Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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que llegara la profesora de matemáticas. Me encogí de hombros. Ella se rio—. ¿Qué pasa? ¿No era lo que esperabas?

      —Me pasó algo horrible.

      Le conté lo que había pasado con Brad y su amigo el guitarrista. Glenn llegó en medio del relato y tuve que empezar de nuevo para ponerla al corriente.

      —No es culpa tuya —concluyó Liz, muy segura—. Si el guitarrista no quiere que le prejuzguen, que se junte con gente decente.

      Así era ella: concreta y exigente, por eso caía mal a mucha gente. Sin embargo, era una de las razones por las cuales sus palabras significaban tanto, y consiguió que dejara de sentirme culpable, al menos durante un rato.

      Las clases hicieron que me olvidara del guitarrista durante horas. Las bromas de Liz y Glenn sobre el bar me sacaron más de una sonrisa. Incluso encontramos una canción que se llamaba Rock Me Amadeus y jugamos a cambiarle la letra: «Amadeus, Amadeus, no me tientes, Amadeus».

      Todo eso me ayudó a restarle importancia a lo que había pasado, pero cuando me acosté por la noche, Dark Shadow volvió a perseguirme como un fantasma. Repasaba los insultos y me sentía cada vez más desalmada. Lo había llamado imbécil, idiota, falso… adicto.

      Me tapé la cabeza con la almohada y enterré la cara en el colchón hasta que me quedé sin aire y tuve que salir a respirar con la boca abierta. Me giré hacia arriba y empecé a hablar mentalmente con Hilary. Hasta que murió, creía que tenía mucha experiencia con los chicos. Al parecer, ni siquiera se había acostado con uno, pero seguía siendo mi hermana mayor y seguro que sabía, aunque fuera poco, algo más que yo.

      Me sentí un poco decepcionada cuando no encontré consuelo. Había actuado mal y lo sabía, pero no quería reconocerlo.

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      El día siguiente fue horrible. El más horrible de todos después de la muerte de Hillie.

      El doctor Hauser llegó con dos enfermeros, que entraron en la habitación de mamá junto a mi padre. Aunque cerraron la puerta, escuché los gritos de mi madre, hasta que, de golpe, se calló. Cuando salieron, me di cuenta de que la habían sedado.

      Se la llevaron mientras estaba dormida y nos aseguraron que mejoraría en pocas semanas o, con suerte, en unos días. Sabíamos que recuperarse de una depresión llevaba tiempo, pero, al menos, superaría la crisis en la que se había sumido desde el funeral de Hillie.

      Cenar a solas con papá ya se había convertido en una costumbre.

      —¿Quieres que mañana vayamos a ver a mamá? —me preguntó mientras nos terminábamos las hamburguesas que había preparado—. El doctor dijo que podíamos ir todos los días. Es más, dice que sería lo mejor para ella.

      —Iré todos los días —dije.

      Después de la cena, me fui a mi habitación y taché el recital de la lista de Hilary. Me preguntaba cuál sería el siguiente paso. Aunque merecía un respiro y la pizza era lo más sencillo, decidí que me haría un piercing.

      Lo de mamá, el instituto y cumplir el siguiente deseo me entretuvieron bastante, pero cuando me iba a dormir o cuando me despertaba, solo podía pensar en Dark Shadow. Me preguntaba por qué no había respondido a mis insultos, si su amigo Brad, sin que yo le hubiera hecho nada, me había humillado. Me habría gustado saber de qué color tenía los ojos, cómo se llamaba…

      Pensé en volver a hablar de él con Liz y Glenn. Como buenas amigas, intentarían levantarme el ánimo y empezarían a bromear con que me gustaba un rockero y todas esas tonterías con las que pasábamos el rato. Pero eso no resolvería mi problema, ni acallaría la culpa. Me sentía mal por haberle insultado y temía haberle herido.

      Contárselo a papá ni se me pasaba por la mente. Pero estaba mi abuela. Rose seguro que me daría un buen consejo, así que decidí visitarla el sábado.

      Ir a ver a mamá al hospital fue casi tan horrible como ver a los enfermeros llevársela. Sin embargo, aunque pareciera increíble, unas horas con la medicación adecuada y buenos profesionales habían mejorado su aspecto y su carácter. Esperaba que volviera a casa pronto, que fuera otra vez ella misma.

      —¡Val! —exclamó Rose al verme entrar en su negocio.

      Del mismo modo que había hecho la vez anterior, cerró las cortinas, apagó el cartel luminoso y cambió el anuncio que decía «Abierto» por el lado que decía «Cerrado».

      —¿Me vas a contar cómo adivinaste cosas sobre mí el otro día? —aproveché para preguntar mientras pasaba junto a la mesita donde descansaban las cartas y las runas.

      Mi abuela sonrió con picardía.

      —Está bien, te contaré el secreto en caso de que algún día quieras dedicarte al oficio.

      —No, gracias —murmuré entre risas. Ella también se rio.

      —Lo único que tienes que hacer es observar. Primero, la mirada del cliente; los ojos indican cómo se siente una persona. Por otro lado, aunque no lo creas, los problemas de la gente se repiten, y al final te das cuenta de que casi todas las personas siguen un patrón. Mirando al cliente puedes intuir cuál es ese patrón y, cuando aciertas con una cosa, el resto es fácil de deducir.

      Entrecerré los ojos pensando en mis propias deducciones.

      —Está bien: la mochila y cómo iba vestida te indicaron que venía de clase—admití—. Pero eso de que se me dan mal los deportes…

      —Ese día tenías una marca en el dorso de la mano. Apuesto a que te tocó colgarte de las anillas en gimnasia. Solo una persona que no sabe hacerlo bien acaba con esas marcas.

      Abrí la boca como si fuera a comerme una hamburguesa. Había dado en el clavo.

      —¿Y lo de mi hermana?

      —Muchas chicas de tu edad se comparan con sus hermanas, igual que los chicos lo hacen con sus hermanos. Es extraño que una chica y un chico se comparen entre sí. Fue arriesgado, pero no me equivoqué, ¿verdad? Si realmente te hubiesen interesado mis servicios, eso te habría convertido en mi cliente.

      Hice una mueca.

      —No te ofendas, pero me parece que estafas a la gente.

      —¡No! Bueno, a veces le vendo algún producto que no es más que agua con hierbas aromáticas a algún cliente, pero la mayoría de las personas solo necesitan hablar con alguien, y lo mío es mucho más económico que ir al psicólogo.

      —¡Rose! Sin el psiquiatra, mi madre se habría ido con Hillie.

      —¡No estoy diciendo que sustituya a un psiquiatra, Valery! Solo digo que, a veces, las personas necesitan creer en algo para resolver sus problemas. Por eso van a la iglesia o buscan un mentalista. No me refiero a la salud, sino a asuntos de la vida. Les digo que mi producto puede acabar con su problema y, lo creas o no, la mayoría de las veces solucionan ese problema. ¿Sabes por qué? Porque las personas creyeron que lo haría —me puso una mano en el hombro y dijo una de sus frases cargadas de sabiduría—. No importa lo que pienses: pasará lo que tenga que pasar. ¿Te apetece un té?

      Solo pude asentir con la cabeza.

      Entramos en la casa y mi abuela fue a la cocina. Dejé la mochila en una silla del comedor y me planté junto a ella, frente a la encimera.

      —¿Por qué has dicho eso de tu madre? —preguntó mientras llenaba dos tazas con agua.

      —A mamá le está costando superar la muerte de Hillie. Pasará la semana en un hospital psiquiátrico —no sé si eran sus habilidades o qué, pero, cuando estaba con ella, solo sentía unas ganas irrefrenables de confesarme.

      Me


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