Gazes. Marta Ferreira Martínez
llegaron las dos y media, salí del instituto con Liss como de costumbre y nos subimos en el autobús. Ambas nos sentamos en el final del vehículo y comenzamos a charlar.
—Tía, ¿esta tarde hacemos algo? —me preguntó Liss.
—No puedo, tengo lo de la ayuda a los otros compañeros —le conté.
—Ah, ¿qué empiezas ya? —se sorprendió.
—Sí, ha venido antes Sonia a decírmelo en el cambio de clase —le expliqué.
—Pues suerte, tía, espero que puedas ser de ayuda —me animó.
—Eso espero, lo malo es que me han asignado al «peor alumno» —le dije haciendo unas comillas con mis dedos.
—¡Puf! Pues veremos a ver si puedes hacer algo —añadió.
—Eso espero —finalicé esperanzada.
Llegamos a la parada y ambas bajamos del autobús mientras continuábamos hablando de nuestras cosas, posteriormente cogimos el ascensor y entramos cada una en nuestra casa.
—¡Hola, papá! —exclamé mientras atravesaba la puerta.
—¡Hola, cariño! ¿Qué tal el día? —me preguntó.
—Bien, oye, esta tarde tengo que ir al instituto —le conté.
—¿Por qué? ¡¿Te han castigado?! —exclamó preocupado.
—¡No! Me han pedido que ayude a un compañero con sintaxis en la biblioteca —le expliqué.
—Espera, ¿una compañera? ¿O un compañero? —preguntó aún más preocupado que antes.
Lo miré con cara de sorprendida y me eché a reír, ¿acaso se pensaba que tenía novio o algo así? Lo máximo que «tenía» era a Theo, y eso y nada era prácticamente lo mismo.
—No lo sé, mi profesora todavía no me ha dicho a quién tengo que ayudar, pero aunque fuera un chico, no es nada importante, son solo un par de ejercicios de sintaxis papá, no tengo una cita —añadí bromeando para quitarle así importancia al asunto.
—Es que tengo tanto miedo de que le hagan daño a mi niñita, que no puedo evitarlo —me explicó, mientras me tiraba de los mofletes.
—Bueno, papá, ¿comemos? —pregunté finalmente.
—¡Claro! Siéntate —me ordenó.
Le hice caso y me senté con él a comer el arroz a la cubana que me había preparado, ¡estaba buenísimo! Mientras, vimos un poco el programa Zapeando, a los dos nos encantaba. Una vez que terminé de comer, recogí mi plato y lo metí en el lavavajillas.
—¡Me voy a mi cuarto a hacer la tarea! —anuncié.
—Vale, cariño —me contestó mi padre dándome un beso en la cabeza.
Me dirigí a mi habitación y, una vez allí, saqué las cosas de la mochila y dejé el móvil sobre la cama. Me senté en mi mesa de escritorio y comencé a hacer el comentario de texto de economía que nos habían mandado, todo estaba en orden: vocabulario, idea principal, ideas secundarias, resumen… Pero cuando iba ya por la opinión personal, mi móvil vibró y desvié mi atención del folio en el que estaba escribiendo. Giré la silla en dirección a mi cama para ver si podía leer quién era desde donde estaba, pero cuando pude contemplar la pantalla descubrí que no era un mensaje de WhatsApp, sino de Instagram, y para poder ver quién era, necesitaba desbloquear el teléfono. Me dispuse a levantarme de la silla y me acerqué a donde estaba el móvil apoyado, puse el dedo sobre el botón de inicio y lo desbloqueé usando la huella digital. Una vez desbloqueado, bajé la barra de notificaciones y por fin pude averiguar qué era lo que había conseguido que desviara completamente la atención de lo que estaba haciendo.
«Theoo3_ te ha enviado un mensaje directo».
—¡¿Qué?! —exclamé en voz alta.
Aquellas palabras salieron disparadas de mi boca sin apenas pensarlo, y es que aquella situación me sorprendió tanto que no pude evitarlo. ¿Qué diantres quería ahora? ¿No tenía suficiente con haberme vuelto loca en cuanto a mis sentimientos? No sabía lo que quería por su culpa y necesitaba olvidarme de él, hacer que desapareciese por completo, y no me lo estaba poniendo muy fácil que digamos. Finalmente, me metí en la aplicación y a su vez en el chat donde había recibido el mensaje.
«Qdas esta trde?» decía.
«No, estoy ocupada» contesté.
¡No me lo podía creer! ¿Me había dicho de quedar? ¿Y por qué? ¡Uf! Se había empeñado en volverme loca, ¡loca! Y aunque no quisiese y me diese muchísima rabia admitirlo, lo estaba consiguiendo. Cada vez me gustaba más, ¡y no podía ser! No podía enamorarme del amor platónico de mi mejor amiga, o como ella lo llamaba «su futuro marido», aunque él no supiera siquiera que ella existía. ¿Qué iba a hacer? Lo sucedido en el cuarto del conserje no se podía volver a repetir, ¡no debería haber sucedido!
Volví a sentarme en la silla con la esperanza de olvidarme de todo aquello y concentrarme de nuevo, pero era imposible. No podía parar de pensar en Theo, y eso no estaba nada bien. Hice lo que me quedaba del comentario como pude y los ejercicios de matemáticas, posteriormente miré la hora; mi reloj marcaba las cuatro en punto, así que me levanté de la silla y elegí la ropa para ir al instituto. Después de todo esto, me vestí y salí de mi habitación.
Me planté delante del espejo de mi cuarto de baño a contemplar el modelito que había elegido mientras me peinaba. Llevaba puesta una camiseta de tirantes blanca con rayas rojas y azules, estilo marinera, y una falda vaquera con botones de arriba abajo. Volví a mirar la hora, las cuatro y veinticinco.
Salí de mi casa y bajé a la entrada para coger el autobús que pasaba a las y media. Una vez que me encontraba sentada en el interior del vehículo, comencé a darle vueltas a mis pensamientos mientras miraba por la ventana en plan melancólico, como en las típicas novelas románticas, ¿pero es que acaso yo estaba en una de ellas?
Llegué a mi destino y bajé del autobús, después entré en el instituto y, antes de encontrar la biblioteca donde había quedado con mi profesora Sonia, la encontré a ella en el pasillo.
—¡Gaby! Justo estaba esperando a que llegases —me saludó.
—¡Hola! —contesté sonriente.
—Acompáñame, porfa —anunció, mientras se dirigía a otro lugar del pasillo.
Traspasó una puerta que supuse que sería la de la biblioteca, y nos encontramos en una sala llena de estanterías con libros y una mesa larga con sillas donde estaban sentados algunos alumnos.
—Bien, Gaby, trabajarás con aquel compañero —dijo señalándome a un chico que se encontraba al final de la sala.
Pero cuando me di cuenta de quién era, mis ojos no podían creer lo que tenía delante de mí.
—¡¿Theo?! —exclamé horrorizada.
—¿Lo conoces? —preguntó Sonia asombrada.
Tragué saliva y afirmé lentamente con la cabeza sin apartar la mirada de aquel chico de pelo rizado y ojos oscuros que tan loca me tenía. La profesora, al ver mi cara de desesperación, añadió:
—Si quieres, te cambio de compañero, es entendible.
—No, no, está bien, no se preocupe —le contesté.
—¿Segura? —insistió.
—Sí, descuida —la tranquilicé.
—Vale, tienes que explicarle básicamente toda la sintaxis, pues no sabe nada en absoluto —me explicó.
—Vale —contesté, mientras asentía con la cabeza.
—Bien, pues… cuando quieras —finalizó con una sonrisa dándome paso con la mano a que me acercara a Theo.
Me