La niña halcón. Josep Elliott
sé qué decir a eso.
—Debes confiar en mí, Agatha, ya sabes que estoy aquí para ayudarte.
—Pero es que los animales no pueden hablar —le digo.
Maistreas Eilionoir me mira como si estuviera pensando que miento.
Va hacia la mesa, donde hay una taza medio llena de té. Arranca un botón de su blusa y lo pone en el lado opuesto de la mesa.
—Dile que recoja el botón y lo ponga en el té.
—¿Por qué? —pregunto. No sé por qué querría un botón en su té.
—Éste no es momento para preguntas.
Dejo a Milkwort en la mesa. Para él será cosa fácil, pero no sé si debo darlo a entender. Tomo aire.
—Pon el b-botón en el té, p-por favor, Milkwort.
En cuanto termino de decirlo, corre hacia el botón y lo recoge entre sus garras. Luego, se lo mete entre los dientes y lo lleva hasta la taza. Tiene que trepar por la taza para alcanzar el borde. Cuando logra asomar la cabeza hacia dentro, arroja el botón en el té.
Maistreas Eilionoir me mira boquiabierta.
—Pues jamás pensé que… —dice.
—No vaya a matarlo —le ruego.
—Por supuesto que no lo haré —me asegura.
—Y tampoco me mate a mí. No lo hice con intención.
—Calla. Esto será un secreto entre las dos, y nadie saldrá mal librado. Corrí un gran riesgo a causa tuya, Agatha, pero nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Y tengo el presentimiento de que esto nos va a compensar.
No tengo la más remota idea de qué está hablando.
Me despierto con un rayo de sol en la cara, lo cual no suele suceder, ni siquiera en esta época del año. Me estiro bajo la cobija adicional, gozando de su tibieza. Todavía es temprano, y el único sonido que se oye afuera es el gorjeo de unos cuantos pájaros cantores.
Y entonces me acuerdo. El calor del sol me paraliza, y la cabeza me da vueltas. Arrojo lejos las cobijas y atravieso la habitación hacia la palangana y me echo agua fría en la cara. Aileen ve que estoy despierto y viene conmigo. Sus ojos brillan y el cabello cuelga a los lados de su cara en un agraciado desorden.
—Buenos días —me dice, rodeándome los hombros con un brazo perezoso—. Así que hoy es el gran día.
—Así es.
—¿Cómo te sientes?
—He tenido días mejores.
—Nunca se sabe, tal vez ella te caerá bien.
No respondo. No tiene ninguna importancia que me caiga bien o no. El punto es que tiene nueve años. Es cinco años menor que yo. Una niña.
—Mira —dice Aileen—, si resulta ser desesperante, podemos hacerla caer desde lo alto de la muralla, y se acabó el problema, ¿te parece?
A pesar de mi ánimo, no puedo evitar sonreír.
—Toma, esto es para ti —me arroja un paquete pequeño y mal envuelto en un retazo sucio de tela.
—¿Qué es? —pregunto.
—Ábrelo y lo sabrás, ¿o no? Lo hubiera envuelto mejor, pero supuse que no valía la pena. Era sólo para ti —me saca la lengua.
La miro burlón y saco el contenido del paquete. Es un brazalete, formado con tres tiras burdas de metal.
—¿Te gusta?
—Es muy hermoso. ¿Lo hiciste tú?
—Logré que una Avispa me ayudara, pero yo hice casi todo.
Deslizo la mano a través del brazalete. Queda un poco suelto alrededor de mi delgada muñeca, pero no tanto para que pueda caerse.
—Gracias —digo sonriendo—, me encanta —recorro con un dedo el tejido que une las tiras de metal.
—¿Qué sucede? —pregunta Aileen cuando ve que no levanto la mirada.
—Nada —contesto, forzando una sonrisa.
—Ya estás otra vez con tus preocupaciones.
—Me conoces. No hay nada que sepa hacer mejor que preocuparme.
—Ya te lo dije antes: todo seguirá igual. A nadie le importará que estés casado. A mí no me importará, y mi opinión es la más valiosa de todas. Vas a hacer algo grande, Jaime, para todo el clan.
—Pero eso no lo sabe nadie. Tú eres la única persona a la que le conté del acuerdo con Raasay.
—Sí, pero todos confían en los ancianos y saben que detrás de esto hay una buena justificación. Nadie va a sentir nada que no sea gratitud.
No consigo verlo desde su mismo punto de vista.
—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños y nos escabullíamos a escondidas en el bothan que se usa para cocinar y nos robábamos dulces? —pregunta.
Sonrío.
—¡Querrás decir que si me acuerdo de cuando me obligabas a colarme y robar los dulces!
—¡No recuerdo que te quejaras después, cuando te atiborrabas la boca de confites! Y cada vez que lo hacíamos, ¡tú casi te mojabas en los pantalones del miedo a que nos fueran a descubrir!
—¡Eso no es cierto!
—¿Y nos descubrieron alguna vez?
—No. ¿Adónde quieres llegar?
—A que siempre tengo la razón. De manera que si te digo que todo va a estar bien es porque todo va a estar bien. ¿De acuerdo?
—Bueno.
—Muy bien. Ahora ven y dame un abrazo.
La rodeo con mis brazos y ella me estruja con fuerza. En esos breves instantes, nada me importa. No pienso en el futuro ni en el pasado. Me siento a salvo, nada más.
—Debería empezar a alistarme —digo, desprendiéndome de ella—. Tengo que presentarme para conocer a los padres de la niña en el desayuno.
—Acuérdate de ser amable —dice, dándome un leve golpe en la oreja.
—¡Ay! —le devuelvo el golpe en medio de la frente.
—¿En serio, quieres seguir con esto? —empieza a pellizcarme los brazos. Me zafo, pero pronto logra inmovilizarme con una llave de cabeza. Siempre ha sido capaz de derrotarme en una pelea.
—Está bien, está bien, ¡me rindo!
Me suelta. Ambos reímos a carcajadas, sin aliento.
—Siempre voy a estar a tu lado, Jaime. Lo sabes, ¿cierto? No tienes por qué preocuparte.
No hay que caminar un trecho largo desde nuestro bothan hasta la área común. Voy arrastrando los pies, de manera que tardo el doble de lo acostumbrado. Me paso ese tiempo pensando en las mil maneras en que podría evitar lo que tiene que pasar hoy: fingir que estoy enfermo, ocultarme en el almacén de alimentos, escalar la muralla y huir…
No sucede a menudo que permitamos que gente de Raasay entre en nuestro enclave. Son muy distintos de nosotros. Tienen toda clase de costumbres raras y tradiciones extrañas. Como el matrimonio forzado. Maistreas Sorcha me contó qué es: en cuanto una niña de Raasay cumple nueve años, se le busca un varón y es obligada a casarse con él. Cuando ella cumple dieciséis, se espera que tengan hijos, y todos los que tengan permanecerán con ellos hasta que se casen a su vez. Nunca podré entenderlo. No tengo idea de quién me dio la vida y tampoco quiero saberlo. Es toirmisgte, o sea, que está prohibido hablar de eso. Yo