Tan buena Elenita Poniatowska. Jairo Osorio Gómez
su barriga pronunciada, dice las mejores cosas de la noche: el libro no es un testimonio del pasado, es la advertencia del futuro porque las causas que lo originaron están presentes en el país corrupto que se perpetúa en el poder. Ella apenas sonríe, satisfecha.
A su lado, la hija de Elenita es ya el retrato exacto de la madre. Cualquiera diría que son hermanas; de lo jóvenes y bellas que aparecen, y a pesar de los cincuenta y cinco de Ella. La escucha con el mismo respecto que prodigó a los oradores anteriores. Es la carne de su carne y siente. “En realidad yo no empecé haciendo las crónicas, yo empecé como todos: ayudando. Te vacunabas y te ibas a las brigadas. Así empecé a ir a los albergues, a revisar la vigencia de las medicinas, a transitar por las calles y tomar nota de las necesidades de la gente, a hervir peroles y peroles de agua, a cocinar cazuelas y cazuelas de arroz. Recuerdo muy bien que me habló Carlos Monsiváis y me dijo que qué diablos estaba haciendo yo en vez de escribir, pero en ese momento lo que menos quería hacer era escribir. Pensaba que no servía para nada, que lo que había que hacer era ayudar con las manos, ir a los lugares, juntar ropa”.
La gente, su gente, permanece absorta. Ni los cláxones se atreven a interrumpir. “Cuando empecé a escribir es porque la gente necesitaba contar sus cosas, decirlas, y yo escribirlas. Empecé entonces a publicar en La Jornada una crónica diaria. Fueron como días de guerra. Tres meses de escribir una crónica diaria. Para realizar ese tipo de cosas tienes que estar como anestesiada. Pensar únicamente en que tienes que ser eficaz. Y no sólo para escribirlas, sino para lograr otras cosas que venían al lado de las crónicas: que una casa para doña Chelo Romo, que les pusieran unos lavaderos en la vecindad, que se necesitaba una escuela temporal. Había miles de cosas que se derivaban de las crónicas y que también había que hacer”.
Su vestido liviano parece encenderse con las luces de la televisión. Sus palabras levantan entusiasmo, el mismo que producen sus libros. Querido Diego, te abraza Quiela. Hasta no verte Jesús mío. La noche de Tlatelolco (esa otra desgarradura del México moderno). De noche vienes. Fuerte es el silencio…
Por el libro de ahora no cobra. Las regalías de Nada, Nadie están destinadas para ayudar a los damnificados, principalmente a las costureras del Sindicato 19 de Septiembre, a quienes tiene a su lado en cabeza de la dirigente Evangelina Corona. A los damnificados de siempre, repite, porque México está lleno de damnificados de siempre. Por las crónicas publicadas en el periódico La Jornada tampoco cobró. “Se me enchina el cuero de sólo pensarlo. La idea de cobrar por un artículo sobre el sufrimiento de la gente me parece una aberración”. Además, este es un libro colectivo, añade. Está hecho con el dolor y el trabajo de todos.
Oyéndola se me ocurre que el nuevo volumen no es más que la continuidad de ese eterno diálogo con la muerte que mantiene y celebra el mexicano. “Me pregunto cómo le hizo mi madre después de la muerte de Jan, a los veintiún años; qué hizo cada mañana al levantarse, cómo logró comenzar el día, poner un pie delante del otro. Recuerdo, sí, que cierta vez me dijo que la habían ayudado mucho los paisajes, ver esa gran extensión de tierra yerma al borde de la carretera, el cielo encima también extendiéndose, a veces los árboles, los pinos que van subiendo alto y conforman pirámides verdes que apuntan hacia arriba. También me dijo –en alguna tarde– que sentía que Jan, su único hijo varón, estaba feliz donde estuviera, y que en espíritu la acompañaba, lo sentía a su lado, presente en las ondas del aire, en su propia respiración. Está en mí”, termina rememorándola.
La señora dolida por la matanza en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco mil novecientos sesenta y ocho, vuelve a erguirse con toda su entereza. En verdad, nunca la ha dejado. Es su mayor virtud. Por eso es Ella. En Nada, Nadie las páginas trasudan el Estado que se corrompe: los edificios se doblan porque las normas de calidad y seguridad son burladas; las decenas de colombianos torturados y muertos en las celdas de la Procuraduría los quieren aparecer víctimas del terremoto; el penalista Saúl Abarca, desaparecido desde el doce de septiembre, amanece muerto dentro del baúl de un auto estacionado en la misma Procuraduría y que el sismo no dejó sacar a tiempo; los auxilios para las víctimas se quedan en las manos de los políticos; los gendarmes saquean las ruinas. La Paloma Cordero de De la Madrid, diciéndole a Nancy Reagan: “Pásele, pásele, usted perdonará”. La carroña en la putrefacción de la tragedia esperada. Idénticos todos. Los corruptos, digo. El mar de escombros los pone a flote.
Son las nueve de la noche. Los transeúntes que vienen del trabajo, que salen del Metro, no llegan a casa. Su voz dulce los retiene en la esquina de la Avenida. Escuchan que es la historia colectiva de un pueblo que se creía solo, hasta cuando les sucedió esto. Entonces, descubren esa vocación de solidaridad que es la que, inconscientemente, los ha sostenido en la larga pesadilla de los avasallamientos, iniciada por Hernán Cortés, y a la que ni Iturbide, ni los franceses, ni Maximiliano, ni los gringos –tan azarosos esos vecinos–, ni el propio PRI han sido ajenos.
Los retiene, a esos transeúntes, como la memoria de su hermano Jan, muerto en el año de Tlatelolco. Los obreros ya no se van, o se van, pero quedan en su corazón como el de Ella en el espíritu de todos. El Jardín del Caracol –así se llamará aquel lugar hasta que el nombre vuelva a mí–, y que el príncipe Eduardo García Aguilar me recorriera días antes, seguía con los brazos abiertos recibiendo a los hombres en la noche fresca de septiembre, a tres años de aquella hecatombe. “La vida se vengaba así de la muerte”.
Este espacio, igual al espacio de la crónica –para recordar otras de sus palabras– es cada vez mayor. Es como una plaza grande, como el Zócalo, diría Ella, en donde ya cabemos todos. Luego, las voces festivas, tremulantes, se desperdigan por la Miguel Ángel de Quevedo llevando su voz, la de Ella, que son las voces del temblor. Evangelina Corona apenas repite. Tan buena Elenita Poniatowska. Es un amor Elenita Poniatowska.
(A todos nuestros muertos, pero también a todos nuestros vivos. Coyoacán, septiembre de mil novecientos ochenta y ocho).
García Márquez cortesano 2
Con sus actitudes frente a los gobiernos de turno, Gabriel García Márquez se parece cada vez más a Mario Vargas Llosa, con quien acabó peleando a las trompadas por esas cosas veniales a las que empuja una fama mal administrada.
Una disputa de dos viejos amigos –Ernesto Samper y el escritor, muy santafereño el uno y bastante provinciano el otro– la trasladó García Márquez a lo político y le hizo creer a Colombia que era una posición crítica frente a lo nacional.
La decadencia de García Márquez empezó en la política, y ojalá no se traslade a su literatura, porque nos tocaría seguir leyendo a Germán Arciniegas hasta que cumpla cien años (lo cual hacemos con mayor deleite por el rigor intelectual de sus obras, por su profunda claridad del mundo contemporáneo, y por la verticalidad constante de su vida).
Moral e intelectualmente es mucho más importante la adhesión del maestro Germán Arciniegas –conciencia lúcida de las Américas– a la candidatura de Horacio Serpa Uribe, que el pronunciamiento retórico del Nobel de Aracataca sobre la educación en un hipotético gobierno pastranista.
Gabo es un hombre que no necesita del poder, pero le encanta estar con el poder; retratarse con el poder. Eso, solamente, ya lo descalifica como ser humano. Susang Sontang –la maravillosa escritora e intelectual norteamericana– lo advirtió a los lectores hace años, con su certidumbre premonitoria de mujer: García Márquez se pierde en la seducción que ejerce el Poder sobre sus actos. Tan amigo de Felipe González cuando gobernó, como de Aznar cuando lo reemplazó –a pesar de lo visceral y políticamente opuestos–. Pero así es García Márquez.
Exaltado con el Premio Nobel por su fidelismo y su izquierdismo –dijo cierta crítica internacional en su momento–, derrocha ahora esos réditos sobre los gobelinos palaciegos de la derecha y en los pasadizos oscuros de los regímenes más retardatarios del Continente. Fidel Castro no debe estar jubiloso.
“Núñez buscó el Poder como venganza. Holguín, como un lujo. Caro, como un orgullo. San Clemente, como un honor”, dijo José María Vargas Vila. Cabe agregar hoy, en ese listado lapidario