La niña halcón. Josep Elliott
Cuando llego al área común, ya se encuentran allí los visitantes de Raasay, y hablan con los ancianos mientras me esperan. Deben haber zarpado de su isla antes del amanecer. Es un grupo pequeño. Supuse que vendrían más. Uno de ellos ríe de manera forzada. Maighstir Ross ve que me acerco y deja su conversación para presentarme.
—Ah, llegas justo a tiempo. Les presento a Jaime-Iasgair. Jaime, quiero que conozcas a los jefes del clan, Balgair MacSween y Conall MacLeod; al pastor Baird y a su asistente, Errol, y a los padres de tu novia, Hector y Edme.
No registro los nombres. Estoy demasiado concentrado en dar una buena primera impresión para poder recordarlos.
—Ciamar a tha thu? —dice el hombre identificado como el padre de mi novia.
—Perdón, no hablo la lengua antigua —me disculpo.
—Is duilich sean cheann a chuir air guaillain! —exclama Maighstir Ross, y todos ríen. Todos menos yo.
Durante el desayuno, empujo lo que me sirvieron de un lado a otro del plato y hablo muy poco. Después, el asistente del pastor me lleva a un pequeño bothan que por lo general se usa como bodega, no muy lejos del área común. Hoy el lugar servirá para prepararme. Adentro está oscuro y sombrío, el aire se siente pesado por el polvo. Las paredes están tapizadas con cajones enmohecidos, y las telarañas han tomado los rincones.
El asistente del pastor, que me recuerda que se llama Errol, dice que debo desvestirme. Es un hombre delgado, con mejillas tristes y frente amplia. Espero a que salga y me deje a solas, pero no lo hace. Me doy vuelta y empiezo a quitarme la ropa. Me mira mientras se muerde las uñas. Cuando quedo en ropa interior, me dice que permanezca allí y sale.
No hay dónde sentarse en el bothan, así que me quedo parado en el centro, trazando dibujos en el piso polvoriento con un dedo del pie. Vislumbro mi reflejo en una olla de metal. La imagen está distorsionada, por lo que me hace ver aún más flaco de lo que soy. Los brazos cuelgan a ambos costados como ramas rotas. Todos los días hago cien lagartijas, pero mis músculos se niegan a aumentar.
Errol regresa con una jarra grande y dorada.
—Esta agua viene de Raasay —dice—. Es importante que te purifiquemos antes de la Ceremonia. Siéntate.
Me siento en cuclillas y lo dejo lavarme con un pequeño trapo húmedo y frío. Sus dedos se mueven por toda mi piel, con meticulosa rudeza. Me exige un gran esfuerzo no estremecerme al contacto. El ritual toma la mitad de la mañana. Para cuando termina, me siento helado y mi cuerpo reluce, enrojecido de tanto frotarlo.
—Ya estamos listos —dice, y me entrega una túnica anaranjada—. Ponte esto. Es hora de irnos.
La deslizo sobre mis hombros. Es demasiado larga para mí, y mis manos y pies se pierden en ella. El material del que está hecha me pica en la espalda. Me veo ridículo. Con toda seguridad, se burlarán de mí.
Afuera del bothan, todo está muy quieto y callado. El clan ya partió hacia el lugar donde se llevará a cabo la Ceremonia, donde quiera que sea, y quedó atrás apenas un puñado de personas para vigilar. Al acercarnos a la Puerta Sur, las Polillas que la custodian abren los ojos como platos al ver lo que llevo puesto. “No tuve más opción”, quisiera decirles.
—Se ve bien en ti —grita una de las Polillas.
Abren la puerta y me desean suerte al salir. El Halcón que está arriba, en la muralla, me hace un gesto de saludo y toca las cinco campanas en orden, con lo cual produce un acorde tranquilizador que resuena por toda la isla.
Es la primera vez que salgo a pie del enclave. Por alguna razón, la isla se ve aún más grande desde este lado de la muralla. Hacia todos lados, colinas y montes se apoyan unos en otros, en una variada gama de verde, anaranjado y amarillo ocre. El solo hecho de tratar de comprender la extensión de la tierra que hay ante mí me marea.
—Vamos —dice Errol, y me empuja para hacerme avanzar—. No querrás llegar tarde.
Caminamos en silencio, primero hacia el oriente y luego hacia el sur. Hay algo en su comportamiento hosco que me hace ver que será imposible entablar conversación. No tengo idea de cómo puede ser que él, un visitante extraño a la isla, sepa adónde debemos ir, pero avanza con seguridad, a un paso que me cuesta seguir. El terreno es áspero y disparejo, lleno de piedras sueltas y charcos inesperados. El clima pasa de un sol abrasador a la triste lluvia, como si no pudiera decidirse por la mejor manera de torturarme. Los mosquitos revolotean alrededor, atraídos por el sudor que se acumula en mis axilas y detrás de mis rodillas.
—¿Adónde nos dirigimos exactamente? —le pregunto, luego de un rato que parece una eternidad. Caminamos por una pendiente empinada, y tengo que recoger el borde de mi túnica para no tropezar con el exceso de tela. Me duelen las piernas, y se empiezan a formar ampollas en mis talones.
—Éste es el desfiladero de Trotternish —dice Errol—. En el principio de los tiempos, unos gigantes trenzados en combate moldearon esta tierra con sus temibles martillos. Algunos dicen que, en días fríos, todavía es posible oír a sus fantasmas llamándose a gritos entre las colinas. Seguiremos avanzando hacia el sur hasta llegar a Quiraing. Desde allí tendremos a Raasay a la vista, y la Ceremonia se celebrará en ese lugar.
Cuanto más ascendemos, más sopla el viento, y me dejo caer de rodillas una y otra vez para impedir que me arrastre al risco que hay abajo. Es una pena que no pueda mirar más a mi alrededor, porque la vista es increíble. Las montañas se levantan en olas imparables, salpicadas aquí y allá de afilados riscos y lagunas serenas.
A lo lejos, la tierra firme de Scotia se presenta a la vista como una especie de manchón accidental. Siempre he tenido mis reservas con respecto a la tierra firme, como si no estuviera lo suficientemente distante. Skye es una isla de gran tamaño, pero la tierra firme es mucho, mucho mayor. En realidad son dos países: Scotia en el norte, e Ingland en el sur. Solíamos comerciar con ellos, al parecer, pero ya no. No desde que murieron todos los que vivían allá. Tenemos suerte de vivir en una isla, pues de otra forma la peste nos habría matado a todos también.
A medida que nos acercamos a Quiraing, pasamos junto a extrañas formaciones rocosas que sobresalen como dedos rotos que trataran de alcanzar el cielo. Me paro un momento para verlas mejor. Son al menos diez veces más altas que yo, moteadas de gris y recubiertas de suave liquen. Errol chasquea la lengua haciendo mucho ruido. Finjo que no me doy cuenta, y él carraspea, aún más fuerte. Pongo los ojos en blanco y lo alcanzo.
Justo al pie de las rocas, hay una meseta amplia y abierta donde todos me están esperando. Desde aquí tenemos una buena vista de la isla de Raasay, muy cercana, como una nube oscura sobre el agua centelleante. Los miembros de mi clan están situados en un semicírculo y hacen chasquear sus dedos cuando me acerco. El sonido se lo lleva el viento que silba a lo largo del risco. Aileen se asoma entre la multitud y me hace un gesto de saludo. Quisiera contestarle, pero no lo hago.
Doy un par de pasos al frente. El semicírculo se abre en dos como la boca de una ballena. Cierro los ojos y, cuando los abro de nuevo, allí está ella: la niña con la que me van a obligar a casarme. Está de espaldas a mí, pero lleva puesta una túnica del mismo color que la mía, así que no hay manera de que se confunda entre los demás. Incluso por detrás, se ve demasiado joven. El pastor está a su lado y hace señas para que me acerque. Empiezo a respirar agitadamente. No puedo hacer esto. Es demasiado. Debo salir de aquí. No tengo aire. No puedo respirar. Tengo que irme. Ya.
Hago lo único que cruza por mi mente. Doy media vuelta y comienzo a correr.
No sé adónde pensé que podría llegar. Estoy rodeado por cientos de personas, y ninguna de ellas me dejará pasar. Estoy atrapado. Logro dar tres zancadas antes de que Errol me capture por los hombros. Sus filosas uñas atraviesan la túnica.
—Por ningún motivo —bufa en mi oído.
Me hace girar sobre mi eje y me lleva directamente hacia donde está el pastor. Las piernas