La niña halcón. Josep Elliott

La niña halcón - Josep Elliott


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ojos como platos—. Tranquila —la calmo—. No voy a lastimarte.

      La luna casi llena se refleja en una franja de plata entre nosotros. Su cuerpo es delgado, como el mío, y tiene el cabello de un color indefinido y pequeños ojos tímidos. La primera palabra que se me viene a la mente al verla es “frágil”. Es demasiado joven para ser una novia. Tiene las mejillas arrasadas de lágrimas. No estoy acostumbrado a eso.

      Llorar no es dùth. Es una señal de debilidad. Jamás he visto a nadie llorar antes. Fuera de bebés y niños pequeños, claro.

      —¿Cómo te llamas? —pregunto, y caigo en cuenta del absurdo: estoy casado con alguien de quien ni siquiera sé el nombre.

      —Lileas —y tengo que esforzarme para oírla.

      —Lamento mucho todo lo que ha pasado hoy —le digo—. Te puedo asegurar que me oponía tanto como tú.

      —Eso fue lo que pensé.

      —Oh, no quise decir eso… Es sólo que, hasta antes de hoy el matrimonio estaba prohibido en Skye. ¿Supongo que te contaron eso?

      Lileas se mira las manos, y más lágrimas ruedan por su barbilla.

      —Hey, no sé bien cómo van a resultar las cosas, pero mi clan es maravilloso una vez que lo conoces. Nos cuidamos unos a otros, y nadie jamás pasa hambre. Y tenemos el mejor enclave de toda la isla. Te prometo que te cuidaré. Podemos ser amigos. No llores, por favor.

      Meto la mano a mi bolsillo y saco la garza de madera.

      —Te hice esta talla —le digo.

      Deja de llorar lo suficiente para mirarla.

      —No le entregues eso, Jaime.

      La voz flota desde la oscuridad y me asusta hasta los huesos. Lileas suelta un chillido.

      —¿Qué? ¿Qué sucede? —digo.

      Algo arremete hacia nosotros desde la pila de cosas que hay en la parte delantera de la barca. Levanto un remo para defender a Lileas, y no es sino hasta que la persona se planta derecha que me doy cuenta de quién es.

      —¿Agatha? ¿Qué haces aquí?

      —Vine… vine a salvarte.

      —¿Salvarme? ¿Salvarme de qué?

      —De la n-niña. Tú n-no quieres casarte con ella.

      —¿Qué? Pero si ya… ¿cómo llegaste a bordo de esta barca?

      —Trepándome. Fue un buen plan.

      —No, Agatha. No fue un buen plan. No deberías estar aquí —como si las cosas no fueran ya suficientemente incómodas.

      —Ella no es tan bonita como yo —dice.

      Lileas la mira horrorizada. No debería reírme, pero se me sale la carcajada. ¡Todo esto es tan absurdo!

      —Te presento a Agatha —le digo a Lileas—. Forma parte de los Halcones del clan —y, al decirlo, recuerdo que, en el sentido estricto de la palabra, eso ya no es cierto, pero Agatha sonríe.

      —Soy una buena niña Halcón —dice—. Es una tarea imp-portante, y yo la hago m-muy bien.

      —Tendrás que volver a nado —digo—. Si alguien se entera de que estás en este bote, te verás en graves problemas.

      —No… no p-puedo —responde—. No me gusta estar en el agua.

      —Sabía que dirías algo así…

      —Pero soy muy buena para trepar.

      —¡Qué bien!

      —Apuesto a que soy m-mejor que t-tú para trepar —se dirige a Lileas, adelantándose un paso hacia ella, con lo cual ladea la barca.

      —¡Cuidado! —le grito, tratando de recuperar el equilibrio y a punto de tropezar con mis piernas. Cuando al fin el bote deja de mecerse amenazadoramente, digo—: Ha sido un día muy largo. Si no puedes nadar de regreso a la orilla, propongo que nos acostemos y tratemos de descansar un poco.

      —¿Y p-por qué debo dormir en una barca? —pregunta.

      —Porque el clan no nos espera de regreso sino hasta mañana por la mañana.

      —P-pero no quiero dormir en un bote —se queja.

      —¡Yo tampoco! Créeme, es el último sitio en el mundo donde quisiera pasar la noche, pero no tenemos más alternativa. Tal vez debiste pensar en eso antes de escabullirte a bordo.

      —Yo s-sólo quería ayudar —se excusa.

      Tomo aire.

      —Mira, te prometo que vas a estar bien durmiendo aquí con nosotros. Después veremos cómo hacerte pasar desapercibida mañana al regreso, ¿de acuerdo?

      —M-muy bien, Jaime.

      Se sienta en una de las bancas de madera, en el lado opuesto al que se encuentra Lileas, y empieza a peinarse con los dedos. Lileas se aleja de ella. Rebusco entre las cosas que hay en el bote y doy con un amasijo de cobijas, que transformo en tres camas. Cuando están listas, los tres nos acostamos. En cuanto me tiendo de espaldas, parte de la tensión desaparece; es más fácil olvidarme de que estamos en el mar si no lo veo a mi alrededor. Agatha se acuesta a un lado y Lileas al otro, y cierra los ojos, fingiendo dormir. No tengo idea de qué estará pensando de todo esto. Debí haber hablado más con ella, para tranquilizarla. Todavía podría hacerlo. En la mañana lo haré. Todo se verá de mejor color cuando amanezca.

      Agatha está contemplando las estrellas. Ya no brillan. Me tapo hasta las orejas con el borde de las cobijas y me cubro bien. Me pesan tanto los párpados que casi duelen. Por esta vez, el movimiento en vaivén del bote me resulta tranquilizador, y al poco rato me quedo profundamente dormido.

      ***

      Una cacofonía de campanas me despierta. Me enderezo y lamo el regusto a sal de mis labios resecos. Aún no amanece y se ve una delgada capa de neblina sobre el mar, como una tenue manta. Me toma unos momentos acordarme de dónde estoy y por qué me encuentro allí. Las campanadas provienen del enclave, que ahora está más alejado que antes. Durante la noche, las olas nos arrastraron. ¡Maldita sea! Se me olvidó echar el ancla. ¿Cómo pude ser tan idiota? Miro hacia el mar y me arrepiento de inmediato. Es tan profundo. Mi respiración se vuelve entrecortada.

      Está bien. Estoy bien. Soy de Clann-a-Tuath, y nadie en ese clan conoce el miedo.

      Mi oído vuelve a concentrarse en las campanas, que me recuerdan que la profundidad del mar no es mi único problema en este momento.

      —Agatha, despierta. Algo pasa.

      Sus ojos se abren de pronto.

      —Es la Cuarta —dice—. Algo… anda m-mal.

      Tiene razón, es la Cuarta campana. Es la única que aprendemos a distinguir entre las demás. Todas las Cuartas de los puestos alrededor de la muralla suenan y resuenan. Jamás las había oído sonar a todas al mismo tiempo.

      —Tenemos que volver. Ayúdame a remar —le digo.

      Tomo un par de remos y se los paso, pero ella no los recibe. Está parada, boquiabierta, mirando algo detrás de mí.

      —Oh, no… —murmura.

      Me vuelvo y las veo al instante. Son ocho naves, cada una dominada por una fea serpiente en el mascarón de proa, y se dirigen a la Puerta Norte. El enemigo alza sus armas, que relumbran hostiles.

      —¿Qué sucede? —pregunta Lileas, parada a mi lado.

      Las palabras salen de la boca y a duras penas puedo creer que sean ciertas:

      —Tengo la impresión de que nos atacan.

      -T-tenemos que ir m-más rápido —le digo otra vez a Jaime.


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