Memorias del alma. Omar Casas

Memorias del alma - Omar Casas


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los tobillos de tu hermano.” Deseaba fervorosamente que toda esa mierda, escalara hasta los cielos y así su pestilencia, contaminara a los mismos dioses.

       Buenas noches joven Lario. ¿Ensimismado en sus cavilaciones, como siempre? – Preguntó el gran hechicero con el ceño fruncido pero con una gesticulación amable de sus labios.

       Como siempre, sabio Darko. Otra duda me carcome. – Expresé con gravedad mientras me incorporaba.

       Pues vomítala, antes que devore tus entrañas – respondió Darko con una sonrisa contagiosa.

       ¿Si los celestiales salieron del mismo molde que los hombres, y nos parecemos tanto en su forma física, cómo es posible que no caigan del cielo? – Pregunté y el hechicero dejó de sonreír.

       Pues… porque son dioses y sus poderes lo evitan - murmuró gravemente el sabio.

       Ahhh… ¿Y si son tan poderosos, por qué necesitan de sacrificios y de elegidos para sobrevivir?

       Tu pregunta está mal formulada, pues los algohts celestiales, no necesitan de sacrificios, éstos se realizan para mantener buenas relaciones con ellos, para que tengamos buenas cosechas y nuestra vida continúe próspera y en abundancia. – Explicó el maestro.

       Supuse que las cosechas dependían de las lunas, del buen clima y de las lluvias – arremetí con irrefutable argumento.

       Por supuesto ¿Y quienes nos proveen del buen clima y las lluvias? – Me interrogó Darko con cierta sorna.

      Quise responderle: - “Los putos dioses” - pero tras titubear me salió: - Los dioses. – Y otra vez recorría un anillo sin fin de repuestas tan vacías como los celestiales.

       Muy bien Lario. Has aprendido una buena lección. Trata de discutir tus dilemas sólo conmigo, porque no cae bien entre tus iguales. Muchos laharianos empezaron a quejarse a mis oídos y no son sólo quejas de los chicos, sino también de algunos padres. Sería muy triste que tu propio pueblo, adoptara una terrible decisión, como el destierro, o inclusive el sacrificio en la hoguera. – Avisó con un juego de su voz que cada vez se hizo más grave.

       Entiendo… Yo sólo… Entiendo… - Respondí asustado ante la terrible advertencia. Si ya varios le habían aconsejado al hechicero sobre semejante castigo, entonces era necesario sepultar mis dudas en algún escondite de mi mente.

       Cuídate… Cuando tenía tu edad, también estaba en conflicto, pero elegí el camino de la fe. Trata de solucionar la situación en tus entrañas. – Aconsejó el anciano posando sus manos con afecto y cierta tristeza sobre mis hombros. Entonces, el problema radicaba en que pensaba diferente. Supuse que Darko comprendía las causas de mi conflicto con los dioses. Asentí, retrocedí un paso, di media vuelta y eché a correr por la ladera para alcanzar a mi hermano. ¿Acaso el hechicero había dudado alguna vez?

       2 – La peregrinación

      La lenta y dolorosa caminata hacia la aldea de Lorest duraba trece días si no surgían inconvenientes en el trayecto, como los fuertes vientos del oeste, las intensas tormentas, los ataques de lobos o inclusive de los salvajes vikans. Por suerte, se elegía la época de verano para realizarla, donde el clima era más benigno. Casi todos los habitantes de Espejo se preparaban para la peregrinación; sólo se quedaban diez u once familias que proporcionaban una mínima guarnición de treinta guerreros para evitar algún saqueo de los temidos vikans.

      Se partía desde la vera del río Ancho, donde descansaba nuestra villa en la margen del este, y se enfilaba hacia el noroeste. Al comienzo, la pendiente río arriba no se notaba en los primeros días, donde se divisaba nada más que una planicie de pastos; pero luego de atravesar un ralo bosque de robles y fresnos, el río se angostaba, se hacía más torrentoso y la superficie rocosa dificultaba el andar. Sólo eso recordaba del verano anterior y por supuesto, la magnífica estructura de los cuatro pilares. Del descenso de los dioses, sólo existían borrosos vestigios en mi memoria; porque quizás, por el miedo sufrido traté de sepultarlo. Ahora, con doce veranos encima, suponía que ya era bastante hombre como para soportar la arrogancia de los poderosos algohts y sus bestias aladas.

       ¿Siempre marchas en la retaguardia, aislado de los demás? – Preguntó la bella y traviesa Lamda.

       Me aburren los dichos y leyendas repetidas de los mayores y prefiero el silencio – respondí con seriedad y ella me empujó de costado. Trastabillé y casi caí.

       Eres débil, pendejooo… - Sentenció tras una risa y echó a correr.

       No entraré en tu juego. La última vez recibí demasiadas nalgadas por tu culpa y costaba sentarme.

       Yo también… Y quéee… ¿me tienes miedo…? – alardeó y se burló sacando su lengua.

       Seguro que sí – murmuré y la corrí. Lamda tenía esa atracción que aún no comprendía, pues era muy estúpido volver a meterse en problemas con la misma persona, y recibir un alto costo por castigo. Pero el tesoro de la alegre travesura compartida, superaba con creces, el riesgo que se corría.

      Pasamos entre los rezagados siempre en zig –zag. Cuando trataba de tomarla por la ancha estela negra de sus cabellos, torcía el rumbo y la oscura cinta ondeaba cual bandera abrazada por el viento en la carrera. Llegamos a la franja de arena húmeda, luego hasta el cristal del borde del río, que se rompió en ramilletes de gotas saltarinas. Lamda chocó contra la pierna de un pescador que, lanza en mano, caminaba con el agua hasta las rodillas concentrado y lento en el andar para no espantar a su comida. El lahariano perdió el equilibrio y cuando luchaba por retomarlo con un solo pie de apoyo; yo lo choqué y cayó tras improperios. Ambos aminoramos la marcha para mirar de costado al rostro enrojecido del pescador. Nuestros labios alcanzaron a expresar una “u” prolongada, y tras soltar una cómplice risotada continuamos corriendo. Pasamos y chocamos a propósito la canasta de una anciana. Algunos chicos nos vieron y nos siguieron a la carrera. Al poco tiempo nos convertimos en una plaga de langostas que chocaba contra los desprevenidos peregrinos y sus pertenencias.

       ¡Basta ya, niños! ¡No es momento de jugar! – Nos reprendió una mujer que dejamos atrás.

       ¡Basta ya! ¡Pendejos malcriados! – Vociferó una conocida voz, la de mi padre. Fue como si un hachazo me quebrara la espalda. Mis pelos se erizaron y frené mi carrera. Di media vuelta y vi a la gigante y barbada bestia que trataba de encontrarme. Sentí un tirón en mi brazo. Era Lamda, aferró mi mano y me llevó por entre las piernas donde el peregrinaje se agolpaba. Muy pronto lo perdimos de vista. Y ella, sin soltar mi mano, me condujo hacia el lugar opuesto del peligro.

       Gracias… - Murmuré con una sonrisa.

       Eres muy estúpido para escabullirte – sentenció ella, para después darme un sorpresivo beso en mis labios. Quedé paralizado otra vez… Y me pareció que flotaba como el maestro Darko. El roce de mi cabeza contra las caderas de los adultos que seguían avanzando, me hizo descender a tierra.

      Por la noche, en la primera parada alrededor del fuego, mientras mordíamos la dura carne de liebre; Harfal, mi padre, me clavó su mirada acusadora.

       Espero que no te metas en problemas. Por la tarde, unos chicos revoltosos causaron desorden y daño entre la gente.

       ¿Y por qué siempre lo acusas a él? – se interpuso Omega, mi madre.

       Sólo mencionaba el hecho, no quiero que sufra otro castigo – advirtió Harfal para luego limpiarse la barba con su ancho antebrazo.

       ¿Y si estuvo en la revuelta, cual es el problema? Son chicos, necesitan jugar y divertirse. – Expuso mi hermosa madre, lanzándome el celeste cielo de sus ojos y su sonrisa perlada.

       Síguelo malcriando, y no podrá alcanzar el éxito de su hermano – aseguró Harfal e incomodó a Nedra; tanto, que los dientes de mi hermano se frenaron antes de alcanzar su siguiente mordisco.

       ¿Y


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