La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


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sí. He cocido los huevos demasiado.

      —Un poco.

      —Usted los quería poco hechos.

      —No es problema.

      —Lo lamento. Volveré a intentarlo.

      —No, está bien así. De todas maneras, tengo que irme.

      —¿La próxima vez?

      —Muy bien.

      —Se los prepararé poco hechos.

      —Fantástico. Me aseguraré de traer conmigo mi apetito.

      Levantó el plato y volvió a la cocina sosteniéndolo bajo la nariz y murmurando entre dientes.

      —Ah, sí. Los tomates, muy blandos.

      Comenzó a oírse una discusión acalorada procedente de la cocina mientras yo arrojaba algo de dinero sobre la mesa y me terminaba el whisky. No estaba enfadado, tan solo quería irme de allí. Aquel tipo era de admirar. Tenía el triple de años que yo y estaba comenzando de nuevo. No creo que yo hubiera comenzado siquiera.

      Tenía que hacer tiempo antes de reunirme con el director Burbage, así que fui hacia el norte por la calle Riley en dirección a Jimmy’s, el bar favorito de Rye, según la bibliotecaria. La entrada era una escalera estrecha situada entre la tienda de los curtidores y una pequeña carnicería que había cerrado hacía mucho tiempo; los carteles descoloridos todavía ofrecían conejo asado (un plato favorito entre los hombres lobo) y algunas carnes controvertidas, como filetes de grifo. En la puerta había una pequeña pegatina roja que decía: “Donaciones de sangre bajo pedido”. No quedaba claro si el carnicero hacía el pedido a un proveedor o si se abría una vena propia. No me gustaba ninguna de las dos opciones.

      Subí las escaleras hasta llegar a una puerta negra e intimidante que daba a una habitación sin ventanas, pequeña y melancólica.

      Era algo de otra época, de una época mejor. La barra estaba perfectamente lustrada y reflejaba el brillo de la lámpara de araña colgante. Las banquetas estaban forradas con terciopelo rojo y había cinco cubículos recién tapizados contra la pared del fondo. Incluso había pequeños cuencos de frutos secos en todas las mesas. Entré como si nada, tomé un puñado de frutos secos de uno de los cuencos y esperé que las cabezas se giraran hacia mí. No tuve que esperar mucho.

      Había dos clientes: un hechicero de larga cabellera con las mejillas hinchadas y un Gnomo de traje blanco y sombrero con pluma del mismo color. El camarero era un trozo de carne de un metro ochenta con un gran ojo en el centro de la cabeza. Senté mi vulgar humanidad sobre una de las elegantes banquetas y arrojé unas cuantas monedas sobre la barra.

      —Leche de álamo tostada.

      El viejo cíclope no se movió ni un centímetro.

      —Aquí no tenemos ese jarabe de mierda —gorgoteó.

      Eché una mirada a los botelleros que había detrás de él: todas eran cosechas exóticas y carísimas, similares a las botellas que había visto en el alojamiento de Rye, y muy por encima de mi presupuesto.

      —Solo deme algo fuerte.

      El cíclope resopló y vino hacia mi parte de la barra. Usó una de las salchichas gruesas que tenía por dedos para ir separando las monedas mientras las contaba mentalmente. A continuación fue al fregadero.

      Tomó un vaso de la pila de cacharros sucios y se lo limpió en el delantal. Abrió el grifo, llenó el vaso con agua y lo colocó delante de mí. Entonces se sorbió la nariz, se inclinó hacia delante y escupió dentro del vaso.

      —Ahí tienes lo fuerte.

      Ni siquiera intenté adivinar qué había hecho para que aquel bruto se enfadara conmigo tan rápidamente. Podía haber sido mi atuendo y mis botas encintadas. Podía haber sido mi actitud de buscapleitos. Podía haber sido el hecho de que yo era humano. O quizás el hecho de que yo tengo una de esas caras que la gente sueña con meter dentro de una colmena.

      Bueno, no tenía sentido molestarme con sutilezas.

      —He venido a preguntar por un vampiro.

      Las fosas nasales del cíclope se inflaron, pero no dijo nada. En vez de eso, cogió las monedas, una por una, y dejó la última sobre la barra, solitaria. Apoyó su índice sobre ella y la empujó hacia mí.

      —Tu cambio —gruñó, y su voz sonó como una máquina cortacésped que tuviera el motor de arranque roto. Alargué la mano para coger la moneda.

      —Gracias.

      ¡ZAS!

      Dejó caer su puño carnoso sobre el dorso de mi mano. Levanté la otra pensando que me iba a estampar el otro puño en la cara, pero en lugar de eso, se inclinó hacia mí, me agarró la manga del chaquetón y tiró de ella hacia atrás.

      Encontró lo que estaba buscando: los cuatro tatuajes.

      —Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí?

      Señaló la banda negra y gruesa más cercana a la muñeca.

      —Un recluso.

      Luego, el diseño detallado con el brillo verde oliva.

      —Un recluta.

      La marca lisa del ejército.

      —Un soldado.

      El código de barras.

      —Y un criminal.

      Le devolví mi sonrisa más dulce.

      —Casi. La segunda es del ballet de jazz. No te preocupes, es un error común.

      Ahí fue cuando vino la segunda mano. Un puñetazo dado de lleno en un lado de la cara, que podría haber sido la coz de un caballo de arado.

      Lo soporté sin hacer nada al respecto. No me quedaba otra. Había entrado en aquel bar y había comenzado a soltar la lengua y, si sacase el cuchillo, probablemente tendría que utilizar unas tenazas para arrancar mis dientes de la barra.

      Su única ceja, que parecía una oruga, se arrugó cuando me miró para decirme que era el momento de que me largara. Una vez que recuperé la sensibilidad en los dedos, volví a estirar la manga lentamente.

      Me tambaleé por un momento, hasta que la habitación dejó de girar, luego tomé el vaso de agua y bebí el contenido. Era una jugada estúpida con la que no demostraba nada, pero yo siempre trataba de generar algo de entretenimiento.

      —Gracias por la copa.

      Me metí el cambio en el bolsillo y traté de ponerme de pie con dignidad. Por desgracia, me la había olvidado sobre la mesilla de noche. El pequeño Gnomo del traje blanco murmuró algo en mi dirección. Los oídos me zumbaban demasiado para poder oírlo, pero no me importó. Pasé flotando por su lado, bajé las escaleras y me encontré bajo el cielo gris. Si Edmund Albert Rye no era más que recuerdos y polvo, yo todavía no necesitaba perder la cabeza por él.

      Con la resaca que me provocó el puñetazo, vagué por las calles dejando que mi mente fuera recobrándose. Me dije a mí mismo que no tenía un destino fijo. Que iba sin un sentido. A la deriva. Pero yo no sabía mentir muy bien, ni siquiera a mí mismo. No fue casualidad que acabara llegando adonde llegué.

      La mansión abandonada estaba más oscura que el resto de la ciudad, incluso durante las primeras horas de la tarde. El último gobernador de Sunder fue un ogro llamado Lark, que invirtió cinco años y una fortuna del dinero de los contribuyentes para construirse ese hogar. No fue todo malgastado, sin embargo. Un flujo constante de dignatarios extranjeros había subido esos escalones para llenarse con comida y vino, y, luego, ser coaccionados con algún acuerdo por nuestro bullicioso líder.

      Lark


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