Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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      —El sábado fui a un bar —fui directamente a la parte de la conversación que me había llevado allí en primer lugar. Seguí hablando mientras jugaba distraídamente con el borde de la encimera—, conocí al cantante de una banda de versiones y nos besamos —la abuela me miró con los ojos muy abiertos—. Después me llevó a un lugar privado y bueno, él y sus amigos empezaron a hacer cosas que yo no quería hacer.

      —¿Se estaban drogando? —preguntó sin tapujos.

      —Sí, estaban esnifando coca.

      —¡Val! —exclamó. La miré al instante, a punto de arrepentirme de haber tenido la intención de contarle lo que me preocupaba.

      —¿Vas a juzgarme?

      —No —bajó la cabeza, después volvió a mirarme—. Tú no la esnifaste, ¿verdad? Sé sincera conmigo: ¿tú no…?

      —No. Le dije que no quería, así que me rechazó. La cuestión es que, justo cuando la discusión se complicó, vino su amigo, otro chico del grupo, y se lo llevó. Cuando salí, me siguió y me preguntó si estaba bien. Y yo le insulté.

      —¿Al que te rechazó o al amigo?

      —Al amigo.

      —¿Por qué te preocupa eso? Pareces preocupada.

      —Porque no puedo dejar de pensar en él. ¿Y si en realidad se llevó a su amigo cuando estábamos discutiendo para protegerme? No sé por qué me siento culpable si se merecía todo lo que le dije.

      —¿Él te había hecho algo?

      —No directamente, ¡pero él y el otro chico eran amigos! Se supone que entablamos amistad con personas que se parecen a nosotros.

      —Cuéntame: ¿quiénes son tus amigas?

      Me daba la impresión de que esa pregunta no tenía ninguna relación con lo que le estaba contando y que no obtendría respuesta.

      —Se llaman Liz y Glenn —respondí, un poco perdida.

      —¿Y por qué sois amigas? —siguió indagando.

      —No sé. Supongo que nos llevamos bien porque el resto nos ignora. A mí me llaman gorda, Liz les cae mal por su forma de ser y Glenn no es el tipo de chica que quieren tener cerca; les parece aburrida.

      —Me preocupa eso de que te llamen gorda. Hablaremos de ello en otro momento. Ahora dime: si tuvieras que describir con dos palabras a cada una de tus amigas, ¿cuáles serían?

      Lo pensé durante un momento.

      —Mmm… Diría que Liz es estudiosa y perfeccionista; y Glenn, ingenua y religiosa. Con «ingenua» me refiero a que no tiene maldad y que es muy soñadora.

      —Ajá. «Religiosa». Y tú, ¿vas a la iglesia? ¿Eres muy� «religiosa»?

      Si antes me había dejado pensando, ahora estaba muda.

      —N... no —balbuceé.

      —Apuesto a que tampoco eres tan perfeccionista ni soñadora. Entonces, puede que ese chico tampoco sea igual que su amigo. Forjamos amistad con personas afines a nosotros, no idénticas. No subestimes tu intuición: si crees que, en realidad, el chico te salvó de su amigo, confía en tu percepción.

      Miré como ponía unas cuantas galletas en un plato. Eran las mismas que había servido la vez anterior.

      —¿Siempre horneas las mismas galletas? —pregunté, pellizcando una.

      —Sí. ¿Quieres que te prepare otra cosa?

      La oferta me entusiasmó.

      —Me gustan los muffins de chocolate.

      —¡Pues la semana que viene te haré muffins! —exclamó.

      —Abuela… Quería pedirte algo más —dije. Ni siquiera me di cuenta de que, por primera vez, la había llamado abuela, pero ella sí que lo hizo. Lo supe por cómo me miró.

      —¿Sí? —respondió.

      —¿Conoces a alguien que pueda hacerme un piercing sin que me pida una autorización firmada por parte de mis padres?

      La sorprendí tanto que dio un respingo.

      —¡Val! No me pidas eso, por favor. Sí, conozco a alguien, pero no puedo ser tu cómplice a espaldas de tus padres.

      —¡Venga, vamos! Papá ya está enfadado contigo, ¿qué más da darle otro motivo para estarlo? Además, nunca se enterará de que me ayudaste. Tampoco denunciaré al que me lo haga, no te preocupes; lealtad ante todo —ella se rio, negando con la cabeza. Vi una grieta en su determinación, así que intenté darle más razones para que me ayudara—. Piensa que lo voy a hacer de todas formas, me acompañes o no. Le pediré a Liz que me lo haga en el baño del colegio, así que, si me llevaras a un profesional, en realidad estarías evitándome una infección.

      Suspiró y supe que había ganado.

      —De acuerdo.

apertura de capítulo

      8

      Ay

      Tanto el negocio al que me llevó la abuela como su dueño se llamaban Xiang. Con ese nombre y por los rasgos del chico, no cabía duda de que era chino. Las paredes estaban revestidas de dibujos asiáticos y olía a tinta: Xiang, además de tatuajes, también hacía piercings. No debía tener más de veinticinco años, era atractivo y, por supuesto, iba tatuado de la cabeza a los pies.

      —Esta es mi nieta Valery —le explicó la abuela—. Quiere hacerse un piercing, y yo lo autorizo.

      —¿Qué estilo quieres? —me preguntó Xiang.

      —Nada muy difícil, solo un aro en la nariz —contesté.

      —¿A qué lado?

      No lo había pensado.

      —El izquierdo —solté, solo porque sí.

      Me pidió que me sentara en un sillón parecido al que usan los dentistas y me sugirió que me relajara. Hasta ese momento no había sentido miedo, pero, en cuanto empezó a limpiar la zona y a estirar la piel para estudiar la posición en la que haría el agujero, me puse nerviosa. Le vi manipular los instrumentos y me mordí la lengua para no preguntar ¿dolerá? como si fuera una niña.

      Cuando la aguja traspasó la piel, se me escapó un quejido. El dolor duró un segundo y enseguida noté el calor de la sangre. Después de desinfectarme la zona, Xiang me ofreció un espejo: me había colocado un aro en el lado izquierdo de la nariz.

      Me vi rara. Sabía que era estúpido, pero me sentía mayor. Me quedaba bien.

      —Gracias —dije, sonriendo.

      Asintió con la cabeza y se arrastró con la silla de ruedas hasta un soporte metálico que colgaba de la pared. Arrancó un papel y me dio un bote.

      —No te toques el piercing. Sigue estas instrucciones, debes desinfectártelo con este líquido varias veces al día y, ante cualquier inconveniente, no dudes en ir al médico. ¿Te ha quedado todo claro?

      —Todo claro —dije.

      —Gracias, Xiang —le dijo la abuela, tocándole el hombro—. ¿Cuánto te debo?

      —¡Oh, no! —exclamé yo—. Ha sido idea mía, así que me lo pago yo.

      Me agarró el brazo para detenerme.

      —Otras abuelas regalan pulseras o pendientes. Déjame regalarte esto. Somos un poco raras, ¿no? —se rio y entregó el dinero a Xiang antes de que pudiera hacerlo yo.

      Cuando


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