La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold
que los adolescentes solían hacer después de la graduación era convertirse en aprendices. Mientras los demás estudiaban para convertirse en médicos o en botánicos, yo iba a la deriva. Trabajaba donde podía, haciendo lo mínimo indispensable para obtener el dinero para pagar mi alojamiento a los Kane. Ellos no me lo pedían. De hecho, creo que los hacía sentirse incómodos. Pero yo insistía. Al menos, eso me daba un motivo para levantarme de la cama.
Repartía barriles de cerveza, arreglaba muebles, llevaba en coche a las ancianas a donde tuvieran que ir, recolectaba fruta, reparaba cercas, pero nunca tuve lo que se dice un trabajo. A modo de broma, los viejos del bar me llamaban Fetch. Significaba “recadero” en algún dialecto que desconocía y se suponía que era un insulto, pero yo llevaba el nombre con orgullo, como una insignia de desafío pasivo contra sus expectativas.
Graham nunca se enfadó. No me dijo que yo era una desilusión o que los comentarios de los demás le complicaban la vida. Un día, dejó sobre mi cama los formularios de inscripción para la Academia de la Guardia.
Los guardias de Weatherly hacen muchas cosas. Supervisan el tráfico, vigilan que no se cometan delitos y se aseguran de que todos cumplan las reglas. Y lo más importante: son los únicos que tienen permiso para trabajar en las murallas.
En mi cabeza comenzó a formarse un plan. Uno de esos secretos que guardas incluso de ti mismo, sin atreverte a mirarlo hasta el momento indicado. Rellené los impresos, los entregué, y en menos de una semana comenzó mi entrenamiento.
Me empeñé en mi entrenamiento con una convicción sin precedentes. Leí los libros de texto, corrí cien kilómetros y aprendí a reducir a los borrachos y a quienes cometían delitos de violencia doméstica. Estuve en control de multitudes en Nochevieja y presenté informes de lesiones leves y alteración del orden público. Hice todo mi trabajo con una diligencia que antes me había sido ajena. Cuando terminé el primer año, hablaban de destinarme a tráfico o al escuadrón de fuego, pero yo exigí ir a la muralla.
Fue Graham el que lo consiguió. Por supuesto que fue él. Me había empujado en esa dirección y yo había puesto todo de mi parte. Le dije lo estupendo que sería trabajar directamente para él y lo emocionado que estaba. De modo que no tuvo más remedio que reclutarme para control de fronteras como cadete aprendiz.
Hubo una pequeña ceremonia de graduación a la que asistieron todos los otros guardias. Iban leyendo nuestros nombres y nosotros tomábamos asiento en una mesa larga. Una vez que se nombró a los diez graduados, desapareció toda formalidad y comenzó algo así como una fiesta. Nos dieron cerveza (por primera vez fuera del hogar), y los guardias se volvieron bulliciosos y groseros con sus felicitaciones. Mientras bebíamos, un hombre con un delantal de cuero iba recorriendo la mesa. Se detenía frente a cada graduado, extendía un trapo lleno de manchas, extraía un frasco de tinta y una aguja y marcaba a cada nuevo miembro con una banda negra y continua alrededor de la muñeca.
Cuando me llegó a mí el turno, el hombre del delantal de cuero se hizo a un lado y Graham ocupó su sitio. Me sostuvo la mano con delicadeza mientras mojaba la aguja en la tinta y me perforaba la piel. Me dolió, pero no tanto como para no permitirme apreciar el gesto. Graham no era un hombre de muchas palabras, así que, en su idioma, ese tatuaje era un discurso extenso y sincero. Cuando terminó, lo limpió, me vendó la muñeca y volvió a abrazarme.
Con sorpresa, me desperté para ir a mi primer día de trabajo sintiéndome muy orgulloso. Papá y yo nos turnamos para ducharnos y para usar la crema para los zapatos. Nuestros uniformes ya estaban planchados y yo no necesitaba afeitarme realmente, pero de todos modos me afeité. Me lavé los dientes y me puse las botas, y papá apareció con dos tazas de café. Sin hacer ruido, porque mamá todavía estaba durmiendo, nos sentamos a la mesa de la cocina en sillas metálicas y linóleo viejo y bebimos en silencio. El café estaba un poco quemado y yo todavía tenía los ojos medio dormidos, pero a medida que el sol fue filtrándose por entre las cortinas, comenzó a agradarme la leve sensación de tener una misión que cumplir, que estaba naciendo en mi interior.
Solo hicieron falta tres meses para que se me pasara la emoción y para que la rutina se volviera aburrida. Las mañanas perdieron su brillo, y resultó que yo no estaba trabajando tanto “sobre” las murallas, sino dentro de ellas. Pasaba los días en una serie de pasadizos de piedra, probando su estabilidad, drenando el agua de lluvia, tapando agujeros, reparando grietas y llevando un registro de las anomalías.
El aburrimiento se agravaba por el hecho de que sabía que estábamos sosteniendo una ilusión. Me pareció absurdo, luego ridículo, luego exasperante. La relación natural que había construido con Graham se deformó cuando él pasó de “papá” a “jefe”. Nos mirábamos el uno al otro mientras tomábamos nuestro café matutino sin decir una palabra, pero por dentro yo estaba gritando.
Ambos sabíamos que todo era mentira. Yo había llegado a Graham procedente del mundo que aparentemente no existía. No entendía por qué hablábamos entre nosotros de falsedades, como si no supiéramos la verdad.
Pero él no era el único que mentía. Porque yo finalmente había vuelto a estudiar el plan al que había estado dando forma en mi cabeza, y sabía lo que iba a hacer.
Las puertas no estaban cerradas con llave por dentro. Habían sido construidas para mantener a los monstruos fuera, no a los ciudadanos dentro. Penetrar las murallas desde la ciudad requería enseñar placas y someterse a cacheos. Salir por el otro lado solo requería desearlo.
Temeroso de que fuera a alertar a Graham de mi deserción, ni siquiera insinué una despedida. En uno de mis recorridos habituales para revisar si había daños, me encontré solo del lado de dentro del portón exterior. Descorrí los enormes cerrojos, me escabullí por la puerta y eché a correr.
No hubo ningún intento de detenerme. Yo sabía que había armas en la parte superior de la muralla, pero nadie gritó ni disparó un tiro de advertencia en mi dirección. Dejaron que me fuera.
Quizás ellos se sentían tan aliviados como yo.
Me llevó dos días encontrar un rostro amistoso. En una pequeña choza construida a un lado del río, conocí a un sátiro de pelaje rojizo con manchas, ojos brillantes y barba recortada. Él era el primer no-humano que veía desde que era niño, y prácticamente me sentí eufórico cuando me invitó a entrar. Compartió su pescado y se rio de mi historia y de mi mirada constantemente clavada en él. Me dejó tocarle los pequeños cuernos que le sobresalían de la frente y me dio las indicaciones para llegar a la ciudad de Sunder. No era el lugar adecuado para él, al parecer, pero pensó que quizá yo podría encontrar algo de suerte allí. Me preparó una bolsa de carne seca y pan y me dio algunas monedas para el tren que esa noche pasaría por el valle.
Yo le di las gracias por su ayuda, él me dio las gracias a mí por la compañía. Tomé el tren hacia el norte y llegué a Sunder City al otro día.
Anochecía cuando salí de la estación de tren de la calle Principal. El sol se estaba poniendo entre los edificios más altos hacia el oeste, por lo que dos de los pequeños faroleros de la ciudad estaban haciendo sus rondas. Eran un par de trasgos vestidos de frac, y sus sonrisas reflejaban la mayor felicidad que yo había visto hasta entonces. Llevaban la barba recortada meticulosamente, los bigotes encerados y moldeados, y sus ojos nocturnos estaban protegidos por gafas con cristales coloreados de azul. Alrededor del cuello llevaban brillantes cadenas de oro, cada una metida por el aro de una gran llave de bronce.
Cada trasgo caminaba por uno de los lados de la calle, y sus lustradas botas pisaban el suelo en perfecta sincronía. En cada farola de cobre, insertaban las llaves en un agujero ubicado en la base y las giraban a la vez. Los cerrojos chasqueaban al tiempo que las válvulas internas abrían el paso de los tubos que conducían a las hogueras de abajo.
Con un chisporroteo de insectos friéndose instantáneamente y un olor a azufre que hacía llorar los ojos, las llamas llenaban los postes y se elevaban al