Conversaciones con Freud. Ricardo Avenburg

Conversaciones con Freud - Ricardo Avenburg


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alguna vez efectos de carácter compulsivo sin que ellas mismas sean recordadas conscientemente. Nos creemos justificados a suponer lo mismo de las más tempranas vivencias de toda la humanidad. Uno de estos efectos sería la emergencia de la idea de un único gran dios, que se tuvo que reconocer como un recuerdo deformado pero completamente justificado. Una tal idea tiene un carácter compulsivo, debe creerse en ella. Hasta donde alcanza su deformación debe designársela como delirio, en tanto trae el retorno de lo sucedido, debe llamársela verdad” (pp. 238-239).

      Si fuera el retorno de lo reprimido, la idea de ese dios grandioso tendría las características de un síntoma neurótico, una idea obsesiva por ejemplo. El delirio, en cambio, tal como lo consideró Freud hasta ahora, responde a lo que Freud llamó restitución psicótica y si bien no escapa al hecho de que se construya a partir de hechos históricos, no se sustenta en representaciones de cosa, o sea que está constituido sólo por representaciones verbales sin sustento de experiencias sensibles: éstas sucumbieron con la destrucción del mundo (vivencia de fin del mundo) de representaciones (de cosa) que culminó en la megalomanía. ¿Es la grandiosidad del dios la proyección en él de un delirio de grandezas? ¿Es esta megalomanía del dios el residuo de una historia en que la humanidad estuvo al borde de la destrucción, producto de guerras dentro de la horda (o las hordas) y que culminó en un delirio?

      Ahora bien, esta verdad a la que se refiere Freud, ¿trasciende el mundo representacional? En principio, según Freud, retorna el recuerdo del protopadre pero cargado de contenido emocional y, por lo tanto, cargado de contenido sensible al cual el pueblo judío debe renunciar; por lo tanto, no tendría el carácter metapsicológico que Freud atribuyó al delirio (en Schreber y en “Lo inconsciente”). A menos que esta relación con dios tenga las características de lo que está contenido en el delirio paranoico, el contenido homosexual que Freud no terminó de definir (hasta donde yo sé) si es una restitución psicótica o una transferencia con contenido de representación de cosa.

      “También el delirio psiquiátrico contiene un fragmento de verdad y la convicción del enfermo tiene que ver con esta verdad” (p. 239).

      El problema a resolver sería bajo qué forma se conserva la verdad histórica: es difícil pensarlo como un recuerdo que se transmite de generación en generación, aunque sí bajo la forma de tradiciones que se mantienen a lo largo de los siglos. O bien (o “y también”) se transmite como un instinto, que está más allá del principio del placer y que se resignifica en cada circunstancia histórica.

      “En el año 1912 he intentado reconstruir la vieja situación de la cual partieron tales efectos” (p. 239)

      “debo preocuparme de llenar el largo lapso transcurrido entre aquel supuesto tiempo primitivo y la victoria del monoteísmo en tiempos históricos. Tras haberse instalado el conjunto del clan fraterno, derecho materno, exogamia y totemismo, se estableció un desarrollo que puede describirse como un prolongado “retorno de lo reprimido”. Usamos aquí el término “reprimido” en un sentido impropio. Se trata de algo pasado, desaparecido, superado en la vida de los pueblos, que nos atrevemos a equiparar con lo reprimido en la vida anímica del individuo. En qué forma psicológica este pasado se conservó durante el tiempo de su oscurecimiento, no sabemos, en principio, decirlo” (pp. 240-241).

      El término reprimido, en el sentido del psicoanálisis individual, sí expresa algo pasado pero no algo desaparecido (sí de la consciencia) ni tampoco superado.

      “No nos ha de ser fácil transferir los conceptos de la psicología individual a la psicología de las masas [...]. Provisoriamente nos arreglamos usando analogías. Los procesos que estudiamos aquí en la vida de los pueblos son muy parecidos a aquellos que conocemos a partir de la psicopatología, aunque no son los mismos. Finalmente nos decidimos a suponer que los precipitados psíquicos de aquellos tiempos primordiales han devenido un patrimonio que en cada nueva generación sólo necesita ser despertado, no adquirido” (p. 241).

      Desde ya no es posible que dicho patrimonio persista a lo largo de las generaciones como representaciones (reprimidas) como en el caso de la represión individual. Parece en este caso apuntar a la herencia de una disposición a producir determinadas representaciones a partir de sucesos desencadenantes actuales, a interpretar de determinada manera ciertos estímulos actuales.

      “Pensamos aquí en el ejemplo del simbolismo ciertamente ‘congénito’, que proviene de la época en que se desarrolló el lenguaje, que se le concedió a todos los niños sin que se los hubiera enseñado y que llega igual a todos los pueblos a pesar de la diversidad de lenguajes” (p. 241).

      En resumen, el simbolismo congénito es una disposición congénita a expresiones universales, por lo tanto una especie de lenguaje universal que se originó a partir del desarrollo del lenguaje. Como dice enseguida, queda fijado como un instinto, producto de experiencias (traumáticas) de la especie, que luego son incluidas y repetidas.

      “Lo que aún nos falta en cuanto a estar seguros, lo conseguimos a partir de otros resultados de la investigación psicoanalítica. Sabemos que nuestros niños, en una cantidad de relaciones significativas, no reaccionan como corresponde a su experiencia propia, sino de un modo instintivo (instinktmässig) comparable a los animales, de un modo que sólo puede esclarecerse por adquisición filogenética”. “El retorno de lo reprimido se lleva a cabo lentamente, seguramente no de un modo espontáneo, sino bajo la influencia de todas las modificaciones que se dieron en las condiciones de vida, que llenaron la historia de la cultura humana [...]. El padre devino nuevamente el jefe de la familia, pero por mucho no tan ilimitado como el padre de la horda primitiva” (pp. 241-242).

      “El primer efecto del encuentro con el tan largo tiempo echado de menos y anhelado fue sobrecogedor tal como lo describe la tradición del otorgamiento de la ley en el monte Sinaí. Admiración, respeto y agradecimiento por el hecho de hallar la gracia en sus ojos, la religión de Moisés sólo conoce estos sentimientos positivos hacia el dios padre [...]. Los movimientos afectivos infantiles son de una intensidad y de una profundidad inagotables en una medida completamente diferente de los del adulto, sólo el éxtasis religioso puede revivirlos. De este modo la primera reacción ante la vuelta del gran padre es de embriaguez de devoción divina” (p. 242).

      Pero Freud sigue diciendo que en la esencia de la relación con el padre estaba la ambivalencia y por lo tanto la hostilidad; la reacción contra ésta fue el sentimiento de culpa, el cual...

      “...tenía aún otra motivación superficial que hábilmente enmascaraba su verdadero origen. Le iba mal al pueblo, las esperanzas puestas en el favor de dios no se cumplían, no era fácil mantener su máxima ilusión, la de ser el pueblo elegido por dios” (p. 243).

      Para disculpar a dios por ese maltrato “No merecían nada mejor que ser castigados por él, porque no cumplieron sus mandatos y en la necesidad de satisfacer este sentimiento de culpa que era insaciable y que provenía de fuentes tanto más profundas, debió hacer que esos mandatos sean más severos, penosos y hasta nimios” (p. 243).

      Habría entonces dos motivos de este sentimiento de culpa: 1°) formación reactiva frente a la hostilidad inherente a la relación con el padre; 2°) formación reactiva frente a la hostilidad generada por el maltrato al que el pueblo es sometido.

      La primera es más primaria, la segunda es derivada: sería más superficial en sentido tópico, equivale a una post-represión, o sea secundaria a la anterior pero asentada en ella. En ambos casos la hostilidad se vuelve contra sí mismo (o el pueblo vuelve la hostilidad contra sí).

      “En una nueva embriaguez de ascesis moral se impuso siempre nuevas renuncias instintivas y con esto se erigió por lo menos en doctrina y preceptos alturas éticas que fueron inaccesibles para los otros pueblos antiguos. En este desarrollo más elevado muchos judíos vieron el segundo carácter principal y el segundo gran logro de su religión” (p. 243).

      El primer logro es el monoteísmo, el segundo la altura ética. De ambos emerge un sentimiento de culpa: del monoteísmo la represión de la hostilidad inherente a la relación con el padre; la altura ética es expresión de la formación reactiva contra la hostilidad generada por el maltrato del


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