Tan buena Elenita Poniatowska. Jairo Osorio Gómez
supervisora entregó las mantas, también pardas). Encontró plomizos los trajes de sus gentes, el paisaje, los trenes atestados de nativos y de cosas… En ellos descubrió que no se puede tener una visión mínimamente completa del país sin haber viajado en sus vagones insospechados. “El tren es la cara más oscura del socialismo, […] es el universo en que se refleja su fracaso. En él hay primera y segunda clases, asientos blandos e incluso camas para quien pueda permitírselo, asientos duros o el suelo para quien no puede”. Son fundamentales para conocerla, más que sus propias ciudades emblemáticas, aseguró.
El cronista hizo el viaje inverso al del turista occidental común. Previo al recorrido por las provincias más exóticas, vivió y estudió un mes en la Universidad de Nanjing, para intentar familiarizarse con el idioma, esa jungla de signos, no significantes, casi jeroglíficos, que hacen sentir al visitante que lo desconoce, perdido de sí y de los demás. Y cuando se llegó a Beijing fue sólo para responder a la cortesía de un amigo americano que lo invitó. De hecho, en su memoria la capital (tanto como Shanghái) es un lugar ajeno cuyo mapa no llegó a asimilar. Allí, dice, fue un turista más, y para colmo, un turista perezoso, acosado por las muchedumbres que encontró en todas partes, el tráfico denso y un socialismo conservador de los rasgos propios del Imperio, donde entendió, por momentos, que la revolución cambió el orden social pero no los gustos y los secretos deseos de sus gentes por los adornos de seda y los brocados ancestrales de la cultura china.
Prefirió la aventura en comarcas como Guilin, “la región más bella del mundo”, según los folletos promocionales, y Ovejero le dio la razón. Hermosa por el paisaje que arropa a la ciudad, sus montañas han sido pintadas por artistas de tiempos diversos, y el viajero va allá para comprobar esa idealización del paisaje. Pero al llegar, el panorama lo encuentra igual a como lo conoció en las láminas de seda. Entonces, no sabe si defraudarse o alegrarse. Prefirió también a Yangshuo, el lugar apacible para los mochileros del mundo, y pronto invadido por los turistas comunes. A Chengdu, Leshan, Dafu –la cuna de la estatua gigante del Buda excavada en un acantilado. A Xichang, una región de minorías étnicas, y a Jinjiang, Lijuang, o Yunnan, lugares infectos para cualquier mortal, limítrofes con Birmania y Tailandia, y con los mismos problemas de los territorios fronterizos: mafias, drogas, jóvenes pandilleros, economías ilegales e influencias foráneas perniciosas. Desde acá, en el siglo diecinueve los británicos descubrieron la manera lucrativa de equilibrar la balanza comercial con China, mediante la promoción del cultivo y negocio del opio.
En bicicleta, Ovejero visitó monasterios y lugares arcanos para los jóvenes de todo el mundo que sueñan con el nirvana, pero en el camino a Kunming, en Yunnam, descubrió en el restaurante donde estacionó el autobús, la cara sucia del socialismo chino: La indigencia, la miseria, “la mirada embrutecida, destrozada, de los hambrientos […] Esta visión ha echado un poco abajo la imagen que nos habíamos ido formando de China. No me ha hecho falta ir a las zonas prohibidas” (2005: 318).
La historia de China es demasiado compleja para cualquier occidental. Tratar de entenderla desde las páginas de los ensayistas o en un viaje rápido que no deja de ser turismo, es un riesgo. Pero aun así, de la lectura del libro de José Ovejero quedan pocas ganas de viajar a un lugar con tantas incomodidades: en los buses, en los trenes, en los hoteles… Con itinerarios interrumpidos por las inundaciones de los ríos desbordados y las carreteras bloqueadas. El texto contiene reflexiones sin tropiezo sobre las condiciones del viajero en una tierra donde los letreros y el lenguaje no pueden perturbar la mente, porque nada le dicen a su pensamiento, a su mirada. Y no solamente porque el chino sea una lengua desconocida totalmente para el cronista (quien es, además, un políglota europeo), sino porque en muchos lugares a donde se metió nadie más hablaba otra lengua en la que al menos pudiera comunicarse para comprar un bolígrafo. Cuando lo hizo le dieron un cepillo de dientes, y únicamente en el hotel descubrió el error.
No sé si una situación así sea halagadora para quien gusta de caminar solo por el mundo. El viaje por un territorio sin el asidero de la lengua debe llevar, en algún momento, a la frontera de la locura, del desespero, del suicidio.
Quince años son, también, mucho tiempo para un país dinámico como China. El territorio de privaciones que encontró Ovejero en mil novecientos noventa y uno cambió. Él mismo sabe que si regresara en dos mil seis encontraría una república diferente. Y sería, otra vez, un viaje a un lugar desconocido… Aunque sin duda con los mismos chinos supersticiosos, escupiendo sobre el suelo todo el día para alejar las desgracias…, y la misma Ciudad Prohibida de los emperadores, repleta de turistas con celulares, todavía presidida por el retrato oficial y gigante de Mao colgado en sus paredes.
Cuba escatófila
Trilogía sucia de La Habana. Pedro Juan Gutiérrez. Barcelona: Anagrama, 1998, 362 p.
Trilogía sucia de La Habana es un libro escatológico: El detrito en el que está convertida Cuba en los últimos catorce años, apestan en las trescientas sesenta y dos páginas de un cronista que uno pensaría que miente, si el lector no hubiera visto con sus propios ojos esa realidad cruda durante un viaje de trece días en abril de dos mil tres, y de una semana en agosto de dos mil ocho, mientras los huracanes “Gustav” e “Ike” sacudían la Isla, tal como Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950) la describe: El otro infierno en el que devino la Cuba saturnal de Batista.
En sus cuentos instrumentados idénticos a la novela de un náufrago caribeño, Gutiérrez inventaría a los cubanos que el visitante perspicaz –aquél que no viaja a La Habana a jinetear ni a coleccionar pingueros, como los viejos pederastas europeos– encuentra en la ciudad vieja, y a lo largo del histórico malecón, desde la estatua de Calixto García –al final de la avenida de los Presidentes– hasta la plaza de San Francisco de Paula, en Desamparados. En estas líneas está toda la sordidez del universo de ladrones, putas, chulos, mantenidos, yumas, mujeres abandonadas y hombres inútiles, presidiarios, pordioseros, burócratas, negros, mulatos y jabaos…, que invaden la ciudad, disputándoles a las ratas las azoteas y los solares atestados y derruidos del puerto.
Esa población superviviente –mayoritaria, también–, apestosa a orín, mugre y semen, son los seres demolidos por el dolor, el abandono, la soledad y la pobreza, que se prefiguran en el mismo escritor, y que sólo encuentran en el sexo y en los vicios de la marihuana y del alcohol los únicos recursos para soportar los días en esa “sociedad modelo del hombre nuevo y socialista”. Cotidianos como en cualquier metrópoli de Occidente, para un revolucionario que acompañó siempre el proceso fidelista es triste constatar que en Cuba el ron, la droga y la putería no se acabaron con el derrocamiento del dictadorzuelo de los años cincuenta: “Me fui con Monino. Sé en lo que anda. Cargándole mariguana y polvo al Chivo. La gente que compra el polvito es de El Vedado y del Nuevo Vedado. Los artistas, los músicos, los hijos de los gerentes y de los pinchos. La gente grande. La coca está a seis y siete dólares el sobrecito. ¿Quién puede? Un cigarrito de mariguana se consigue a diez pesos. Si vendes dos o tres ya te cubres y la tuya te sale gratis. Ah, carajo, cómo hay que inventar en la vida para sobrevivir” (1998: 237, 238).
La Trilogía también es un inventario de la pobreza isleña: de las covachas desastrosas, oscuras y de malos olores en el centro histórico; de La Habana de los zaguanes lúgubres y hacinados: “En los solares, en cada censo oficial aparecen y desaparecen los cuartos y las personas. Sin embargo, las autoridades del Instituto de la Vivienda se hacen la vista gorda, para no dar explicaciones”; de las puertas podridas, sin bisagras, de los edificios a punto de derruirse; de las paredes agrietadas y de los techos a medio caer; de los baños asquerosos compartidos por cincuenta y hasta doscientas personas en una terraza… De la ciudad que no ausculta el turista de Varadero y del Tropicana, pero que incluso así, destruida por la desidia de sus gobernantes guarda una extraña y demoledora belleza. Cabrera Infante ya lo dijo: “La Habana es una ciudad derruida desde dentro”. Las miles de fotografías que capto de esas mismas calles y portadas y mestizos hermosos que describe Pedro Juan, son testimonio del esplendor que todavía le queda a la ciudad.
Hay una poética en las fachadas lustrosas de La Habana, le digo durante mi visita a un isleño en la esquina de Paseo con la veintitrés, para atraerme su confianza, y lo que me gano es una