La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


Скачать книгу
comida y había amigos interesantes con poderes que no se parecían a nada de lo que yo había visto antes. Era el mundo real. El mundo que yo siempre había sabido que existía.

      Y era mágico.

      Me perdí la mañana por media hora y me desperté con el sol de la tarde dando en mi ventana. En teoría, no se podía vivir en el 108 de la calle Principal, Sunder City. Era zona comercial. Sin embargo, el inquilino anterior había instalado una cama desplegable que podía bajarse de la pared durante la noche y luego volver a guardarse durante la jornada laboral. El propietario, Reggie, no tenía problema en hacer la vista gorda, siempre y cuando pudiera pedirme algún favor de vez en cuando.

      Yo tenía un escritorio, dos sillas que no hacían juego y una mesa que se había convertido en barra. En un rincón había un sombrerero, eternamente desprovisto de sombreros, y una papelera espolvoreada con Clayfields secos. En otro rincón había un lavabo y un espejo, pero el inodoro estaba en el vestíbulo. La vieja moqueta estaba tan marrón como las maderas, y casi igual de dura.

      Saliendo de mi despacho (por la primera salida), la puerta de la izquierda pertenecía a una mujer lobo que tenía su propio bufete de derecho de familia. Trabajaba los días laborables por la mañana, y las únicas visitas que recibía eran grupos de descendientes que se disputaban las magras finanzas de sus padres fallecidos.

      El despacho de la derecha llevaba vacío desde la muerte de Janice. Era una sátira anciana que había entrenado guerreros durante la Guerra Sagrada, cuando su especie intentó recuperar sus tierras de los centauros. El negocio que montó después de la Coda era una especie de fisioterapia con la que ayudaba a criaturas que habían sido mágicas a adaptarse a sus nuevos cuerpos.

      La mayor parte de su trabajo lo desempeñaba a domicilio. Cuando falleció, el verano anterior, yo estaba de viaje por un trabajo y tardaron semanas en encontrarla. Cuando el viento sopla desde el sur, todavía me parece olerla a través de las paredes. Reggie trató de limpiar el despacho con la esperanza de volver a alquilarlo. Retiramos la moqueta, lavamos las paredes, fumigamos todo el suelo y quemamos un bosque de salvia, pero la vieja testaruda no pensaba irse a ningún lado.

      Me levanté de la cama rechinante, me arrastré hasta el teléfono y concerté otra cita con el director. Él se mostró ansioso por recibirme ese mismo día, al cierre de la escuela. Mientras tanto, yo vería si lograba encontrar algo más que un puñado de arena.

      La suela de mi bota izquierda colgaba como la lengua de un perro agitado. No era de sorprender. Había recorrido demasiados kilómetros de esta ciudad. No me quedaba otra que encintarla y tomar nota mentalmente de invertir una parte de mis nuevas ganancias en un zapatero antes de malgastarlas.

      Una vez vestido, me eché un poco de agua por la cara y bajé las escaleras.

      “Ay, no. Hoy es martes”.

      El individuo de cabellera plateada había estado toda la semana vaciando la lavandería automática ubicada en la planta baja de mi edificio. Mediría más de dos metros si no tuviera esa joroba que parecía tan dolorosa. Había tenido muy poca ayuda de su nieto, que se distraía muy fácilmente y se quejaba cada vez que recibía una instrucción. Aquel local que aspiraba a ser una cafetería daba a la calle, justo al lado de la entrada del edificio, por lo que el anciano se las arreglaba para llamar mi atención absolutamente todos los días.

      —¡Abrimos el martes! —me decía.

      —Allí estaré —le respondía yo, y entraba en el edificio con una prisa fingida para esperar clientes que nunca venían.

      A pesar de mi usual aversión hacia las interacciones sociales, el viejo había despertado mi curiosidad. La mayoría de la gente seguía tratando de parchear su vida anterior; los trasgos del valle Aaron estaban intentando hacer funcionar sus viejos inventos con electricidad en lugar de con magia, las organizaciones criminales de gnomos habían llevado sus actividades subterráneas a la superficie, y yo había oído decir que toda una tribu de gigantes se había aliado con Mortales con la esperanza de que los ingenieros humanos pudieran encontrar la forma de reforzarles el cuerpo con maquinaria. Por todo Archetellos, la gente intentaba hacer todo lo posible para volver a las viejas costumbres. Este era el primer individuo que yo había visto que tuviera los huevos suficientes para empezar algo nuevo.

      Allí estaba, de pie frente a su restaurante vacío, con una sonrisa de un niño de cinco años en un rostro de mil años de edad.

      —Justo el hombre al que estaba buscando —le dije. Me guio hacia el interior del local con un gesto muy ensayado, yo tomé asiento en una silla destartalada y leí detenidamente la carta escrita a mano—. Especial de desayuno. Huevos pasados por agua.

      El viejo miró su reloj.

      —Señor, es la una de la tarde.

      Yo también miré mi reloj.

      —Tiene toda la razón. También tomaré un whisky. Solo y doble.

      El anciano mantuvo amplia la sonrisa mientras yo le devolvía la carta. Hizo un gesto elegante con la cabeza y volvió a la cocina.

      El suelo del restaurante era de cemento, mayormente. Había tres losas en un rincón, pero era imposible discernir si se trataba de un elemento nuevo a la espera de completarse o si era el remanente de una vida pasada. Había una docena de mesas, y a cada una se le habían asignado dos sillas, un mantel blanco y una vela nueva sin encender. Años de quemaduras químicas y de inundaciones habían pintado los ladrillos rojos con un patrón distintivo, como si una orgía de arcoíris enfermos estuviera trepando por la pared. Aun así, las mesas estaban bonitas y el lugar se veía limpio.

      El viejo me hizo pensar en Edmund Rye, que se había volcado a la enseñanza después de trescientos años de vida. Mientras otros se lamentaban por lo perdido o intentaban regresar a su pasado, él apostaba por pasar sus conocimientos a la posteridad.

      ¿Cómo era que Rye estaba tan preparado para aceptar lo que había sucedido? Quizás era tan solo su forma de ser. Si él realmente era uno de esos pocos que sabían que se les había acabado el tiempo, pero que de todos modos querían mejorar las cosas para los demás, yo necesitaba encontrarlo pronto; muerto, no-muerto o vivo.

      Le llevó veinte minutos al viejo volver con mi plato, e hizo una pequeña reverencia al apoyarlo en la mesa, delante de mí.

      —¿Y el whisky? —pregunté.

      —Por supuesto. ¡Francis!

      El nieto haragán salió de la cocina a paso lento, con una botella de whisky sorprendentemente aceptable. Se la entregó al viejo canoso y volvió a desaparecer en las entrañas del restaurante.

      Los dedos del viejo temblaron al destapar la botella nueva y servirme generosamente.

      —Solo y doble —dijo con un orgullo que pareció fuera de lugar para la situación. Fue entonces cuando en sus ojos se me reveló la presión del papel que yo desempeñaba.

      Yo era el primer comensal. “Mierda”. En su mente, todos los sueños y esperanzas de su establecimiento dependían de la reseña que yo le hiciera. A regañadientes, dirigí mi atención al plato.

      Lo primero que vi fueron los champiñones. Era difícil no verlos. Cada uno tenía el tamaño de un posavasos y estaban preparados con una salsa tan acuosa que podía definirse como sopa. Tuve que usar la cuchara para quitarlos de en medio y poder ver el resto de la comida. No era mucho mejor.

      Cuando corté los huevos, quedó a la vista una cucharada de tiza allí donde había estado la yema. Los tomates se habían licuado, se habían levantado en armas y habían atacado el pan tostado, lo que dejó como resultado una pasta roja que recordaba a los desechos de una cirugía. Había algo negro en la esquina del plato que podía ser una salchicha o quizás alguna clase de fruta. Lo dejé estar.

      Cuando bebí un sorbo del whisky en lugar de probar un bocado, el viejo pareció entender el mensaje.

      —¿No gusta?

      No pude protestarle.


Скачать книгу