Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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y ante una cronología biográfica del Poeta, supe mi destino: corroboré lo que me había tomado por asalto al despertar esa mañana.

      —Así es, señora, tiene que oprimir el botón de encendido —dije sin desconcentrarme, poseído por la certeza de mi vocación.

      No estudié derecho en balde, pensé.

      —Estamos para servirla —dije; y mascullé—: También seré mejor que usted.

      Dejé caer el auricular al suelo, la voz de la señora un zumbido al ras de la alfombra.

      Abandoné mi partición y fui al cubículo del jefe de piso, pez grasiento que nadaba en su ínfima pecera con vista a nosotros, la nada.

      Abrí la puerta sin avisar, el pez globo con una torta en la boca y los ojos a punto de dejar sus cuencas.

      —¿Tú quién eres? —me preguntó, el hocico relleno de cebolla, jitomate, frijoles y pierna de un cerdo más suculento que él—. No puedes entrar aquí.

      —Puedo hacer lo que yo más quiera —le espeté—. No trabajo más aquí: renuncio y seré mejor que tú.

      —¿Tú crees? En la oficina de abajo buscan un lustrador de zapatos —me dijo esa bola humana espolvoreada de migajas, incapaz de pergeñar mejor sarcasmo; luego me gritó—: ¡Sácate de aquí, piojo! ¡Estás despedido!

      Preferí no responderle.

      Le di la espalda a la pecera y me bajé los pantalones, le ofrecí mi culo al gordo y mi pene nuevamente erecto a la media centena de idiotas enmudecidos y portadores de una diadema telefónica.

      —Mírenme bien —les dije—. No se olviden de mí, no se olviden de nosotros. Seré mejor que todos ustedes. Ya leerán mi nombre impreso en el periódico. Ya verán mis sienes cubiertas por laureles y no por fibra óptica.

      Luego de una pausa dramática en la que aproveché para subirme los pantalones, canté mi revelación al mundo, la mirada en éxtasis, perdida más allá de los cerros, fija en la efigie del Poeta entubado:

      —Seré crítico literario.

      Palabras inconclusas

      yoon sung-hee

      corea

      Después acabé teniendo mucho tiempo libre, y me senté con frecuencia en la barandilla del techo a jugar juegos mentales, rebobinando en mi memoria. Recordé haber encontrado un billete de mil wons camino a la escuela y haberlo atrapado rápidamente bajo mi pie (por haberme quedado ahí parado esperando a que todos se fueran, llegué tarde a clase); ser llevado a rastras por mi madre a clases de caligrafía china («Señor, tengo una pregunta. ¿Cómo se escribe la segunda sílaba de “trotar” en escritura china? El símbolo que uno usa para la primera sílaba es el mismo que se usa para decir “mañana”, ¿cierto? Presumir siempre terminaba en humillación»); haber pasado una hora encerrado en el baño (nunca descubrí quién fue el que me encerró); haber aprendido la palabra «consternación» de las páginas de una historieta (al encontrarme en situaciones desfavorables, yo siempre gritaba «¡Consternación!» y me dejaba caer fingiendo un desmayo. Este hábito desapareció el día en que me golpeé la cabeza con el filo de un escritorio y me salió sangre); sentir odio cada vez que oía la frase «Deja que tu hermano juegue con él» (yo quería responder con un No, pero a pesar de mí mismo, siempre decía Sí); y cómo deseaba gritar «¡Ya no soy un bebé!» cada vez que alguien me trataba como si aún lo fuera (me sabía muy pocas palabras en aquel entonces). Cada vez que rebobino el carrete y lo dejo correr de esta forma, llega el momento en que me encuentro con la escena más vieja de la que tengo memoria, la primera de todas. Estoy sentado en la parte de atrás de un triciclo que está atorado en una zanja. Hay alguien sentado adelante e infiero que es mi hermano mayor, pues el suéter que esta persona trae puesto reaparece en uno de mis primeros recuerdos. En esta escena tengo seis o siete años y estoy corriendo a alguna parte, y traigo puesto el suéter con el estampado de hojas de arce. Mi hermano lucha por sacar el triciclo de la zanja. Entre más lo intenta, más hunde su pierna derecha en el fango. Una de las rueditas traseras sigue girando, levantada en el aire. Veo la rueda girar, pensando que me gustaría meter mi dedo entre los rayos. Si alguien me preguntara «¿Cuál es tu pasatiempo?», yo le respondería «Sentarme en la barandilla del techo y mirar el sol poniente mientras pienso en la rueda girante del triciclo».

      Toda la familia se sentó en el sofá, esperando el regreso de mi padre. Al observarlos, sentí curiosidad por saber cuál era el primer recuerdo que cada uno de ellos escondía en su memoria. El abuelo incluso tiene los números de su cuenta de crédito de hace cincuenta años archivados en la cabeza, así que bien podría recordar hasta el punto en que usaba pañales. Sin importar la ocasión, mi hermano siempre tenía una libreta a la mano. Ya fuera que estuviese comiendo, viendo televisión, o escuchando los regaños de mi madre, él sacaba una pluma y tomaba nota. Quizás en una de sus libretas está registrada su primera memoria. ¿Recordará haber conducido el triciclo a la zanja conmigo en el asiento? En cuanto a mi madre, bueno, no espero gran cosa. Sólo desearía que recordara apagar la estufa antes de que el caldo hierva y se derrame. Mi hermano bostezó y comenzó a cambiar los canales con el control remoto. «Déjale en la novela», dijo mi madre. «No soporto a esa mujer», dijo mi hermano. «No es como si fueras a casarte con ella ¿o sí?». El comentario de mi abuelo hizo que mi hermano sacara su libreta y tomara nota. «Aquel viejo adivino dijo que, por lo menos, pasarías el examen de admisión». El abuelo acarició el cabello de mi hermano. Según va la historia, mi abuelo fue con un famoso adivino el día en que nació mi hermano. El día en que yo nací, mi abuelo no fue con el adivino sino a la taberna a beberse una cubeta entera de licor de arroz. La visita de mi abuelo al adivino el día del nacimiento de mi hermano no era la primera visita que mi abuelo le hacía. Había hecho lo mismo cuando nació mi padre, el primer varón en la familia en tres generaciones. Mi abuelo abrió el dobladillo de su manga para insertar el papel con los Cuatro Pilares del Destino del bebé —el año, mes, día y hora de su nacimiento— y luego lo volvió a coser. Luego salió en busca de un adivino llamado Han, quien, había escuchado, vivía en la ciudad de G. Lo único que mi abuelo sabía era el nombre del adivino, pero resultó que la ciudad de G era más grande de lo que había imaginado. Al final decidió detenerse en la primera casa con letrero de adivino que encontró. Un hombre que se llamaba a sí mismo Mt. Baekdu Bodhisattva estaba ahí sentado, vestido con el tradicional hanbok blanco. El abuelo anotó en un papel sus propios Cuatro Pilares del Destino, luego se lo dio al adivino y le hizo una propuesta. Si adivinas correctamente si mis padres aún viven o no, te entregaré la mitad de mi fortuna. Pero si te equivocas, quiero que me ayudes a encontrar a la persona que busco. Entonces Mt. Baekdu Bodhisattva miró el papel durante un largo tiempo y dijo, inclinando la cabeza, preferiría no decirlo. Vamos a suponer que yo pierdo. Luego Mt. Baekdu Bodhisattva le dibujó un mapa al abuelo. Han el adivino había dejado la ciudad de G para convertirse en un ermitaño montañés en el pueblo de T. Abundaban rumores que decían que Han incluso había rechazado a un político poderoso que había viajado hasta la montaña para consultarlo. Mt. Baekdu Bodhisattva le dio una pista al abuelo sobre cómo ganarse el corazón de Han. Y le dio esta información sin pedir ningún pago. Dijo que después de haber visto los Cuatro Pilares del Destino del abuelo había sentido lástima por él y quería ayudarlo. El abuelo se fue caminando, mapa en mano. Le tomó más de un día tan sólo llegar a las orillas de la ciudad. Pasó por los pueblos C y L. «Te digo, me perdí en las montañas, comí puro arrurruz durante una semana». Fue un hombre que andaba hurgando en busca de ginseng silvestre el que salvó la vida del abuelo después de que éste se colapsó de cansancio. El hombre había extraído tres preciosas raíces de ginseng silvestre esa mañana y le ordenó al abuelo comerse la más pequeña. Revigorizado, el abuelo tomó ventaja de un momento de distracción del hombre para comerse las otras dos raíces. Después de todo, el abuelo había sido el primer varón de la familia en dos generaciones. Desde la infancia, le habían dicho una y otra vez, hasta endurecerse la piel que rodeaba a sus oídos, que era el deber de su familia el cuidar de su cuerpo. Cuando el hombre del ginseng persiguió al abuelo, amenazando con cortarle la cabeza con su hoz, el abuelo prometió compensarlo ayudándolo


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