Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
mañana se despertó con una convicción, poseído por la más importante de sus decisiones; no tuvo que desperezarse: estaba pleno de energía, como nunca antes, y se paró de un brinco.
Dio con su reflejo de inmediato, allí, en el espejo de cuerpo completo que había colocado en la puerta del cuarto de servicio, en la azotea de la casa de su madre, su esposo y los demasiados hijos —hijas en realidad: él era el único varón parido por su madre— que le habían quitado su espacio original, la recámara de su olvidada infancia.
Desnudo, el pene erecto y una sonrisa imborrable en la cara, se acarició la barbilla y dijo en voz alta:
—Seré el mejor.
No sería una mejor persona, no: sería el mejor de todos.
No se dirigiría más a sí mismo en tercera persona, como un personaje secundario, no: sería, seré un protagonista.
—Seré yo, por fin.
Eso me dije.
Luego me masturbé; me vacié contra el espejo, ante la imagen de ella, desnuda y testiga de mis estertores, congelada en su pose pornográfica, prisionera del papel cuché y la tinta mancillada por la terca luz del sol.
Me vine y me fui a dormir un par de horas más.
No tuve sueños; nunca los tengo.
Cuando desperté de nuevo, el semen, no del todo evaporado, ya había llegado al piso, como el rastro de un caracol o de una rastrera babosa.
Me incorporé.
Miré la mancha que llegaba de mi ombligo reflejado al borde inferior del espejo, un breve charco sobre el suelo de concreto, gris de origen, negro cuando se mojaba.
La próxima vez, me dije, llegaré hasta mi cara, hasta mi rostro reflejado justo debajo de ella, abierta de piernas, su jugoso secreto, mejillón de lustre, en rosada y carnosa evidencia.
—Seré, sí, el mejor de todos —me dije, repetí, insistente.
Por algún lado se tiene que comenzar y comenzaré así, con la más potente de las eyaculaciones.
Ya luego vendrán los otros cuerpos, los cuerpos verdaderos, todas ellas, carne y no icono impreso en precario papel brillante.
Por ahora, me contentaré con mi reflejo, me dije y salí a la azotea a bañarme junto al fregadero.
Compraría, también, una mejor esponja.
Una esponja sintética.
No más zacate para mí.
No más detergente.
Me embelesé ante la idea del perfume de un jabón.
Un jabón rosa, cremoso, perlado acaso.
Un jabón con el que me sería más fácil masturbarme mañana.
Agucé el oído.
Nadie abajo; los niños en la escuela, ellos en sus oficinas.
Hora de desayunar, de vaciar su refrigerador lleno de culpa, de restos y migajas para mí.
No peleábamos más por la comida.
Yo les pasaba un par de miles de pesos cada mes a manera de renta, ellos me dejaban usar la cocina.
Nada más que la cocina.
—Cuando no estemos, por favor —me habían dicho.
—Somos muchos, no cabemos, los niños se inquietan —me explicó mi madre.
—No soporto tu cara —me dijo él, su esposo, el usurpador del afecto que me correspondía.
Ya lo encontraría, ya lo encontraré en otra parte.
Sobre todo ahora, a partir de hoy que seré el mejor de todos.
No tardé en encontrar los huevos, escondidos dentro de una caja de veneno para ratas, un escondite obvio.
Jamón no había; mantequilla y pan duro, sí.
Detesto la fruta y el frutero, rebosante, ocupaba buena parte de la mesa, su colorido, perfumado, asqueroso centro.
La visión de una guayaba, su perfume de sexo descompuesto, me orilló al vómito.
Una papaya partida a la mitad, como un ovario tropical y hediondo, hizo aún más intensa mi náusea.
Cerré los ojos.
Mastiqué el pan untado de mantequilla, los huevos revueltos sin sal.
¿Dónde escondían el condimento?
Imposible encontrar la sal ausente.
Eran hábiles, mi madre, su esposo, sus demasiadas hijas.
No lo serían más que yo, no: yo el más hábil.
No más.
Sería, para empezar, mejor que ellos.
—Soy mejor que ellos —me dije.
Y salí a la calle, presuroso, sin lavarme los dientes.
Las llantas de mi bicicleta no tenían aire, la travesura de alguna de los niñas, la mayor seguramente, la única que, además del esposo de mi madre, tenía conciencia de ser la rival que había ganado el terreno enemigo.
Ya arreglaría cuentas con ella, más tarde.
No ahora.
Aún no.
Ahora empujé la bicicleta pendiente arriba, a la punta del cerro, hasta la gasolinera desde donde la ciudad se veía aún más grande que lo que de ella podía ver desde mi atalaya en la azotea.
—Seré mejor que todos ustedes —dije, mascullé entre dientes, con un puño levantado, la manguera del aire en el otro, la mirada intentando abarcar la mancha monstruosa de parques, viviendas, negocios, escuelas, calles y parques allá abajo, la ciudad llena de gente a la que, muy pronto, superaría.
—Sabrán quién soy —les dije en voz muy alta—, todos ustedes sabrán quién soy.
Me agaché, inflé la llanta delantera, luego la trasera, le lancé una moneda de poco valor al dependiente de la gasolinera, un hombre regordete y risueño que parecía a punto de sufrir un infarto, aunque de reflejos notables: esquivó el golpe del metal con elegancia, como un contorsionista.
—¡Seré mejor que tú! —le grité; y pensé: mañana te clavaré una moneda entre las cejas, proletario.
Me monté a la bicicleta y pedaleé con vigor hasta llegar a la pendiente.
Descendí con las piernas alzadas, el viento contra mi cara, las manos al aire, un portento del equilibrio y la velocidad, yo, todo yo con mis veintidós años recién cumplidos.
El cruce apareció ante mí como una epifanía.
¿Frenar o no frenar?
Pausa
Disculpen que nos entrometamos, nosotros, la voz de los cerros.
Allí permanece, en pausa, nuestro hijo en su bajada a la ciudad, una sonrisa deforme en la cara de pocos atributos, los ojos protegidos por las lentes de unas gafas poco discretas.
Nuestro hijo que está a punto de irse para siempre, de abandonar las alturas que lo vieron crecer, la atalaya en la que, arrimado, vive con una familia que no lo quiere, que no repara ni en su ingenio ni en su evidente potencial.
Mírenlo.
Fíjense bien en él.
Aunque ahora no den un peso por su persona, ya han sido advertidos: nuestro hijo, pródigo o no —eso aún lo ignoramos—, será alguien.
Nuestro hijo, el portavoz de los cerros, será el mejor.
Será mejor que ustedes.
Será mejor que nosotros.
Será