de Horacio en el tema y también su manera, muy accesible y convincente, de conjugar la nomenclatura psiquiátrica con los conceptos psicoanalíticos. Con gran paciencia y aceptando el acoso de mis preguntas, generosamente, sin percibir honorario alguno, me invitó a supervisar mis pacientes con él, haciéndose tiempo para la tarea. Ese modelo de docente, continente, generoso y que contemplaba justamente la patología argentina de la marginación por excelencia, me colmó de gratitud. A partir de esta experiencia con Etchegoyen, trasladé mi confianza al grupo “Ateneo” de APA, precursor de APdeBA y solicité mi análisis didáctico. Horacio me sugirió a Roberto Polito que condujo mi análisis, resultando una experiencia singular.

      Los seminarios y las supervisiones hicieron lo suyo. Pertenecí al segundo grupo de candidatos del Instituto de APdeBA. Allí, hacia el final del cuarto año de seminarios, comienza a ocurrirme aquello que en mi intimidad llamo “el viraje”: la formación que obtuve era fundamentalmente freudiana y kleiniana. Cursando un seminario en el Instituto de Psicoanálisis presenté una viñeta; quien era mi profesor, excelente clínico, me interrogó acerca del esquema referencial con el que operaba. Le respondí que no podría determinarlo; simplemente, pensaba que correspondía que yo interviniera de la forma en que lo hacía, pero que no tenía en cuenta, incluso desconocía, los autores en los que me apoyaba para hacerlo. Esta respuesta disgustó mucho a mi profesor que me aconsejó revisara mis lecturas y que debía adoptar un esquema referencial claro y “no operar como un híbrido”. Intenté seguir su consejo, pero encontré tan intrincado panorama, entre las lecturas del Instituto, las hechas como residente en Lanús, las figuras de identificación entre las que estaban –y están– Valentín Barenblit y Hugo Bleichmar y otros ideales míos de los primeros momentos (L. Ricón, H. Fiorini, C. Slutzki), que me fue imposible encontrarme reflejado en un “preciso esquema referencial”. Desde entonces comencé a aceptar, cuidándome ocultándoselo al profesor, que “mi modalidad” era esa mezcla (y que, lejos del eclecticismo, va gradualmente, con estudio y experiencia, modificándose con el tiempo) pero que tanto me ha permitido comprender y seguramente beneficiar a mis pacientes.

      En esa época, después de sumergirnos en Freud, estudiábamos en profundidad, intensivamente, el pensamiento kleiniano/poskleiniano. Otros autores... estaban representados por sólo unos pocos seminarios dictados en contadas materias.

      Tengo “abuelos” y “padres” psicoanalíticos a los que me parezco (Balint, a Winnicott, a Kohut, a Ferenczi, a Fairbairn, a Mahler entre los foráneos) y entre nosotros, reconozco identificaciones de Polito, Liberman, Bleger, Gioa, Painceira, Lancelle, Valeros, como modelos que asumen con valentía el anuncio de ideas novedosas. Aunque seguramente, como es habitual en los hijos de hoy en día, me parezco más a mis contemporáneos –a mis “hermanos”– que a mis padres (esos hermanos son mis colegas de formación, mis amigos, quienes me acompañaron en la aventura del escribir, investigar y enseñar, especialmente H. Lerner, M. Spivacow, E. Alba, A. Zonis, J. Aguilar, J. Bricht, G. Seiguer, J.C. Ferrali, R. Moguillansky, M.Nemirovsky, O. Paulucci, M. Fernández Depetris, R. Rojas Jerez, M. Milchberg).

      Y seguramente trato de parecerme a quienes hoy leo apasionadamente: S.Mitchell, Green, H. Bleichmar, Stolorow, McDougall, Killigmo, Renik, Bollas, Bacal.

      El viraje hacia los autores que hoy frecuento, lo posibilitó la atención de una paciente borderline adulta, invadida por diversos síntomas, a cual más agudo (ansiedad, hipocondrías diversas, conversiones, tics, rituales) y que cada tanto presentaba lipotimias, ataques de ira, otros ataques en los que golpeaba su cabeza contra la pared o se autoagredía, cortándose o mordiéndose. Su pareja era un hombre esquizoide que se decía aturdido y abrumado por ella y que como salida, así me lo confesaba, y para “salvar el pellejo”, consiguió un trabajo en el interior, de manera que debía viajar por temporadas, mientras la paciente se quedaba sola. Por momentos ella permanecía en calma y era entonces, cuando se dejaba llevar por diversos intereses, pudiendo profundizar y comprometerse. Pero cuando se descompensaba, lo hacía a toda orquesta, iniciando una reacción en cadena.

      En las primeras visitas a mi consulta, saltaba del diván al baño, luego se golpeaba la cabeza contra la pared o daba un portazo mostrando toda su ira conmigo, o me imitaba burlonamente. Tuve que acondicionar el consultorio para que no se lastimara, prohibirle abrir puertas que conducían a lugares privados y sacar algunos objetos con los que amenazaba arrojarme. Pero no podía comprender su proceso a partir de las perspectivas teóricas con las que estaba consustanciado en ese momento. Luego de dos años de tratamiento, al modo usual de la época (diván, cuando podía reclinarse en él, las cuatro sesiones semanales durante más de diez meses al año) comenzó a telefonearme a mi domicilio por la noche, a veces durante la madrugada y lo hacía –así decía– para escuchar mi voz: “quiero escucharlo, nada más”. Una vez que yo articulaba algunas palabras, las que podía, se tranquilizaba y de esta manera (así lo entendía yo) podía soportar el tiempo que transcurría hasta la siguiente sesión. Me sorprendía no sentir sus llamados como irrupciones violentas (como solía entenderlo mi supervisor). Siempre percibí su intento de comunicarse, como una necesidad de sostener su vínculo conmigo, que el tiempo iba diluyendo. Necesitaba retomar el contacto, aunque sea telefónico. Las interpretaciones (en términos de intromisión en mi vida privada, o de ataques a la pareja con que podría representarme dentro de ella, en mi ausencia, con las que intentaba seguir la línea que me planteaba el supervisor) no se arraigaban en mi, las percibía extrañas; por lo que me escuchaba formulándolas de manera muy poco convincente. Intentaba insistir en el señalamiento de su intrusión en mi vida privada, pero una y otra vez resultaba inconducente. Fue entonces cuando busqué contactar con Alfredo Painceira, comenzar una nueva supervisión y leer con avidez la bibliografía que me recomendara.

      En esta nueva etapa pude comprender que la demanda de la paciente (que efectuaba en un medio muy diferente al de su crianza y con un interlocutor que trataba de comprenderla, tal vez por primera vez en su historia) era un intento de establecer un vínculo esperanzado que, ¡esta vez! no fallase, a diferencia de las relaciones tempranas de las que había participado de niña y de joven. Así me sentí mucho más responsable de sus reacciones (fui comprendiéndolas como respuestas a nuestras separaciones) y dejé de interpretar su agresión en términos de identificaciones proyectivas. Sostuve el vínculo sin culpabilizarla. Entendí que cuando ella agredía o cuando se “desarmaba” estaba muy asustada; que se sentía sola y desamparada y comencé a percibir que mi tono de voz, mi actitud de espera tranquila y la construcción histórica, más que la interpretación transferencial, me permitían lograr valiosos momentos, en los que ella se mostraba reflexiva. Esto me condujo a ir hilvanando secuencias de su historia pasada y de su presente y entonces comenzaron a tener sentido, para ambos, los ataques de ira y los síntomas hipocondríacos que fuimos comprendiendo como reacciones a las amenazas de desamparo.

      A partir de esta experiencia, comencé a comprender a mis pacientes con nuevas herramientas y a reconocer los fenómenos clínicos tan paradojales, con los que contactamos hoy en nuestros consultorios.

      En esos años pude apreciar que no me bastaba mi propia disciplina para procesar fenómenos hoy tan comunes en nuestros pacientes y tuve la suerte de contactarme con Marta López Gil, quien me abrió los ojos respecto al amplio contexto vincular posmoderno en el que estamos inmersos. Poco después fue Marta Zatoni quien a partir de la historia del arte, me guió en la complicada lectura de Nietszche, de Heiddeger y de los actuales hermeneutas (Ricoeur, Gadamer, Vattimo, Rorty) que enriquecen nuestros pensamientos.

      Puedo ver a muchos de mis pacientes en la consulta atravesados por la incertidumbre y la superficialidad, mucho más cercanos a la inconsistencia de su ser, que a la férrea lucha entre sus deseos y sus defensas, distantes de la clásica estructuración sintomática y por ende, lejos de beneficiarse con el psicoanálisis, tal como fue fundado.

      Desde las “histerias” de Freud hasta los narcisistas de hoy y desde el “aparato psíquico” pulsional y cerrado que busca su descarga, hasta la construcción intersubjetiva que tratan de plantear Lyon Ruth, Renik, Mitchell y Stolorow


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