Memorias del alma. Omar Casas

Memorias del alma - Omar Casas


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      Los vikans se aventuraban a cruzar el río Ancho muy pocas veces, pero nunca para atacar la aldea Espejo. Muchas historias y leyendas se contaban de héroes pasados, que lucharon para contenerlos, algunas demasiado exageradas para ser creíbles. Con seguridad, varias de sus tribus habrían cruzado las colinas Vikans y el cordón boscoso para internarse en nuestras planicies. Poco a poco, ganaban terreno hasta intentar un ataque sorpresivo. Y nosotros, demasiado tranquilos bajo el velo de los dioses y sus mitos, como para pensar en ellos. Los adultos se reunieron esa noche para obtener consejo del sabio Darko. Con Lamda nos escabullimos y, escondidos tras un grueso tronco, los escuchamos. Después de recitar la vacía plegaria, el hechicero les habló del valor de la fe y de la voluntad para reconstruir la aldea. Les aclaró que contaban con el apoyo de los dioses para volver a defenderla de los vikans, una y otra vez si era necesario. Me pregunté dónde estaban los dioses para evitar la reciente masacre. ¿De qué habían servido los sacrificios? ¿De qué habían servido los elegidos? ¿De qué servían los pocos muertos vivientes que regresaban de Dalian, si también caían bajo el ataque de los vikans? Habíamos perdido a más de cien guerreros para recuperar una aldea de la que sólo quedaban despojos y el sabio Darko sólo encontraba respuesta en la fe de los fieles. La situación era apremiante, nada garantizaba que la reconstrucción de Espejo ayudaría a sobreponernos. Bajamos con sigilo por la ladera antes de que la reunión terminara y volvimos al precario campamento. Todavía se percibía el acre olor de los cadáveres quemados.

       5 – Entrenamiento y mucho más

      En pocos soles, la voluntad de los laharianos se impuso a la adversidad y se levantaron nuevas chozas. Sobre las cenizas reconstruyeron villa Espejo. Además, todo volvió a una supuesta calma, como si las palabras de Darko en aquella reunión nocturna, los hicieran olvidar de la tragedia sin tomar los menores recaudos. Al comienzo, le sugerí a mi padre replegarnos al este hasta cruzar el rio Azul, para fortalecernos y luego contraatacar. Luego, le hablé sobre la necesidad de construir un muro de piedra, no tan alto como el de Lorest, pero lo suficiente como para defenderse mejor. No tomó en serio ninguna de las propuestas y continuamos con nuestras vidas como si nada hubiera sucedido. Pero existían focos de rebeldía, engendrada en los niños que quedaron huérfanos. La tarea de Lamda y mía, fue convencerlos de que los dioses en nada nos ayudarían si los vikans nos atacaban de nuevo. Nos juramos lealtad un día que chapoteábamos a orillas del río Ancho. Así formamos un grupo reducido que compartía una manera de pensar diferente, independiente del cobijo inexistente de los dioses, pero manteniendo las tradiciones para no despertar sospechas. Después de otro duro entrenamiento con hachas, Harfal me liberaba de los golpes recibidos y me reunía con Lamda en las afueras, donde habíamos divisado una manada de caballos. Las viejas creencias aseguraban que los animales más grandes eran carnívoros y peligrosos. Entonces… o se evitaban o se los mataba para obtener su cuero y comida. Pero después de varios soles observando panza en tierra, nos dimos cuenta de que sólo se alimentaban de césped y bajos arbustos. Y llegó el día que Lamda se acercó lentamente a uno de ellos con manzana en mano. El hermoso alazán se mantuvo atento y dispuesto a escapar. A un paso del animal, Lamda extendió su brazo y el cuello de aquel se estiró para acercar su hocico. En un comienzo tuvimos miedo de un ataque sorpresivo, pero mordió la fruta, la miró a ella y se retiró al trote. Cuando la curvatura del sol rozaba las montañas más altas, nos encontrábamos en el mismo lugar con nuestro amigo, hasta que Lamda logró acariciarlo, pero esperó otras tardes para animarse a montarlo. Y al fin llegó el momento tan ansiado, primero trotó y luego cabalgó a la velocidad de un felino. ¡Lo había domado! Su rostro de júbilo mezclado con su revuelta cabellera al viento, me llenó de emoción y esperanza. ¡Una nueva era nacía para los laharianos, éramos domadores de caballos!

      Durante varios días, repetimos el proceso con nuestros compañeros. Y todavía sin ser descubiertos antes del invierno, teníamos a una veintena de jinetes que no sobrepasaban los doce años. Sólo bastaba con un silbido para llamarlos y ellos surgían del bosque respondiendo al llamado. Ideamos riendas para facilitar los movimientos. Pero semejante descubrimiento no podía pasar desapercibido por mucho tiempo. Muy pronto se presentó Darko y una docena de seguidores para observar nuestras prácticas en la inmensa pradera cercada de árboles. Nos acercamos orgullosos, montados en nuestros flamantes corceles, mientras los mirábamos desde arriba con aire triunfal y sintiéndonos superiores. Entre ellos se encontraba mi padre y Dagna, la madre de Lamda.

       ¡Cómo se atreven a domar esas bestias peligrosas! – Exclamó Darko con aire de tragedia.

       Son mansos animales y no comen carne. Todos ustedes estaban equivocados, se alimentan de frutas y pasto. - Respondió Lamda con seriedad. Dagna la miraba orgullosa.

       No importa si son peligrosos, sólo los dioses tienen derecho de domar a las bestias – comentó irritado Darko con su rostro enrojecido de furia.

       Estos caballos, pueden hacer una gran diferencia en batalla – expuse acercando mi azabache cerca del alazán de Lamda.

       ¡Sacrilegio! ¡Entraremos en desgracia! – Gritó uno del grupo y otros lo imitaron, entre ellos, mi obtuso padre.

       ¡Escuchen! ¡Ya estamos en desgracia! ¿Acaso olvidaron? Muchos han muerto para recuperar la aldea. ¿Qué hubiera sucedido si teníamos rápidos corceles? No tendríamos que lamentar tantos muertos. Los chicos dieron un paso importante. – Argumentó Dagna con la misma sonrisa de su hija.

       Estamos condenados. ¡Dejen esas bestias y arrepiéntanse! Quizás haya tiempo para que los dioses nos perdonen. – Bramó Darko escupiendo sus palabras.

       ¿Acaso hacemos algún daño? Sólo cabalgamos lejos de la aldea. Por favor, hechicero; por favor, padres de Lahar. - Pidió Lamda con preocupación.

       Está bien para mí; es más, voy a pedirles que me enseñen. Cuando ataquen de nuevo esos salvajes estaré más que preparada – anunció Dagna, luego avanzó frente a los caballos y giró para enfrentar al grupo de descontentos.

       Es tu hija, por favor, ¿cómo no vas a defenderla? – Interfirió Harfal con sorna.

       También está tu hijo, por si no te diste cuenta – respondió con firmeza Dagna.

       Creo que Dagna tiene razón – se escuchó entre el grupo de adultos.

       Por qué no, a nadie molestan. A mí también me gustaría aprender. – Deseó otra persona.

       Dejemos a los chicos tranquilos. Los dioses no vendrán… Nunca vienen. – Admitió otro y comenzaron a retirarse. A pesar del pequeño triunfo, con mucho dolor, descubrí que ninguna de esas voces fue la de mi padre.

      Antes de retirarse, Darko me lanzó una mirada de profundo odio. Jamás pensé que un adulto pudiera tenerle tanto rencor a un niño. Supe que había ganado un temible enemigo.

      La próxima etapa, fue proporcionarles un refugio a los caballos para que se protegieran del frío que ya empezaba a sentirse durante cada mañana. Varios adultos nos guiaron en la tarea; entre ellos, los padres de Lamda. Mi madre estaba a mi favor, pero no se animaba siquiera a ayudarme. Era comprensible, tenía que lidiar con el insoportable fanatismo de su pareja. Logramos terminar un precario establo en los primeros días de invierno. Los caballos domados lo usaban como lugar de descanso y cobijo, y no hubo necesidad de atarlos. Durante varias noches dormimos junto a ellos. Las mañanas se volvían cada vez más frías, y tuvimos la necesidad de armar con piedras, una pared circular de medio paso de alto y uno de ancho, donde tirábamos la leña y la encendíamos. Dejamos huecos para que el aire pudiera alimentarla. Desde ese momento, la mayoría de nosotros pasaba mucho tiempo en el establo hasta casi convertirse en nuestro hogar. En pleno invierno; además de juntar leña, patinar por las lagunas congeladas y quitar la nieve acumulada en la pradera para continuar con las prácticas de equitación, nos abocamos a fabricar una nueva arma. Tuvimos que juntar y pedir varias herramientas de hueso y puntas de piedra afiladas para trabajar la madera. Hasta que pulimos un fino listón curvo y flexible al que llamamos “arco”. Estaba hecho de una rama de fresno, como la que usó Lamda para columpiarse. Se doblaba con facilidad sin romperse, y cuando se soltaba,


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