Conversaciones con Freud. Ricardo Avenburg

Conversaciones con Freud - Ricardo Avenburg


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decir algo altisonante y entusiasmante y esto no lo permite mi sobrio juicio sobre el sionismo. Ciertamente tengo la mayor simpatía por sus esfuerzos, estoy orgulloso de nuestra universidad en Jerusalem y me alegro de la prosperidad de nuestras colonizaciones. Pero por otro lado no creo que Palestina pueda alguna vez transformarse en un estado judío y que el mundo cristiano y el islámico estén listos para admitir un protectorado judío en sus lugares santos. Me parece más comprensible fundar una patria judía en un suelo no cargado históricamente; sin embargo yo sé que un punto de vista tan racional nunca habría ganado el entusiasmo de las masas ni los recursos de los ricos. También admito con pesar que el fanatismo, ajeno a la realidad, de nuestro pueblo tiene una parte de culpa en el despertar de la desconfianza de los árabes. Por cierto no puedo sentir simpatía alguna por la piedad mal dirigida que convierte en una religión nacional un fragmento de la muralla de Herodes y a causa de ello desafían los sentimientos de los habitantes.

      Juzgue Vd. mismo si con un punto de vista tan crítico soy la persona indicada para aparecer como consolando a un pueblo sacudido por una esperanza injustificada.

      Con mis mayores respetos, afectuosamente

      Freud”.

      Evidentemente, Freud no se coloca del lado de Moisés, aunque esto no quiere decir que no considere la acción de Moisés, en su época, como un progreso en la espiritualidad.

      Conclusión

      Los conceptos desarrollados en Moisés (así como los de Tótem y tabú) no tienen sustento en la experiencia sensible; aunque no hay prohibición ni represión de representaciones sensibles (como Moisés exige del pueblo judío en su concepción de Dios), aquí faltan directamente referencias sensibles de los hechos aquí tratados.

      ¿Estamos en el caso de un delirio o de una especulación filosófica?

      “[L]as ideas trascendentales [las que corresponden a la razón pura] no son nunca de uso constitutivo [no hacen referencia a la existencia de sus objetos] de suerte que gracias a ellas se den conceptos de ciertos objetos [...] tienen un uso regulativo, e indispensablemente necesario: dirigir el entendimiento hacia cierto fin con vistas al cual las líneas directrices de todas sus reglas convergen hacia un punto que, a pesar de que sea solamente una idea (‘focus imaginarius’), o sea un punto del cual no parten realmente los conceptos del entendimiento, puesto que se halla totalmente fuera de los límites de la experiencia posible, sirven empero para proporcionarles la máxima unidad a la vez que la máxima extensión. Y si bien entonces se produce la ilusión de que esas líneas directrices se excluyeran de un objeto mismo que se hallara fuera del campo del conocimiento empíricamente posible (tal como los objetos se ven detrás de la superficie del espejo), esta ilusión (que al fin y al cabo no puede impedirse que nos engañe) es empero necesaria indispensablemente si, además de los objetos que tenemos a la vista, queremos ver al propio tiempo aquellos que estén muy lejos a nuestras espaldas, es decir, cuando en nuestro caso queremos apuntar el entendimiento más allá de toda experiencia dada (de la parte de toda experiencia posible) y, en consecuencia, también hacia la ampliación mayor posible y más extrema”.

      Baruch Spinoza entra en el diálogo5

      “Los israelitas no han sabido casi nada de Dios, aunque él se reveló a Moisés; lo demostraron lo suficiente cuando transfirieron a un becerro, algunos días después, el honor y el culto de Dios y creyeron que era aquél, esos dioses que los habían sacado de Egipto. Por cierto que no se debe creer que hombres llenos de supersticiones egipcias, groseros y agotados por los infortunios de la servidumbre, hayan tenido de Dios un conocimiento sano; o que Moisés les haya enseñado otra cosa que una regla de vida, no fundada en la filosofía y de modo que por medio de la libertad del alma fuesen llevados a vivir bien, sino como legislador, de modo que ellos estuviesen constreñidos por el mandato de la Ley. De este modo la regla que conduce a vivir bien, es decir, la verdadera vida, el culto y el amor de Dios, fue para ellos más una servidumbre que una verdadera libertad, una gracia y un don de Dios. Moisés les ordenó amar a Dios y obedecer su ley en reconocimiento de los beneficios que Dios les dio en el pasado (es decir, la libertad que sucedió a la servidumbre en Egipto, etc.). Además anunció terribles sanciones si transgredían estos mandatos y, por el contrario, prometió que muchos bienes recompensarían su observancia. Moisés instruyó a los Hebreos como los padres que enseñan a niños enteramente privados de razón. Por eso no cabe duda que ellos han ignorado la excelencia de la virtud y la verdadera beatitud […]. No se encuentra a nadie en el Antiguo Testamento que haya hablado de Dios de un modo más racional que Salomón, quien dominó un siglo por su luz natural; también por eso él se juzgó a sí mismo superior a la ley (pues ella fue establecida únicamente para aquellos que carecen de razón y de las enseñanzas de la luz natural), e hizo poco caso de todas las leyes concernientes al rey […]; más aún, las violó manifiestamente, en lo cual sin embargo no hizo bien, y su conducta no fue digna de un filósofo al entregarse a los placeres; enseñó que todos los bienes de fortuna son cosas vanas para los mortales, que los hombres no tienen nada más excelente que el entendimiento, y que la sinrazón es el peor suplicio con el que puedan ser castigados” (pp. 703-704).

      “La verdadera felicidad y la beatitud consisten para cada individuo en el goce del bien y no en esta gloria de ser el único a gozar del mismo, estando los otros excluidos; estimarse en posesión de una beatitud más grande por ser el único que está en una buena condición, o porque se goza de una beatitud más grande y que se tiene mejor fortuna que los demás, es ignorar la verdadera felicidad y la beatitud; la alegría que se experimenta en creerse superior, si no es totalmente infantil, sólo puede nacer de la envidia y de un corazón malo. Por ejemplo, la verdadera felicidad y la beatitud de un hombre consisten únicamente en la sabiduría y el conocimiento de la verdad y de ningún modo en el hecho de ser más sabio que los otros o que los otros estén privados de sabiduría, pues esto de ningún modo aumenta su propia sabiduría, es decir, su verdadera felicidad. Quien se alegra de eso, se alegra del mal de otro, es envidioso y malo y no conoce ni la verdadera sabiduría ni la tranquilidad de la vida verdadera. Cuando la Escritura, para exhortar a los Hebreos a la obediencia de la ley, dice que Dios los ha elegido entre las otras naciones, que él está cerca de ellos y no de los otros, que sólo a ellos les ha prescripto leyes justas, finalmente que sólo a ellos les ha acordado el privilegio de conocerlo, al hablar así se puso a la altura de los Hebreos, quienes […] no conocían la verdadera beatitud; no hubieran estado en posesión de una menor beatitud si Dios hubiera igualmente llamado a todos los hombres a la salvación; Dios no les hubiera sido menos propicio aunque les hubiera acordado a los otros una igual asistencia; las leyes no hubieran sido menos justas ni ellos mismos menos sabios si dichas leyes hubieran sido prescriptas para todos; los milagros no hubieran mostrado menos la potencia de Dios si hubieran sido hechos para otras naciones; y finalmente los Hebreos no hubieran tenido que honrar menos a Dios si también Dios hubiera acordado todos estos dones a todos igualmente. Cuando Dios le dijo a Salomón que nadie después de él lo igualaría en sabiduría, ésta parece ser únicamente una manera de hablar para significar su elevada sabiduría: sea lo que fuere, no es necesario creer que Dios haya prometido a Salomón, para su mayor felicidad, que él no le otorgaría a nadie una tan grande sabiduría; pues esto no acrecentaría para nada el poder del entendimiento de Salomón, y este rey prudente no hubiera tenido que agradecerle menos a Dios por un beneficio tan grande, aun cuando Dios le hubiera anunciado su intención de otorgar a todos una igual sabiduría” (pp. 707-708).

      1 Los textos citados fueron traducidos por mí a partir de los Gesammelte Werke. (S. Fischer, Verlag, 1961, T. VI). No necesariamente considero que sea la mejor traducción pero es aquella sobre la cual fundamento mi diálogo con Freud. No es este el lugar para discutir por qué traduzco el término alemán Trieb por “instinto”. Tomo para la discusión la última parte de “Moisés y el monoteísmo”.

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