Memorias del alma. Omar Casas

Memorias del alma - Omar Casas


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El cadáver era llevado al centro del círculo entre los pilares y servía de alimento para los voraces leonhalas. Si el desdichado formaba parte de una familia, ésta no sufría su pérdida; sino al contrario, se alegraban, porque era el destino de los dioses y con seguridad su petición sería cumplida por ellos. En realidad, nadie confirmaba si los lamentables hechos eran compensados por los dioses con los pedidos de prosperidad o curación. Pues la ignorancia y el fanatismo conspiran contra la duda y el razonamiento, impidiendo un cambio en las creencias. Mientras los más viejos reflexionaban sobre sus acciones pasadas o comentaban hazañas de su larga vida, los demás iban de cacería o cortaban leña y nosotros correteábamos por el lugar, alrededor de los pilares o simulábamos ataques de los vikans.

      Cuando el sol se sumergía por detrás de las magníficas montañas blancas; monjes y aldeanos juntaban pilas de leña para encender las hogueras. Varios jabalíes, ciervos y conejos fueron destripados y descuerados, para después ensartarlos al asador. Muchos toneles de cerveza y vino se acarrearon para el festín. Cuando ambas lunas escalaban el cenit, la gente cantaba, comía, reía y bailaba en torno a las hogueras. Entonces llegó el momento… Uno de los monjes de túnica roja trepó, antorcha en mano, por una de las torres de piedra. Antes de que llegar a la cúspide, comenzamos a replegarnos a los costados, a varios pasos por detrás de las hogueras. Una vez arriba, el monje posó la antorcha en la cúspide, y una inmensa flama amarilla se elevó tras un fuerte soplido. Desde abajo, resonaron nuevamente los tambores y cuernos. ¡El llamado a los dioses daba comienzo!

      Mientras el sacerdote descendía de las alturas con habilidad felina, todos recitamos la plegaria. Otra vez el miedo comenzaba a invadirme y me acurruqué contra el flanco de mi madre. Ella acariciaba mi pelo con ternura, mientras mi padre me observaba con cierto desdén. Aún no tenía el valor de Nedra, que miraba ansioso el cielo, vestido por los sacerdotes con una larga túnica blanca de lino y un ancho cinturón negro ceñido a su cintura. Después de un largo tiempo en silencio, se escucharon los rugidos en la noche. Un escalofrío escaló por mi espalda y vibré contra Omega, ocultando mi vergüenza tras la cortina de oro de su largo cabello. Y las bestias llegaron… Primero, fueron puntos que se agrandaban contra las nieves eternas, luego sombras que se agigantaban. Y tras el batir de sus alas, cuatro leonhalas, del triple tamaño de un león, se posaron lentamente en el borde del círculo. Sus poderosas patas delanteras terminaban en garras de águila. Los jinetes saludaron con un brazo dorado extendido y la palma abierta, mientras con el otro mantenían firme las riendas. Todos nosotros respondimos al saludo y el rugido de las bestias, golpeó el aire con tanta fuerza, que casi nos voltea.

      El Monhala, el máximo sacerdote de túnica blanca con el labrado de un dorado leonhala, avanzó hacia ellos y subió las escalinatas.

       Bienvenidos, nuestros dioses. Reciban esta ofrenda como muestra de gratitud y obediencia… - Expresó con sinceridad nuestro representante elevando sus brazos.

      Uno de los jinetes, el más brillante y fornido de todos, asintió. El monje comenzó su descenso por las escaleras sin darle la espalda, al tiempo que bajaba sus brazos y con la muñeca derecha hacía señas a otros dos. Éstos condujeron al pequeño grupo de túnicas blancas que sería sacrificado: Una pareja de ancianos que apenas podía subir las escaleras y dos prisioneros vikans atados de manos. Al llegar a la plataforma circular superior, a los primeros les cortaron las arterias de ambas manos y a los otros se los decapitó con filosa hacha. Los dos verdugos también retrocedieron de espaldas y cuando llegaron al último escalón inferior, los leonhalas se lanzaron a su comida. Me pareció escuchar el grito de uno de los ancianos que no había alcanzado a morirse. Su cuerpo se partió por la mitad, despedazado por el tironeo de dos bestias hambrientas que lo disputaban. Entonces se escucharon vítores y fuertes alientos de los fanáticos. Uno de ellos, que llevaba a su pequeña hija en brazos, rompió el borde curvo que rodeaba a los visitantes del cielo. Y se aproximó lentamente a la escalera, mientras el Monhala le indicaba que retrocediera. No lo escuchó por los gritos y alabanzas de la muchedumbre o ensimismado por la presencia de los dorados algohts. Ni bien subió un par de escalones, el cuerpo y el cuello de uno de los felinos se estiraron de repente, lo suficiente como para abrir las rojas fauces y mostrar los gigantescos colmillos. Cuando la cabeza del monstruo alado se echó hacia atrás, sólo quedaba un par de piernas del osado, cortadas a la altura de la rodilla, escupiendo chorros de sangre. Esa imagen me quedó esculpida para siempre y fue la última prueba de que los algohts y sus gigantes mascotas no eran dioses, sino temibles enemigos. Otra cabeza peluda se acercó a los restos humanos y de un lengüetazo la lanzó contra las negras arcadas de su paladar. Su jinete soltó una risotada e hizo retroceder al devorador. El odio naciente en mi espíritu borró toda huella de terror. Miré a mi hermano sin contener la gota de agua que resbalaba por mi mejilla. El idiota, henchido su pecho de orgullo, me sonrió y guiñó su ojo izquierdo. Y tras el llamado del grave cuerno caminó hacia las mortales escaleras, junto a sus tres compañeros, mientras los jinetes calmaban a los leonhalas. Por suerte, nada violento sucedió. Las criaturas aladas se recostaron sobre el rojo suelo, y los dioses tendieron su mano para que cada joven, saltara sobre cada lomo leonado. Los elegidos se aferraron a la cintura de los algohts, éstos maniobraron las riendas y los leonhalas se echaron hacia atrás para tomar un fuerte impulso. De repente, saltaron las cuatro bestias y batiendo sus alas, tras algunos rugidos, comenzaron a achicarse contra el oscuro cielo azul. Un viento helado bajó de las montañas y atravesó mis entrañas congelándome la sangre. Un nudo en la garganta me impidió decirle: “Adiós hermano”. Sólo atiné a sentarme sobre el duro y frío suelo rocoso. Poco a poco, la gente rompía la curva formación y volvía a la comida, a la bebida, a los comentarios, o desenrollaba los mantos de pieles para dormir cerca de las hogueras.

       En un par de veranos, te reunirás con tu hermano – sentenció mi padre apoyando su mano sobre mi hombro. Quise responderle: ¿Por qué nosotros teníamos que pagar por su fracaso?, pero no tenía la intención de discutir o de escuchar la repetida historia de lo cerca que él estuvo en su juventud, para ser un elegido.

      Por largo tiempo, contemplé la danza de los fantasmas amarillos y anaranjados de las fogatas, tras el acompasado crepitar de los ramilletes de chispas. Omega y Jana se sentaron a mi lado; la primera me acarició la cabeza, la segunda apretó mi mano con afecto. Supuse que los tres llorábamos por dentro, en una noche de verano demasiado fría e increíblemente oscura.

       4 – El ataque de los vikans

      Los poderosos rayos del sol del mediodía despertaron a la mayoría. Sólo cenizas quedaban de las fogatas. Los monjes retornaron a su ciudad por la mañana. Nos esperaba un largo camino de regreso. A mitad de la tarde, recién se despertaban las últimas víctimas del alcohol y nos alejamos todos juntos de los cuatro pilares. Jamás se dejaba a nadie y siempre se respetaba el sueño de los compañeros, para marchar protegidos. Los viajes eran difíciles, y nunca se hacían en grupos reducidos, pues éstos eran presa fácil de las manadas de felinos, lobos o del ataque de los vikans. Nadie le hacía frente a una gruesa columna de laharianos. Cruzamos la casi deshabitada ciudad de Lorest y su portal de entrada. Ya nos esperaban los monjes en sus canoas para cruzar el lago que siempre exudaba vapores. Toqué su superficie y el agua no estaba tan fría como en los lagos inferiores. Era imposible, porque se encontraba más cerca de las frías montañas. Entonces supuse que el lecho rocoso debería estar caliente. ¿Por qué? Dilema que me encantaría resolverlo alguna vez. Toqué la bruma con una fuerte agitación de mis brazos y manos. Jana me preguntó si espantaba alguna mosca. Le mostré mi palma fría plagada de gotitas y copió mi maniobra.

       ¡Basta ya pendejos, nos harán caer del bote! – Vociferó mi padre, porque nuestros movimientos ladearon la embarcación a ambos lados, y el monje casi perdía el equilibrio.

       Perdón – respondimos en coro y nos reímos.

      La transformación del vapor de agua era inquietante, el frío la volvía líquida e inclusive sólida. Y lo más extraño… La mayoría de los sólidos se hundían en el agua, en cambio… el hielo flotaba. ¿Acaso las diferencias podían descubrirse si pudiéramos adentrarnos en su naturaleza? La niebla es apenas visible, y el aire que respiramos no puede verse. ¿De qué estaban formados los cuerpos? ¿Sólo


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