Tan buena Elenita Poniatowska. Jairo Osorio Gómez

Tan buena Elenita Poniatowska - Jairo Osorio Gómez


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maestría de historia conmigo, se refirió a Fidel como “ese cabrón hijoputa que nos tiene jodida la vida”. Yo me molesté, creyendo que era la blasfemia de un desagradecido. Después del viaje de abril de dos mil tres y de la lectura de la Trilogía, ya entiendo por qué tanta rabia acumulada en el corazón de un hombre privilegiado. No se puede comer mierda todos los años por culpa de otro. Nadie es capaz de aguantar un mar de lodo hasta el cuello la vida entera. “Chico, yo creo que los cubanos tenemos también el derecho a disfrutar lo que tú ya tienes”, me afirmó con ira.

      Comprendí, entonces, que una cuestión bien diferente es la austeridad como una opción de vida, y otra, como imposición social y estatal a un pueblo. La austeridad cubana es pobreza. La austeridad personal es virtud, capacidad de renunciación, suficiencia moral y física. La limitación forzosa de los bienes a los que tiene derecho cada hombre libre es una actitud criminal de quienes la propician. La convicción personal asegura que el bloqueo americano es el responsable de ello. Los gobiernos gringos de los últimos cuarenta y cuatro años tienen una responsabilidad grave ante el tribunal de los justos, pero la contraparte cubana debiera hacer algo para no igualar la terquedad y la brutalidad americanas. Es urgente, a mi modo de ver. Tanta resignación es imposible en un hombre común. Que los santos soporten, pero no estos pobres mulatos de la Cuba orgullosa. “Ante todo, nosotros somos cubanos. Yo, mi cubanía la pongo por encima de cualquier diferencia con el régimen.”, me dijo el hostelero que me atendió en la primera visita. Y en América somos muchos todavía quienes firmamos esa declaración política, martiniana, de un isleño simple.

      Pedro Juan Gutiérrez es residente habitual de La Habana Vieja. En una de sus calles, Trocadero, José Lezama Lima –autor de Paradiso, libro nublado y difícil– vivió allí sus años completos. Lo que fue el hogar de Lezama Lima –Trocadero 162– debiera ser un museo lustroso, pero está abandonado como otras tantas joyas patrimoniales en el sector. La Habana Vieja espera, como todos los cubanos, tiempos mejores. En la ilusión de esa esperanza, Pedro Juan se le aparece al lector como un Genet tropical. La foto, inclusive, lo iguala: Dolido, feroz, de rostro tallado por el sufrimiento y el hambre, rapado a la manera de un ex presidiario que cogió el gusto por el cráneo limpio. Ejercitante de todos los oficios que ayudan a sobrevivir en ese océano de penurias, desde vendedor de helados y de periódicos en la infancia, hasta zapador, instructor de natación y cayacs, cortador de caña de azúcar (¿Quién no, allí?), obrero agrícola, técnico de obras de construcción, periodista, locutor, pintor, escultor y poeta. Dueño tan sólo de la soledad, “esa inmensa llanura desértica”, que dice, y voyerista eterno del malecón, el lugar más asistido del mundo por los puñeteros enloquecidos.

      ¿Cómo vive libre Pedro Juan en la Cuba de hoy? Tal vez por la misma razón que otros muchos: Testimonia una época que no se puede ocultar a los ojos del mundo. (El cineasta Humberto Solas, en Miel para Ochún –la primera película digital producida en la Isla– señala en ella, también, la truculencia con la que sobreviven los cubanos de hoy y la forma como asaltan a los turistas, en su ingenuidad de visitantes solidarios). El escritor igual que el cineasta, son, por lo tanto, honrados consigo mismos y con su pueblo, y esto es quizás lo que los salva de una “prisión preventiva”, aquella que dictan las autoridades cubanas “porque presienten no más”. Sin embargo, sus denuncias son atroces como para que los gobernantes del régimen no actúen sobre la situación denunciada. En Cuba todos roban, desde el guarda que te recibe en el aeropuerto José Martí hasta la guía del museo Hemingway, en Cojímar, porque la gente necesita “comida y dólares para el shopping”. No lo digo yo, lo aseguran ellos mismos. Ahí están esas voces, en la literatura y en la vida, que lo advierten a cada segundo.

      En Trilogía está La Habana de mil novecientos sesenta, congelada, pero en un helador roto; casi sesenta años petrificada en la esperanza de un cambio. En los textos autobiográficos, catárticos, donde el autor revuelve espontáneos y provocadores los recuerdos que perturban la conciencia colectiva, el lector se pregunta si Pedro Juan es el ser más desgraciado de la isla, con esa fila interminable de amigos y familiares desahuciados por el cáncer, la hambruna, el desempleo, los desenfrenos del sexo, las infidelidades; o la ciudad es un infierno inaceptable de grandes sátiros, pervertidos, desgraciados, locos y sananos. Zanacos, escribe Pedro Juan. Debe ser un cubanismo.

      Del libro extraña el curioso una frase amable para alguien. Las pocas tal vez que se puedan hallar –dichas sin mucha emoción– son para los atardeceres de la isla, o las noches frescas que disfrutan los inquilinos de las terrazas, en medio del azore. Aun así, crudo, áspero, rabioso –como aquél su paisano de Huelva–, el autor hace de Trilogía sucia de La Habana la crónica de un país anclado en la frustración, que tendrán que juzgar dentro de poco las generaciones próximas. El relato de la desesperanza humana.

      En la visita de dos mil tres aseguré que La Habana es ahora un bar de Miami. En el libro de Pedro Juan es un sanatorio. No engañemos, pero tampoco disculpemos. Cuba necesita salvarse más allá de la retórica de las vallas idílicas que pintan a sus mulatos tratando de alcanzar el cielo azul del Caribe. La deyección en la que están convertidas América y el mundo, no justifica tampoco esta otra de nuestra “isla pequeña rodeada por Dios en todas partes”, como la cantó Eliseo Diego. La responsabilidad de un hombre libre es acusar las esclavitudes que someten a sus congéneres, independiente de sus afectos. “Porque quién vio jamás las cosas que yo amo”.

       La literatura y el viaje

      Edith Wharton. Cuadernos de viajes. Edición de Teresa Gómez Reus. Barcelona: Mondadori, 2001, 266 p.

      El África, con más de dos mil dialectos y treinta millones de kilómetros cuadrados, siempre ha sido territorio de peregrinación para los espíritus curiosos de todas las épocas. Cuando ese continente todavía era un insondable enigma, Samuel Pepys visitó a Marruecos en el siglo dieciocho. Dos centurias más tarde, Paul Bowles y Jane Bowles hicieron lo propio, llevándonos con sus textos por las callejuelas, las plazas y mercados, los suburbios de la ciudad exótica que es Tánger. En los años cuarenta del siglo veinte, allí era fácil encontrarse con William Burroughs, Tenessee Williams y Jean Kerouc, en las terrazas de sus hoteles preferidos.

      Joseph Conrad testimonió el África negra y conflictiva del siglo veinte. Graham Greene estuvo en Sierra Leona. Antoine de Saint-Exupéry voló sobre el desierto poético del Líbano, antes de perderse para siempre en las aguas del Mediterráneo. Flaubert, dicen, escribió Madame Bovary y Salambo inspirado en las orillas del Nilo. Konstantinos Kavafis nos dejó a Alejandría en sus poemas y Lawrence Durrel en su famoso Cuarteto. Más recientemente, podemos vivir El Cairo en la obra del premio Nobel Naguib Mahfouz.

      La arrebatada escritora estadounidense Edith Wharton no se quedó atrás. También se llegó a ese Continente desde mil ochocientos ochenta y ocho, cuando realizó un crucero en barco alquilado –el Vanadis– desde Argelia hasta el golfo de Túnez. Años más tarde, mil novecientos diecisiete, visitó a Marruecos, recorridos de los que dejó testimonio en sus libros de viaje, haciendo para los otros lo que Emily Dickinson aconsejó siempre: “Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”.

      La Wharton (1862–1937) ganó en mil novecientos veintiuno el Premio Pulitzer, con La edad de la inocencia, novela llevada al cine por Martin Scorsese en mil novecientos noventa y tres, película que devolvió la fama perdida a la escritora. Casada con un banquero, escribió relatos para Scribner’s Magazine, a manera de fuga de esa vida formal de las matronas decimonónicas americanas. En mil novecientos dos publicó la novela El valle de la decisión, pero fue la obra La casa de la dicha, en mil novecientos cinco, la que dio la fama literaria entre sus contemporáneos. Esos textos iniciales hablan de su mundo social, pero después de su radicación en Francia, a partir de mil novecientos siete, produjo libros de viajes, relatos y poemas.

      La Wharton fue la primera mujer americana que recibió un título honorario de la Universidad de Yale, en mil novecientos veinticuatro. Su obra es ya considerada clásica en la literatura universal; lo grueso de ella contiene la visión irónica y desapegada de la sociedad victoriana de la que venía. Los cinco libros de viajes que escribió son parte substancial de su obra. No se entendería a la Wharton sin estas


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