Tan buena Elenita Poniatowska. Jairo Osorio Gómez
con su amistad le enseñó el gusto de recorrer el mundo en automóvil: Sin sujeción a horarios, a estaciones (como en los trenes), y mucho más íntimo. Viajar fue para ella un ejercicio de libertad y un antídoto contra la vida monótona de las cenas victorianas y las tapicerías oscuras de su clase social en Norteamérica. Recorrió España a lomo de mulos y en diligencias desvencijadas –por Castilla, Galicia, Navarra, Aragón, Asturias–. Otro tanto hizo en Francia, Italia, África, por las islas del Mediterráneo.
“La vida es la cosa más triste que existe, después de la muerte; sin embargo, siempre hay nuevos países que ver, nuevos libros que leer […], otras mil maravillas diarias ante las cuales admirarse. El mundo visible es un milagro cotidiano para quienes tienen ojos y oídos […]. La vejez no existe; sólo existe la pena. Con el paso del tiempo he aprendido que esto que parece cierto, no es toda la verdad. Otro generador de la vejez es el hábito: el mortífero proceso de hacer lo mismo de la misma manera a la misma hora día tras día, primero por negligencia, luego por inclinación, y al final por inercia o cobardía”, escribió en Una mirada atrás (Barcelona: Ediciones B, 1997. p. 414). Se entiende, así, su afán por el viaje.
Extraño en esa su época ver a una mujer adentrarse por territorios escasamente abiertos a los hombres: los de la guerra europea de mil novecientos catorce, por ejemplo. Y sin embargo, la vieron a ella hacer esos recorridos desolados, detrás de los escuadrones bélicos. Al escribir sobre Europa supo que lo tenía que hacer desde una mirada muy poco familiar, porque para entonces qué no se había escrito del viejo mundo. (Un solo dato: en mil novecientos se habían publicado en Estados Unidos cuatrocientos treinta y cinco libros sobre Italia y quinientos sesenta sobre Francia). Y sin embargo, lo consiguió. Visitó y miró lo que otros viajeros no habían visto, y en épocas en que no lo hacía nadie, por temor a las fiebres del verano. Buscó en esos parajes los encantos que una dama de buena formación intelectual era capaz de hallar, y los encontró y recreó con sensibilidad. Miró en Italia lo ya mirado, y lo describió distinto. Descubrió allí, entre las piedras antiguas, el detalle que se le escapó a los otros viajeros. Con su experticia del Renacimiento y Barroco italianos, escribió para el Century Magazine una serie de artículos sobre villas y jardines campestres.
Porque Edith Wharton, además de arrebatada, fue una erudita en arte. Sus recorridos por Italia los hizo con la mirada de quien sabía no solamente de pintura y escultura, sino también de arquitectura medieval y gótica, barroca. El peregrinaje de una viajera como ella se vuelve, entonces, una clase de humanismo, en la que por contraste llega a mostrar dos ciudades a la vez: la que visita, y aquella que le sirve de referente para describir la primera. Así, Milán en su narración de calles y edificios y columnatas públicas es igualmente otra cualquiera de las ciudades de la Italia central o la Italia del norte. Y su época de trotes (finales del siglo diecinueve y principios del veinte) también es la del quatrocento, la del cinquecento y la del settecento. Y la de los tesoros artísticos de la villa que la acoge, pero igual, la que, con su memoria, recuerda de las iglesias y ciudades revisitadas mentalmente.
Pasajera incansable, la Wharton hizo de sus viajes un arte: el de contar para otros su recorrido de sensaciones interiores y sus apreciaciones juiciosas. La sensibilidad de mujer educada le permitió auscultar con igual sentimiento la obra del hombre de las ciudades o su huella en el campo: “en Francia todo habla de un trato largo y familiar entre la tierra y sus habitantes: cada campo posee un nombre, una historia, un lugar distintivo en la política local; cada brizna de hierba está ahí por un antiguo derecho feudal que desde hace mucho ha desterrado al inservible matorral autóctono” (“Una travesía por Francia en automóvil 1906–1907”, p. 131).
Su narración de la movilidad de París durante la guerra de mil novecientos catorce (“El semblante de París” agosto 1914 / febrero 1915) es el testimonio de lo que significó para los franceses la tragedia de tener que marchar a los frentes de guerra, y dejar a “la ciudad luz”, y sus campos, abandonados a la suerte de sus dioses vanidosos. Las películas de guerra de la época –epopeyas llevadas a la pantalla grande por Hollywood y algunos directores europeos– parecen sucederse con base en las perplejas descripciones de las dificultades intrínsecas de la movilidad general descritas por la Wharton, cuando París estaba sólo habitado por mujeres (agosto de mil novecientos catorce). Los hombres estaban en los regimientos alemanes de Alsacia y regiones fronterizas con el país invasor (Argonne, Marne y Mosa, comarcas sobre las que la violencia alemana se cebó duramente. Vitry-le-François, Bar-le-Duc. Etrepy, Sermaize-les-Bains, Andernay… Pueblos que pasaron de ser hermosos balnearios entre frondosas laderas y jardines, rodeados de granjas, a villas destrozadas por la bestia alemana).
La descripción de los frentes de guerra que recorrió es sobrecogedora. Son los apuntes de una reportera inteligente, culta; una narradora de la mejor estirpe, llena de significativos detalles para el lector (el color de las cortinas en un baño de Verdún, por ejemplo, en medio de los charcos de sangre y las cenizas de las villas arrasadas). En Gerbéviller, desalmadamente incendiada y destruida por los alemanes, “quemada y tiroteada y sujeta a innombrables torturas” (2001: 219), deberían los germanos de todos los tiempos memorar este nombre que equivale a la ignominia humana de las todas generaciones anteriores y posteriores (2001: 217), piensa el lector, porque para eso es el viaje imaginario. Para no olvidar nunca.
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