La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


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cuerpos. Después de eso, Sunder City dejó de tener gobernadores, y la mansión quedó deshabitada. Casi.

      Los portones oxidados estaban torcidos y cayéndose de las bisagras, y así se mantenían cerrados. Los separé a la fuerza con un chirrido que hizo que me rechinaran los dientes, y me colé por el hueco.

      Las telarañas gruesas y anudadas que bordeaban el sendero hasta la puerta de entrada me alegraron el corazón. Hacía bastante tiempo que no pasaba nadie por allí, quizá desde mi última visita. Era lo que siempre deseaba. Yo vivía con el miedo constante de que algún vándalo o un vagabundo descuidado subiera los escalones y alterara lo que había dentro. ¿Qué podía hacer yo si eso sucedía? No tenía forma de preservar ese lugar o de vigilarlo día y noche. Sí, pensaba en ello. Con demasiada frecuencia. Pero no es lo que ella hubiera querido.

      La fachada de la mansión estaba hundida como la cara de una abuela viejísima, gastada, curtida y abandonada. En una maceta de arcilla había un arbusto muerto hacía mucho tiempo, y cuando la levanté, las ramas se deshicieron y se convirtieron en polvillo. Debajo de la maceta había una llave. Yo podría haber forzado con una sola mano el cerrojo de la puerta podrida si así lo hubiera querido, pero hice girar la llave con delicadeza, como si las propias piezas de latón fueran a resquebrajarse.

      En el interior, el aire tenía un fuerte aroma a mantillo y a hierba mojada. Por las grietas del techo entraba luz, e iluminaba el polen y el polvo que se arremolinaban entre las columnas del vestíbulo de entrada. En otra época había sido grandioso. Las paredes, antes de un blanco inmaculado, ahora estaban tapizadas con musgo grueso. La escalera de mármol, que parecía indestructible, había sido despedazada por raíces salvajes y hierbajos.

      Había enredaderas, gruesas y entrelazadas, que surcaban el suelo y trepaban por los apliques. Se metían por debajo de las tablas del suelo, o se colaban por las rendijas de las puertas, se unían en el centro de la habitación y se envolvían alrededor de lo que parecía un centro de mesa puesto con sumo cuidado.

      Yo solía preguntarme cómo me sentiría al entrar en esa casa sin saber lo que sabía. Probablemente, creería encontrarme frente a la escultura de madera tallada con el más fino detalle que jamás se hubiera creado.

      Estaría seguro de que el rostro de la mujer, hecho con madera de color claro, era el sueño de un artista, si no hubiera visto esas mejillas llenas de color.

      Me imaginaría que el cabello, desmenuzado en tiras de corteza rizada, era una creación irreal, si nunca lo hubiera dejado correr entre mis dedos.

      Miraría esos labios perfectos y admiraría las manos hábiles que les habían dado forma a partir de un trozo de madera frío y muerto, si se me permitiera olvidar el calor que esos labios habían vertido sobre los míos.

      Se aferraba la barriga con los brazos, como si le doliera. Y así fue, cuando todo terminó. Su alma le estaba siendo arrancada del cuerpo como una página de un libro mientras sus manos destrozadas trataban de mantener todo unido.

      De esos dedos, en otra época tan delicados, habían brotado enredaderas salvajes que envolvían el frágil cuerpo y lo estrangulaban. La última vez que lo vi, las rajaduras eran delgadas. Apenas perceptibles. Ahora se estaban extendiendo. Tenía la barriga llena de fisuras. Una línea de fractura enorme le había llegado hasta el pecho izquierdo y lo había partido en dos. El uniforme blanco de enfermera que lo había cubierto ahora era una masa podrida de algodón marrón.

      Me entraron ganas de tocarla. Sentí el dolor de mis dedos temblorosos en su necesidad por acariciar ese rostro astillado, pero el miedo los mantuvo en su sitio. Incluso el contacto más suave podía acelerar la descomposición.

      Ese cuerpo en otra época albergó el espíritu más fuerte que el mundo haya conocido. Ahora, un golpe ligero podía hacerlo pedazos. Durante las noches de mucho viento, permanecía despierto en mi cama, y me imaginaba ese rostro quebrándose y dividiéndose, con el temor de que la siguiente vez que la viera ella no sería más que hollín y astillas.

      Pero allí estaba. Pendiendo de un hilo. Incluso ahora, con la piel despegándosele en láminas, el cuerpo convertido en un tocón resquebrajado, ella era lo más resistente que yo había visto.

      Me senté sobre las baldosas partidas, llenas de hierbajos, con miedo de que incluso mi respiración pudiera dañarla. Miré los ojos que ahora eran nudos de madera fríos e intenté que mi memoria los llenara de vida, pero ese tipo de magia murió al mismo tiempo que ella.

      Había una pequeña rama de enredadera cruzándole la frente con tanta fuerza que le estaba dejando un surco en la piel. Extraje el cuchillo de mi cinturón. No pude evitarlo. Con un corte cuidadoso, la rama quedó suelta.

      Hubo un crujido suave, pero no se le desprendió nada. La marca que le cruzaba el rostro era pequeña. Con el tiempo, le habría hecho un tajo por la coronilla.

      Saqué la foto de Rye de mi bolsillo y la coloqué en el suelo, entre nosotros.

      —Este tipo ha desaparecido. Por lo visto, se trata de uno de los buenos. Lo encontraré, si puedo. Su cuerpo, si eso es todo lo que queda. Quizás imparta algo de justicia si alguien le ha hecho daño. Yo…

      Estaba haciendo el ridículo. Ella me lo diría, si pudiera. Lo que daría para que ella se riera de mí una vez más.

      “¿Es esto… es esto lo que querías?”.

      Ella dijo la misma cantidad de nada que me decía cada vez que yo pasaba por allí. Desvié la vista de ese rostro congelado y dejé que la cabeza me cayera hacia delante. En el silencio, se oyó el crujido y el chasquido de las ramas.

      —Yo ya no estaría aquí —le susurré a la madera petrificada—. Si no te hubiera prometido a ti que me quedaría, ya no estaría aquí. De una manera u otra. No sé si darte las gracias o maldecirte. Solo quería que supieras… que me estoy esforzando.

      Sentí los ojos irritados cuando salí de nuevo al sol. Por el polvo, me dije a mí mismo. A lo largo de la calle, el abrir y cerrar de las puertas rompía el silencio. Iba a terminar el horario escolar y los padres se dirigían a recoger a sus pequeños. Volví a guardar la llave, coloqué de nuevo en su sitio el portón oxidado y le recé a quien pudiera estar oyendo que todo siguiera allí cuando volviese.

      Los padres estaban en la línea de la alambrada, inquietos y cacareando como gallinas en un corral. Recuerdo una época en que los niños volvían del colegio andando solos. Esos días ya han pasado. La vida nos ha enseñado que pueden suceder las cosas más terribles e inimaginables. Ya nadie discute con las madres nerviosas o los padres sobreprotectores. Si podemos hacer daño a todo un mundo, ¿qué posibilidades tienen los niños pequeños?

      La vigilante de seguridad fingió no reconocerme mientras buscaba mi nombre en su lista. El desprecio que había en su voz contradecía su farsa. Aquello indicaba una aversión ya conocida. Por muy mal que le cayera a la gente a primera vista, siempre empeoraba con el correr del tiempo. Soy la parte de atrás de un zapato que sigue arrancándote la costra de la ampolla, justo antes de que esta tenga la posibilidad de sanar.

      Las caras sonrientes pintadas en el mural me esperaban justo donde las había dejado. Pasé por las puertas rojas, crucé el auditorio y entré en el largo pasillo. Había dos aulas, una a cada lado del corredor, cada una de ellas retumbando con los chillidos amortiguados de los niños revoltosos. Aquel lugar tenía algo que me trajo a la memoria una cárcel, excepto que las risas eran inocentes y agradables. En la cárcel, la risa era lo último que uno quería oír.

      Miré el interior de una de las aulas a través de una pequeña ventana redonda. Vi un grupo de unos veinte niños sentados en círculo en el suelo y lanzando vítores mientras una niña de piel verde y cabello rubio rojizo hacía muecas en el centro.

      Era extraño ver niños de tantas especies distintas jugando juntos. La mayoría de los bares y tiendas estaban abiertos para cualquiera, pero las escuelas siempre habían sido exclusivas de cada


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