La niña halcón. Josep Elliott

La niña halcón - Josep Elliott


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—dice, y obedezco.

      Llego tarde porque fui a la muralla. Se suponía que no debía hacerlo, pero lo hice. Cuando Flora me vio, le dije que los ancianos habían cambiado de idea y que podía regresar a la muralla, y ella dijo que estaba muy bien y se puso contenta. A veces decir mentiras no está mal, cuando son mentiras pequeñas. Yo estaba caminando bien y vigilando bien la muralla para cumplir con mi labor. Y entonces Lenox me vio.

      —Hola, Agatha —dijo.

      —Buenos días, Lenox —contesté, para ser amable.

      —Me parece que no deberías estar aquí, ¿cierto?

      —Está… b-bien —respondí—, los ancianos camb-biaron de idea y dijeron que p-podía volver a la m-muralla.

      —Ambos sabemos que eso no es cierto —dijo.

      Y fue entonces que salí corriendo. No soy buena corredora así que no llegue muy lejos antes de que Lenox me atrapara. Me miró contrariado, frunciendo sus grandes cejas y su gran nariz.

      —Escúchame, Agatha, podemos resolver esto de dos maneras: una es que vengas conmigo al bothan de Eilionoir, pues sé que allí es donde deberías estar, o te cargo sobre mis hombros y te llevo hasta allá pateando y gritando. No eres ligera, así que en verdad espero que te decidas por la primera opción —lo miré sin saber cuál de las dos escoger. Y luego agregó—: Si puedes demostrarles a los ancianos que eres buena para seguir órdenes, a lo mejor cambiarán de idea y te permitirán regresar a la muralla.

      Tiene razón. Sigo siendo un halcón. Sólo me dieron una especie de descanso. Si les demuestro que soy buena, cambiarán de idea. Lo sé. Tampoco quería que Lenox me levantara del suelo, así que dije:

      —Está bien, iré.

      Cuando entro al bothan de Maistreas Eilionoir, ella me dice:

      —A lo mejor te estarás preguntando por qué convencí a los demás ancianos de permitirte pasar los días conmigo —no me lo estoy preguntando—. Podrías ser una verdadera joya para este clan, pero te faltan disciplina y control. Las primeras lecciones están encaminadas a que los ejercites.

      —¿Va a enseñarme a usar la b-ballesta que guarda b-bajo su cama?

      —De ninguna manera. Siéntate.

      Me siento en la silla que está junto a la mesa. Ella alcanza un frasco que se encuentra en un estante alto. Y luego vuelca todo lo que hay dentro sobre la mesa, frente a mí. Lo que sale son cientos de semillas.

      —Antes de formar parte del Consejo de ancianos, yo era Cosechadora, como tal vez sepas. El comienzo de la primavera siempre fue mi época preferida del año, porque en ese momento empezábamos a sembrar semillas. Nunca dejaba de maravillarme que esos trozos diminutos pudieran crecer y convertirse en plantas lo suficientemente grandes para alimentarnos durante todo el invierno. Ésta es una colección de algunas de mis semillas favoritas. Disponlas en una hilera, de la más pequeña a la más grande, y no te muevas de ese asiento hasta que hayas terminado.

      —Pero si son todas iguales —le digo.

      —Entonces, tu primera tarea será darte cuenta de que no es así.

      Sin más, sale y me deja sola. Miro las semillas. No quiero clasificar semillas. Es una tarea aburrida e inútil. No voy a hacerla. Quisiera estrellar ese tonto frasco en el piso para destrozarlo. Pero no me permitirán regresar a la muralla si lo hago, de manera que me contengo.

      Me levanto y miro todas las cosas que hay en el bothan. Es pequeño. Hay una mesa y una cama en el rincón en el que se encuentra la chimenea. Junto a la cama, hay muchos libros. Se ven viejos y maltrechos. Los toco, pero no tomo ninguno. No soy muy buena con la lectura. Creo que vienen de tierra firme. De allí viene la mayoría de los libros. Solían hacerlos allá antes de que todos murieran. Ahora, allá sólo viven terrorbestias y cosas de sombra. Es un lugar espantoso.

      Regreso a la mesa y miro de nuevo las semillas. Algunas se ven un poco diferentes. Tomo unas cuantas y se las doy a Mil­k­wort, que está en mi bolsillo. A él le gustan. Me alegro porque ahora Milkwort está contento y hay menos semillas por clasificar. Maistreas Eilionoir no debe enterarse de que lo tengo aquí conmigo. Ella cree que me deshice de él, pero no fue así.

      Paso todo el día en el bothan y Maistreas Eilionoir no regresa sino hasta que se ha hecho casi de noche. Algunas de las semillas están en pequeños montones que ya he clasificado, aunque me sigue pareciendo algo tonto e inútil. Maistreas Eilionoir ve las pilas y asiente y me parece que está contenta, pero entonces da un manotazo en la mesa y todas las semillas caen al piso. Me pongo en pie de un salto.

      —¿Por qué hizo eso? —grito.

      —No te olvides de con quién estás hablando —su voz se escucha tranquila.

      —Me pasé todo el día haciendo eso y ahora… ahora usted echó todo a perder —tomo la mesa por el borde y la vuelco. No me importa si se rompe. Levanto la silla como si fuera a arrojarla lejos.

      Maistreas Eilionoir levanta un dedo y menea la cabeza levemente. La miro fijamente y ella me mira a mí. Respiro agitada, haciendo ruido. Bajo la silla de nuevo al piso.

      —Bien. No vamos a llegar a ninguna parte hasta que aprendas a controlar tu carácter —dice—. Cuando sientas que la furia está cerca, debes aprender a hacer que se desvanezca. Recoge todas las semillas y vete. Hemos terminado por hoy.

      Por más que quisiera gritarle en la cara, hago lo que dice. Las semillas son pequeñas y difíciles de atrapar así que me toma un largo rato recogerlas. Cuando Maistreas Eilionoir no está mirando, meto otras semillas en mi bolsillo para alimentar a Milkwort más tarde. Eso le servirá de lección por ser tan mala.

      Al día siguiente, Maistreas Eilionoir sigue mirándome con cara de enojo, aunque llego a tiempo. Toma el frasco y vuelca las semillas otra vez. Tengo que pasarme todo el día clasificándolas una vez más, cosa que es todavía más aburrida e inútil. Y lo peor de todo, antes de que termine, ella llega y las revuelve de nuevo.

      —¿P-por qué si-sigue haciendo eso? —le grito. Estoy tan enojada que podría golpearla.

      —Trata de que la furia se desvanezca —dice.

      —No —contesto, porque es culpa suya y no debería hacer lo que hace.

      —Respira —me aconseja—, respira profundo. Cuando sueltes el aire, permite que el enojo salga de ti.

      —No quiero —le digo. No voy a hacerlo. Es una tontería.

      —Estoy tratando de ayudarte, Agatha —me aclara.

      —No es cierto. Usted es muy mala. Y no es justo. ¿Por qué… por qué tengo que clasificar esas t-tontas sem-millas?

      —Hay cosas que tenemos que hacer simplemente porque nos dicen que debemos hacerlas, aunque parezcan inútiles o injustas. ¿Cómo se supone que voy a pulir tu talento antes de que hayas demostrado un poco de control de ti misma?

      Estoy tan molesta que me toma unos momentos oír bien lo que acaba de decir.

      —¿De qué t-talento habla? —pregunto, resoplando.

      —Hablaremos de eso cuando me demuestres que estás lista. Ahora, arregla este desorden y vete. Ha sido un día muy largo y quiero estar sola.

      No quiero guardar otra vez las semillas en el frasco, pero lo hago. Pisoteo algunas cuando ella no está mirando. Luego salgo y ni siquiera me despido.

      Voy retrasada para la comida vespertina así que camino de prisa hacia el salón comunal. Dos días antes, Maighstir Clyde me sorprendió sentada en la mesa de los Halcones e hizo que me cambiara de lugar. Ahora debo sentarme en la mesa de los niños, lo cual odio porque no soy una niña.

      Hoy algunos de los niños tienen los dedos manchados de colores. Han estado pintando banderolas para la ceremonia. Las vi. El enclave se ve bonito con las banderolas agitándose al viento. Se supone que uno debe lavarse las manos antes de comer, yo lo sé y ellos también deberían


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