Memorias del alma. Omar Casas

Memorias del alma - Omar Casas


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llovizna y empapó nuestros abrigos de pieles. Lentamente, ascendimos por el abrupto camino desmalezado y tallado en la roca por los monjes de Lorest. Pronto nos encontramos bajo un túnel de paredes grises y verdes; techado por un ramaje esmeralda, apenas atravesado por lanzas de luz. A lo lejos, se distinguía un círculo celeste que poco a poco comenzó a crecer. Era la salida, que desembocaba a orillas del lago Lorest, naciente de los ríos Argos y Ancho. Lo bordeamos, caminando sobre un antiguo y musgoso empedrado, hasta llegar a las canoas, donde varios monjes calvos de largas túnicas rojas nos esperaban.

      Al navegar por el lago, divisamos los cuatro pilares de Lorest al pie de las lejanas montañas blancas, como cuatro lanzas de piedra clavadas por un furioso gigante. La belleza verde de las laderas boscosas recostadas contra las grises y curvas paredes de una inmensa olla; sumado al tronar de la catarata, al cielo acuoso plagado de nubes desgarradas y a las cortinas de niebla que rozaban la superficie del lago, provocaban admiración y sorpresa, pero a la vez cierto temor. Atravesamos el cristal de agua hasta llegar a la orilla pedregosa. Una amplia vereda de mármol blanco nacía en aquella para transformarse en la avenida principal de Lorest; cercada por un muro circular de piedra de seis pasos de alto y una arcada con puertas de roble talladas con bajorrelieves. Cuando la catarata atenuó su rugido a murmullos por la lejanía, oímos los golpes contra la piedra. Los monjes usaban puntas de gemas para continuar con su milenaria tarea, la de esculpir la roca para construir más edificios curvos y fantásticas esculturas ofrecidas a los dioses. El portón se abrió de par en par y la columna lahariana fue tragada lentamente por la magnificencia de Lorest. Antes de pasar bajo las piernas del gigante Alfa, desde los balcones de sus ojos, los monjes de túnica blanca, los máximos sacerdotes, nos saludaron con los brazos extendidos y las palmas abiertas. Todos devolvimos el saludo mientras observaba cómo la emoción, escurría por las mejillas de la mayoría, incluso en los embelesados rostros de mis padres y hermano. Miré a Jana y tratamos de contener la risa. Jardines colgantes se extendían en las terrazas, irrigados por perpetuos canales de agua que descendían desde las mismas montañas. El aroma de las flores se mezclaba con el rocío. Rosa, jazmín, gardenia y lavanda se fundían en un elixir que embriagaba; secreto quizás, para elevar el estado de devoción del visitante. La pétrea y enigmática ciudad, se convertía en una gema admirada y deseada por cualquier hombre que la descubriera, más allá de la religión que profesara o del ateísmo que fundamentara.

      Nos albergaron en un nuevo edificio de tres pisos, con la forma de un león alado, recostado contra el muro perimetral, todavía en construcción en la parte de su lomo. La patas delanteras extendidas, ofrecían un plano inclinado que llevaba directamente a sus fauces, entrada irónica al alojamiento. Ingresamos como devorados por los mismos sirvientes de los dioses, los temidos leonhalas.

      Los monjes nos condujeron por un amplio corredor interno iluminado por antorchas. Nos dividieron en grupos por familias y sin perder la marcha, indicaron a cada uno qué arcada lateral curva debían atravesar. Sus pasos se perdieron en ecos por detrás. Al fin nos tocó a nosotros, unas cinco familias que atravesamos una arcada del segundo piso. Al cruzarla, nos encontramos con un amplio salón ovalado. El sol se derramaba en conos inclinados de luz, atravesando grandes aberturas circulares. Fajas de paja se extendían en el suelo de piedra para ofrecer un mejor descanso. El duro ascenso de toda la mañana nos provocó apetito. Comimos parte de las provisiones que traíamos y luego la modorra nos alcanzó. Cada tanto, me despertaban los fuertes ronquidos de los mayores pero el de mi padre era insoportable. Aun así, seguí durmiendo hasta que sentí una sacudida en mi hombro. Era Nedra con Tarna a su lado.

       Vamos hermano. Aprovechemos la luz del día para recorrer la ciudad. – Sugirió él y me tendió su mano. Mientras descendíamos, de otra arcada emergió Lamda.

       Tu amiga inseparable – murmuró Nedra guiñándome su ojo izquierdo.

       Lo mismo digo – le respondí señalando a Tarna.

      Recorrimos las calles empedradas, entre monumentos majestuosos y edificios curvos. Lorest era una visión fantasmal o un intento de reproducir a Dalian, la ciudad de los dioses. Nos cruzamos con algunos monjes, tan ensimismados, que ni siquiera nos prestaron atención. La mayoría fueron expulsados de la ciudad de los cielos, por no alcanzar la transformación y la vergüenza les impedía regresar a nuestra aldea. La minoría, eran fervientes devotos que peregrinaban solos para pedir asilo en Lorest y dedicar su vida a la oración y la devoción. No alcanzaban al centenar de rapados. La mayor parte del tiempo, trabajaban en las diversas tareas de construcción, de mantenimiento, de aprendizaje, de arte defensivo con hachas y lanzas y de oración.

      Bajo las piernas del gigante Alfa, centro de Lorest, nacían ocho avenidas en diferentes direcciones que llegaban hasta el muro perimetral. Tenían un largo de tres mil pasos. El último tercio de su longitud, más cercano al muro circular, contaba con muy pocas construcciones y entre la vegetación, surgían algunos venados y jabalíes. Decidimos regresar cerca del centro, admirando las formas de las edificaciones y sus bajorrelieves siempre, bajo el perfume de sus jardines que colgaban en voladizos de granito. Las gruesas patas de un gigantesco elefante, eran las columnas que soportaban el cuerpo del edificio. De sus colmillos de marfil, pendían enredaderas. Un hombre de piedra a su lomo, se encontraba en una posición inclinada, como si lo estuviera dirigiendo. Desde la boca abierta de aquel, emergieron dos monjes que nos saludaron. Más allá, dos caballos al galope, de celeste cristal, reflejaban un arco iris en todas direcciones. Por un instante, la visión del jinete pétreo, se trasladó hacia los transparentes corceles. Y me pareció más factible. ¿Acaso sería posible domar a los furiosos corceles de la pradera? ¿Cuánto tiempo nos ahorraría en los viajes? ¿Cuánta ventaja darían en plena batalla a campo abierto? Miré a Lamda y me sonrió asintiendo. Supuse que compartía mi visión y deseaba comprobarlo.

       En algún momento… lo probaremos – confirmó Lamda mi sospecha.

       Es arriesgado – murmuré.

       Pero no imposible – aseguró ella, apretando mi brazo tras plena sonrisa.

       ¿De qué mierda hablan? – Preguntó Tarna confundida.

       Están completamente locos. Creo que de alguna forma, se comunican con la mirada. – Le comentó Nedra a Tarna, y dos surcos aparecieron en la frente de ésta al arquear sus cejas.

      En el interior del vientre transparente de uno de los caballos, un puñado de fieles se arrodillaba para recitar sus plegarias. Al frente, el dios Epsilon, con las alas de un águila en sus manos, estaba a punto de ensartárselas a un león vencido. El mito relataba sobre el origen de los “leonhalas” o leones alados.

       Muy pronto, aprenderé a montarlos – aseguró Nedra orgulloso.

       Si no te devora en el intento – respondí y nos reímos.

      Al anochecer, los monjes nos prepararon un guisado de venado a la cerveza. Y nos servimos dos veces con mi hermano. Compartí de su odre a escondidas y me tendí algo mareado cerca de una ventana. Un círculo azul plagado de estrellas en la noche apacible, parecía anunciar buenos augurios para la festividad del próximo día.

      Descansamos hasta casi el mediodía y lentamente, tomamos nuestras livianas alforjas para abandonar las entrañas pétreas del león. Nos agruparon en la amplia avenida y más de quinientos laharianos, comenzamos la marcha hacia los altos pilares. Nos acompañó una veintena de monjes, tocando con sus largos cuernos de elefante una grave melodía, al ritmo de pausados tambores. El suelo de mármol vibraba en sus ecos y como poseídos en renovada fuerza, la mayoría comenzó a recitar la plegaria de los dioses. Los cuatro pilares se agrandaban más y más pero nunca los alcanzábamos. Después de más de dos mil pasos, al fin llegamos a las columnas esculpidas por los penitentes. Sus bases descansaban sobre siete círculos concéntricos de granito a diferentes niveles, generando escaleras circulares. Quienes tenían la necesidad de pedirles a los dioses, debían trepar por los altos pilares de piedra. Los monjes ayudaban a subir con sogas a los necesitados. Y a cualquier altura, susurraban su petición o perdón, luego recitaban la plegaria de siempre. Después daban un golpe simbólico con el cincel para confirmar el acontecimiento. Nunca faltaba un accidente, por impericia o exceso de confianza, alguno resbalaba,


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