Tan buena Elenita Poniatowska. Jairo Osorio Gómez

Tan buena Elenita Poniatowska - Jairo Osorio Gómez


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lo que animó a su impresor cómplice y solidario.

      Son cuentos escritos sin malicia, simples pero prodigiosos. Reales, que suceden aún en muchos pueblos de Colombia. Cuentos bonitos, sorpresivos (como el de “Sorayita”, en donde el cura y los piadosos, y el lector, creían que el pueblo se iba a llenar de putas con la llegada de la carretera a Zapatoca, pero resultó lo contrario: que la única, Sorayita, se les fue con la apertura de la vía, dejando solas a las esposas desamparadas para el desahogo de sus machos, y al párroco sin tema para sus prédicas apocalípticas).

      En Agitato piachere están las crónicas del amor errante (“Algo todavía más molesto”, “Travesura”), alocado (“Hermanitas”, “Orden de desalojo”, “La Reina del Grillo Verde”), incomprensible (“Las soluciones de Roco”), pasmoso (“Luces de las estrellas”), juvenil (“Kiko”). Cotidianos todos ellos, son cuentos bien narrados, concisos, sin las exageraciones ni truculencias tropicales a las que nos acostumbraron otros, y sin las nostalgias de los cornudos. Alegres, como deben ser los cuentos de putas, porque “sin estas mujeres el mundo es insulso, correcto, conventual”.

      Con hábitos de monje, Gonzalo España se define a sí mismo como felizmente anacrónico, lo que ya dice mucho de él. A su edad todavía conserva la cualidad que distingue a la comunidad del MOIR colombiano (Movimiento Obrero Independiente Revolucionario): La decencia. Virtud escasa aun entre el gremio de intelectuales, curiosamente aquellos entre quienes más debiera promoverse esa integridad. Deseo que los textos de España encuentren mayores lectores. Lo merecen.

      [San Ángel / Refugio volteriano Rionegro, 26 de diciembre de 2004]

       El fútbol en el ojo del poeta

      Alastair Reid. Ariel y Calibán. Crónicas de fútbol. Bogotá: TM Editores, 1994, 204 p.

      La virtud de los poetas es que miran el mundo distinto. De la gota del rocío sobre el vidrio de la ventana hacen un instante de plenitud, antes de enfrentar el día con su carga de dolores. Alastair Reid, por ejemplo, convierte el fútbol –ese deporte bulloso y a veces pendenciero– en el éxtasis que da la meditación.

      Ariel y Calibán va más allá de la mera reseña de cinco eventos deportivos mundiales. Es un texto para aprender a describir, que es lo que diferencia al buen narrador. El título del libro ejemplifica las dos formas de jugar al fútbol, según este poeta, ensayista y cronista escocés [Escocia, 1926 – 2014]: “El modo Ariel y el modo Calibán, enseña cómo se describe una cosa tan banalizada como el mismo fútbol. El primero le da prioridad al ataque y a la velocidad; el segundo se concentra en una defensa sólida e impenetrable, y sólo anota mediante un contraataque súbito y rápido”.

      Tal vez Reid no vio jugar a Colombia. Ése sería otro modo, y no me imagino cómo lo llamaría. ¿Tal vez la forma Maturranga? Ya otro buen cronista argentino de fútbol lo calificó de “juego de hamaca”: para los lados, como un meneíto de cura de barrio joven; aquel estilo que toma lo peor del segundo, no llevando al equipo que padece ese mal de epilepsia a ninguna parte.

      Las cinco crónicas del texto fueron publicadas originalmente en la revista The New Yorker, y recogen con la mirada especial de un buen escritor los momentos estelares de los mundiales de fútbol de Inglaterra (1966), México (1970), Argentina (1978), España (1982), y nuevamente México (1986).

      Parece tardío hablar de un libro de fútbol que analiza aspectos, más que deportivos, sociales y culturales de esas épocas de los mundiales, pero el interés está en la atracción que ejerce un intelectual importante, amigo de Borges y Mutis y otros grandes poetas universales, hablando de ese espectáculo que trillan y maltratan cada domingo los comentaristas sin espíritu pacifista de la radio y la televisión actuales.

      El espectador alejado de los estadios, al leer el libro vuelve a apreciar ese espectáculo de danzantes modernos como recurso del encuentro de sociedades diversas, y es porque los partidos de los Mundiales, y el fútbol mismo, son apenas un pretexto del cronista-poeta para entender, y enseñarnos después, ese universo de hombres a los que un deporte cualquiera otorga transitoriamente una identidad provisional como país.

      Borges le confiesa a Reid, cierta tarde del Mundial de Argentina: “He escrito muchos cuentos sobre mis ancestros militares y sobre los cuchilleros de esta ciudad [Buenos Aires]. Todavía pienso que, aunque el asesinato estaba involucrado, había una cierta nobleza en ello que no puedo ver en hombres que patean una pelota”. Ya antes había escrito que los deportes y la política son frivolidades que engendran nacionalismos absurdos, pero que la política es la más peligrosa de las dos. Sin embargo, el fútbol visto con los ojos de Alastair Reid, y escrito para una revista de prestigio como The New Yorker, es otra manifestación cultural absorbente, que más que singularidades y destrezas físicas, expresa virtudes o defectos colectivos. El periódico mexicano unomásuno, en el Mundial de 1986, graficó ese estado de ánimo con un titular único: “El ritmo del país se sincroniza con el ritmo del fútbol”. Un Ministro de Justicia brasilero, durante ese mismo certamen, fue más pragmático y sincero: “Ganar la Copa Mundo en fútbol es más importante que ganar elecciones”.

      “Una vez tuve la aterradora experiencia de caminar por Buenos Aires con Borges”, cuenta el autor en uno de los paréntesis que enriquecen el análisis de los sucesos deportivos. El lector podrá parodiar al escritor escocés: una vez tuve la aterradora experiencia de entender el fútbol a través de un buen cronista. Porque entonces habrá comprendido que cualquier espectáculo apreciado de la mano de gente como él, o como Eduardo Galeano –quien también tuvo sus veleidades haciendo un libro dedicado al fútbol–, o como Albert Camus –portero de la selección de Argelia y Premio Nobel incomparable–, deja de ser un mero evento de masas, sedativo de las excitaciones nerviosas que producen la economía y los pésimos políticos, y los narcos atrabiliarios de la derecha y la “izquierda”.

       En casa de Mao

      China para hipocondríacos. José Ovejero. Barcelona: Ediciones B, 2005, 349 p.

      A cierta edad se tiene una gustadura razonada por los libros de viajes. Y es porque se llega a una manera distinta de apreciar el mundo: desde el sillón preferido de la casa. ¿Será acaso la conciencia de que nos estamos bebiendo los últimos vahos de nuestros sueños?

      La incomodidad es propia de la juventud. En el prólogo del libro Fervor de Buenos Aires, Borges lo dejó explícito para él y quienes, como el escritor, nos acercamos a esa convicción: En aquel tiempo (anotó, refiriéndose a sus años mozos), buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad. Con lo que pretendió decir que, de muchachos, somos dados a las incertidumbres, los peligros, la noche, las lejanías. De adultos, a la molicie y la infalibilidad, lo que no traen precisamente todos los viajes. Cualquier peregrinaje contiene siempre el desasosiego, las turbaciones de espíritu o cuerpo, las perplejidades de la mirada.

      El periodista español José Ovejero (Madrid, 1958) estuvo en China en 1991. Con su experiencia escrita se ganó en mil novecientos noventa y ocho la primera versión del premio Grandes Viajeros, de Ediciones B. Descastado, como él mismo se llama, acostumbrado a la añoranza de la lejanía (el fernweh de los alemanes: el dolor de la distancia, contrario al heimweh, la nostalgia del hogar), a buscar agitadamente lugares remotos y los más extraños posibles, en los que perciba la auténtica extranjería, en esta ocasión el cronista se arriesgó en el territorio de las viejas dinastías reales y las épocas imperiales por un motivo esencial: el hecho de que el país viviese entonces bajo un régimen comunista, en el que no estaría todo el tiempo rodeado de miseria, como la India o el África. “La idea de andar ocupado encontrándome a mí mismo mientras en derredor mío la gente se muere de hambre me parece difícilmente soportable”, advertía. Sin embargo, después del recorrido por el sudoeste de la antigua nación, el lector entenderá que al hombre también lo traicionan sus intuiciones. La hipocondría de Ovejero, con sus miedos, con sus altibajos y sus entusiasmos, le descubre de inmediato todas las endemias de la nación que visita. En este caso, fue la China insoportable de los inimaginables millones de chinos.

      Ovejero


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