Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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profundo en el sofá. Yo también sacudí mi cabeza, una muestra de apoyo. Cualquiera que conoce al abuelo sabe bien que él nunca encontró una sola raíz de ginseng. Esto lo sabemos porque antes de que muriera, el hombre del ginseng vino a cobrarle las tres raíces que aún le debía. Hace todos esos años, después de que el abuelo y el hombre del ginseng se separaron, el abuelo continuó en su búsqueda de Han el adivino. El mismo día en que el abuelo llegó a la puerta de la cabaña de Han, en casa se estaba dando una gran fiesta en honor al centésimo día de vida del primer varón en la familia en tres generaciones. Sin pronunciar palabra alguna de bienvenida o explicación, Han se agachó y le quitó los zapatos a mi abuelo. Inspeccionó con cuidado los gomusin de mi abuelo, luego le ordenó quitarse los calcetines. La peste de sus pies llenó la cabaña. El olor era tan fuerte que un gato que había estado dormitando en un rincón despertó de un salto y salió corriendo, y no se atrevió a regresar hasta el día siguiente. Los zapatos de goma de mi abuelo se habían desgastado y hecho jirones durante el tiempo en que deambuló por la montaña con el hombre del ginseng. Han sostuvo los zapatos desgarrados y le preguntó a mi abuelo ¿Qué es lo que estás buscando? «Funcionó, el secreto que me había contado Mt. Baekdu Bodhisattva. Tuve que caminar cada paso para llegar hasta allí sin comprar un nuevo par de zapatos, sin importar cuánto se desgastaran». Y así es como el abuelo consiguió que le leyeran los Cuatro Pilares del Destino de mi padre. Pero a pesar de todas las dificultades que soportó mi abuelo, el destino de mi padre no indicó nada especial. El consejo de Han para mi abuelo fue que su hijo no debería intentar ninguna empresa después de cumplir veinte. Quedarse quieto y cobrar renta, ésa era la vida designada para él. «Si no me hubiera vaticinado longevidad, no habría regresado yo a casa. Merezco algo de devoción filial, por lo menos, en estos últimos años, si es que no puedo esperar nada más de él».

      El tintineo de unas llaves llegó desde la puerta principal. «Deberíamos cambiar a cerradura electrónica», dijo mi hermano. «No soy bueno para memorizar números», dijo el abuelo. Mientras mi padre batallaba con la cerradura, el resto de la familia se quedó sentada en el sofá, volteando sus cabezas para observar al cerrojo girar de derecha a izquierda. Mi padre caminó derecho hasta el sofá y se sentó, metiéndose entre el abuelo y mi hermano. Su ropa apestaba a cigarro. «¿Qué es ese olor?». Mi madre se abanicó la nariz con la mano. Desde que perdió a su madre por causa de un cáncer pulmonar, mi madre fue muy susceptible en cuestiones de tabaco. Cuando a su madre —en vez de a su padre, quien fumó crónicamente toda su vida— le diagnosticaron cáncer pulmonar en etapa terminal, mi madre tomó el baúl de cedro de la abuela, su mueble más viejo y preciado, y lo sacó al patio, donde le prendió fuego. Mi abuela le había prometido a mi madre que, cuando ella muriera, heredaría el baúl de cedro. Si tenías que fumar, lo debiste haber hecho solo en las montañas, o en cualquier otra parte, le gritó mi madre a su padre. Su padre estaba en su cuarto y su silueta era vagamente visible a través de la puerta de papel. Tenía una larga pipa de tabaco en la mano. Después de esa pérdida, mi madre pensaba en el baúl de la abuela cada vez que olía humo de tabaco. Ese baúl había sido transmitido de madres a hijas durante siglos, desde el reinado de Joscon. Ella nunca volvió a ver la televisión.

      Traducción del inglés de Eduardo Padilla

      Amigo del alma (apunte)

      a. b. yehoshua

      israel

      Mi único hijo tiene un amigo del alma que no es de mi agrado. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Dos espíritus jóvenes se unieron durante el servicio militar obligatorio y, a pesar de que ha transcurrido ya cierto tiempo, su relación no hace más que fortalecerse.

      ¿Será como la camella que en el desierto se nutre de su joroba como esa amistad se alimenta de la fuerza que le confirió el servicio militar? ¿O tendrá nuevas fuentes?

      ¿Por qué me sentiré yo amenazado por esa amistad? El amigo del alma de mi hijo es un ser culto, delicado y de buenos modales que tiene la acariciadora voz de una mujer lejana. Siempre que me lo encuentro en la habitación de mi hijo se yergue como un cervatillo asustado y me dirige una mirada esperanzada. ¿Será posible —me digo a media noche, dando vueltas en la cama— que sea precisamente ese refinamiento cultural, que se mueve entre el temor y la esperanza, lo que enciende en mí la fuerte animosidad que siento hacia él? Y es que por puro empeño me niego a borrar de la memoria el rostro moreno y agradable de la chica de pueblo que murió una noche de luna, cuando unos jóvenes soldados, con la leche del periodo de campamentos todavía en la comisura de los labios, cercaron con sigilo el pueblo de ella.

      Pero resulta que lo mismo mi hijo que su amigo del alma juran y vuelven a jurar que fue sólo porque temieron por sus vidas por lo que abrieron fuego contra la «figura» que apareció ante ellos a la entrada del pueblo. Y aunque hasta ahora no han conseguido explicarles ni a sus comandantes, ni a los investigadores del caso, ni tan siquiera a sus padres, qué características exactamente tenía esa «figura» que tanto los preocupó, todos nos vemos obligados a creer que no fue por diversión ni por un instinto animal por lo que acribillaron a tiros la casa en penumbra de la muchacha.

      Cuando pusieron en funcionamiento sus fusiles apenas si se conocían. Eran dos simples reclutas que habían coincidido en la misma guardia. Así es que quién sabe, pienso torturándome, mientras la suave luz de la aurora acaricia la ventana de mi dormitorio: si esa joven del pueblo no hubiera muerto en su cama, puede que una amistad tan fuerte como ésta no se habría llegado a dar de una forma tan duradera, ni seguiría ahora fortaleciéndose día a día.

      Además de que nunca llegaremos a saber quién de los dos era el dueño del fusil desde el cual fue disparada la crítica bala. Los aldeanos se apresuraron a enterrar a la chica y no accedieron a que el enemigo que la había asesinado fuera encima a serrarle el cuerpo para hurgar en él, y después quién sabe si incluso a aprovechar la ocasión para poderla difamar y decir que uno de ellos la había matado por una cuestión de honor familiar. Y así, a los pocos días de que se hubiera abierto el expediente judicial, éste se cerró. ¡Qué se le va a hacer! En estos casos, respetar la voluntad de nuestro enemigo supone también respetar su honorabilidad. Sólo que en lugar de ir silenciando poco a poco el asunto y ser fieles a su creencia de que nuestras investigaciones no iban a ser limpias, los testarudos dolientes enviaron una fotografía de la chica enterrada a uno de nuestros periódicos matutinos más importantes. De modo que una mañana, en primera página, en medio del artículo de uno de nuestros más furibundos «alertadores de conciencias», apareció de repente la cara morena y hermosa de una joven vestida con el típico vestido bordado de los pueblos, y en lugar de llevar la cabeza cubierta con el esperado pañuelo, la cabellera le caía sobre los hombros al tiempo que sus ojos de gacela seguían sonriéndole confiadamente a un mundo que ya había perdido.

      Incluso a mí, que sé muy bien lo astutas que pueden llegar a ser las personas, me sorprende la rapidez y la eficacia con las que nuestro terco y atolondrado enemigo prepara las fotografías de sus muertos. Todavía no se ha secado la sangre derramada cuando ya las fotos de los muertos, grandes y a todo color, resplandecientemente enmarcadas con su cristal y todo, son llevadas en sentida procesión y agitadas ante las cámaras. A veces hasta se diría que allí, en los pueblos y las aldeas del otro lado de la frontera, los jóvenes preparan con antelación unas fotografías bien grandes y buenas de sí mismos, que las enmarcan con tiempo para que las lleven con orgullo en sus entierros, con la esperanza de que esos retratos puedan llegar a hacer mella en el corazón del enemigo que, mientras cena, le lanza una fatigada mirada al televisor.

      El periódico lo dejé en mi estudio. No por la foto, sino por el nombre de mi hijo, que era citado allí como uno de los sospechosos de aquella muerte. Aunque la publicación no nos hacía quedar nada bien que digamos, también es cierto que no todos los días aparece el nombre del hijo de uno en el periódico.

      El amigo del alma de mi hijo vio el periódico en mi mesa de trabajo y me pidió permiso para llevárselo prestado con el fin de enseñarle a su padre enfermo la foto de la hermosa muchacha que había visto interrumpido su sueño por una bala anónima. Pero yo me negué a que el periódico saliera de mi estudio.

      —¿Tan enfermo está tu padre que no puede salir a comprarse un ejemplar? —le espeté con dureza,


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