Memorias del alma. Omar Casas
Todo ese trabajo nos llevó el invierno y parte de la primavera. Los adultos, ya comenzaban a hablar de las próximas pruebas de elegidos, preparando gustosos las famosas “Festividades de Lorest”. Prácticamente se olvidaron del ataque de los vikans y ni siquiera construyeron un muro perimetral para defenderse mejor. Los entrenamientos con Harfal, no cesaban y cada vez se hacían más duros. Pero daban sus frutos, me hicieron más rápido y fuerte. Increíblemente, el establo se incendió una noche y por suerte, los chicos que se encontraban durmiendo allí en ese momento, se encargaron de avisar a gritos. La ayuda no tardó en llegar y pudimos apagarlo. Nos comentaron de una sombra que se escabulló por el bosque en la noche del siniestro. A partir de ese infortunio, tuvimos que turnarnos para la guardia.
Cuando el verano llegó, yo había pegado un estirón y supuse que llegaba a la altura de mi extrañado hermano, a pesar de que me faltaba otro verano para competir. Muy pronto llegó la competencia tan ansiada por los mayores, y surgieron otros cuatro ganadores. Mientras tanto, con Lamda cruzábamos en balsa el Rio Ancho y cabalgábamos al oeste de Espejo. No encontramos vestigios de los vikans. Pensamos que en ese verano no atacarían.
Desde la discusión con Darko; con Lamda jamás regresamos a la colina de sus mitos y leyendas. Preferíamos descansar en nuestras chozas o establo antes de cruzarnos con su mirada o de escuchar sus vacías historias. En la noche previa a la peregrinación, su colina se plagó de luces. Desde la aldea, parecía un camino que llegaba a las estrellas. Se escucharon los rezos por los caídos el verano pasado y se bendijo a los nuevos peregrinos. Esta vez eran menos, ya que muchos decidieron quedarse para proteger un posible ataque. Como nuestras familias no aportaban elegidos, nos quedamos en Espejo. Al despuntar el rojo sol de madrugada, cruzamos en balsa un grupo de cinco jinetes y nos abrimos en abanico del otro lado del río. Cubrimos un gran sector de cuarenta mil pasos. Y justo antes de regresar, al subir por una ladera, divisé un campamento de vikans. Regresé a todo galope y antes de que mi azabache se agitara y empezara a resoplar del cansancio, aminoré el paso. Cuando el sol llegó a su cenit mis compañeros me esperaban cerca de la balsa. Todos habíamos divisado lo mismo. Aquello implicaba algo más que un mero ataque, distintas tribus de vikans marchaban hacia Espejo en una completa… ¡Invasión! Los laharianos no contábamos con varias tribus, éramos sólo una gran aldea. No existía la mínima posibilidad de defendernos ante semejante cantidad de guerreros. Si la vista no me fallaba, me pareció ver doscientos. Si mis compañeros divisaron lo mismo, entonces su número ascendería a ochocientos. ¿Y cuántos más se estarían acercando? Con rapidez emprendimos el regreso y pasamos el parte a nuestros padres.
Les avisaremos a los peregrinos para que regresen – dije a mi padre dispuesto a emprender un rápido viaje al noroeste con mi corcel.
De ningún modo, no puede cortarse una peregrinación, seremos maldecidos – respondió Harfal con severidad.
Iré con Jana a avisarles. Tienen derecho a estar prevenidos. – Interrumpió Omega y se llevó a mi hermana.
Gracias madre, regresa pronto – pedí mientras ella ya saltaba a su corcel con Jana a su espalda.
Haremos lo posible – respondió Omega, azuzó a su caballo y partió dejando una polvareda, sus cabellos flamearon cual bandera dorada al viento.
¿Estás contento? siempre te hizo caso – rezongó Harfal observando cómo la jinete se perdía entre las chozas y se hacía cada vez más pequeña.
No, no estoy contento sino preocupado. No podremos defendernos, son demasiados. Sería prudente abandonar la aldea. – Sugerí con tristeza.
¿Y dejarla en manos del enemigo sin defendernos? ¿Después de lo que costó reconstruirla? – Preguntó Harfal como si escuchara una propuesta sin sentido.
Es imposible convencerte. Veremos que dicen los demás. - Contesté mientras la gente se juntaba a pocos pasos de nosotros. Nos acercamos y esperamos a los otros.
Gente de Espejo, los chicos divisaron grupos de vikans acampando en las cercanías. Nos sugieren abandonar la aldea y marchar al noreste, cruzando el río Azul para refugiarnos. – Avisó Fargus, el padre de Lamda.
¡No! ¡Claro que no! ¡Lucharemos aquí! – Se escuchó una grave voz entre el gentío.
¡Lucharemos! – gritaron muchos.
¿Lucharan contra mil o más? – preguntó Fargus con gravedad. Su abrigo de pieles lo hacía más corpulento y poderoso. La pregunta quedó flotando en el silencio que sólo el viento osaba interrumpir.
¿Y bien…? – Preguntó de nuevo y sólo le respondieron murmullos.
Al menos mi familia ya tomó su decisión, abandonaremos Espejo – informó Fargus y se retiró. Muy pronto los murmullos se convirtieron en conversaciones fuertes y luego en discusiones acaloradas. Con mi padre regresamos a la choza.
Divididos, seremos presa fácil del enemigo. Debemos aceptar la decisión de la mayoría. – Concluyó sabiamente Harfal y ambos asentimos.
Al atardecer, los adultos se reunieron para votar. Y se aclaró, a través de la voz de mi padre, que se debía aceptar la decisión de la mayoría. De trescientos cuarenta; doscientos treinta aceptaban retirarse y el resto por quedarse. También se decidió iniciar el éxodo con la próxima salida del sol.
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