Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
Los cilindros azules, como planetas en su elipse autónoma, pasaban entre la casa y la fuente, la fuente y la casa, sin que se produjera ninguna desviación. Treinta pasos devoraban la distancia y no había más recorrido. Armas, pozos, rebaños, campos de grano, aunque verdaderos, estaban fuera del alcance. Sólo llegaban como historias traídas por las botas, historias que el polvo y la pólvora contaban. Fathma se quitaba el burka para que el hombre, al llegar a casa, entrara en sus ojos, entrara en todo lo que quisiera dentro de ella. Con sus aderezos de guerrero. Estaba en la naturaleza masculina esa tentación de hacer agujeros, de borrar tierra, cabras y enemigos, y la conciencia y el sexo de la mujer. Al retirar el burka, Fathma tenía siempre el recuerdo de la primera noche, de una niña muy resignada que ve a su marido complacerse con la mancha roja sobre el paño increíblemente blanco, nupcial.
Pedía para mantenerse cubierta, incluso en el espacio de la cocina donde toda la gente gemía de calor. El marido apreciaba su modestia. Y la suegra también. No sospechaban que ella se recogía en el vestido como un animal se recoge en una concha, en una extrema medida de defensa. Querían separarla del exterior y, sin saberlo, la separaban de ellos mismos. Fathma no era una mujer. Era una función que no hablaba. Ni siquiera con los hijos. Porque ellos pertenecían al padre y, por eso, a la abuela, más que a ella. Pero los residuos de mujer que circulaban en aquel mundo bajo el burka azul que, en sí, constituía un universo, iban generando un lenguaje, aún inarticulado, muy grueso, muy trabado a nivel de la garganta. Casi se confundía con un llanto. Pero era una turbulencia de pasión. Su cuerpo, intocable por la luz, reconocía como gemela la oscuridad. Fathma amaba la noche de tal modo que el maquinismo de adivinación propio de las viejas despertaba a la suegra, que no veía hechos anormales, lo que la dejaba más preocupada.
Fátima
Para ir a misa, Fátima vestía una falda trabada, por cautela. La iglesia quedaba muy a lo alto, al final de una gran escalera, y tenía vientos agitados. Ella posaba levemente la mano en el antebrazo de su marido. Levemente. En la otra, sostenía el bolso y el velo. Y no sobraban manos para nada más, para mantener un vestido en su lugar. Por eso la falda del domingo era tan estrecha. Sin embargo, alguna inseguridad acompañaba todo aquel trayecto y los zapatos parecían retorcerse, en el afán de pisar bien el suelo. Los tacones invitaban a los bailes a los que sólo iban chicas casadas bajo la vigilia de pesadas madres. Fátima ya no iba a ningún lado. Pero no quedó embarazada. Se asemejaba a un barco sin lastre, un barco listo para lanzarse a sí mismo más allá de las aguas. Por falta de un cuerpo en el vientre.
Fátima no debía ponerse nunca el vestido amplio. Pero se lo ponía. Entre ella y el vuelo había la red del interdicto que protegía la civilización. Atrapaba a las mujeres fugitivas tal como antes atrapaba las langostas comedoras de cosechas. Tenía un gran zumbido, aquella red, era un dispositivo para el choque. Pero la mujer se temía a sí misma, más que a todas las prohibiciones.
Fathma
Fathma conocía muy poco. Pero, evidentemente, no sabía cuánto le faltaba conocer. Sabía sólo de la regularidad con que la noche caía sobre la aldea. Con la eficacia de un burka natural. Cubriendo a toda la gente, hombres, mujeres, y los animales domésticos, y las fieras. Fathma salía a veces al patio para tocarlo, como quien toca una flor. En el gran desamparo del misterio. Extendiendo las manos y no hallando nada, ella que hallaba aspereza en todas partes. Nunca había pensado en preguntarle a su marido qué había en la noche. No podía proferir una pregunta. Todo era afirmativo en su mundo, orden y contraorden, ley y creencia. Un hierro que aquietaba el corazón.
Porque no había en ella un alborozo, una medida que desborda, un susto. No había ni siquiera maldad. Ni pensaba en el momento en que la suegra moriría y ella finalmente saldría al frente, para mandar. Pues, con la fiebre de la noche, ella dejaba caer la vida cotidiana, se distraía. Cuando la suegra se quejaba con el hijo, el burka le atenuaba el golpe. No tanto que le ahorrase las manchas negras. Sólo al acostarse, a la luz de la lámpara, el marido las veía. Fathma no. No sabía de las propias equimosis. Porque no mostraba el rostro ni a las hijas. Parecía una modestia extraordinaria, un martirio del cuerpo que nadie se atrevería a censurar. La suegra observaba, largamente, aquel bulto que ni ojos tenía. Presentía una falla. No disponía, sin embargo, de lenguaje que tradujera aquel presentimiento. No se apoyaba en el soporte de las palabras. Fathma no transgredía ninguna ley.
Fátima
La voluntad de Fátima cedía a la voluntad de la falda, poco a poco. El armario se agitaba de noche y el marido murmuraba contra los ratones, en su murmullo de marido, estirando la sábana hacia arriba de la cabeza. Ella decía: «Compraré veneno», e imaginaba que habría un modo de matar el vestido pero que lo lamentaría para siempre, si lo hiciera.
Le faltaban las tareas maternales, nunca se había levantado para calmar a un niño o para darle de mamar. Y empezó a levantarse para abrir la puerta del armario, de puntillas, y cada vez más cuidadosamente porque el vestido estaba ganando color y echando luz, debido a la impaciencia. Una mañana lo llevó a la despensa, un lugar donde el hombre no entraba. Pero lo encontraba siempre entre la harina y la lata del café, ya herido, listo para romperse como una planta seca. Tomó a mal que Fátima lo pusiera junto a las cosas feas que no vuelan. En realidad, ejercía más poder con aquella tristeza que cuando se agitaba en el armario sin cesar. Pues Fátima se sentía esa madre que castigó a un hijo y que no tiene descanso mientras dura ese castigo. Había puesto a su niño a pan y agua y temía que se enfermara.
El vestido desprendía un cierto olor, propio de la mala higiene de un recluso. Había perdido los colores de rebeldía, lilas chispeantes, amarillos. «Estás enferma», le decía el marido cuando miraba su rostro cetrino. En lo que él sobre todo reparaba era en los guisos chamuscados, en los tenedores que caían al suelo. «Al menos, acabaste con los ratones», concluía. «Es que el veneno es bueno», decía Fátima. Pensaba en el vestido que moría en la despensa sin aire ni luz ni espacio. Pensaba que tendría que salvarlo, fuese como fuese, aun a su propia costa, aunque la libertad la deshonrase. Hacía grandes planes para su crimen y le decía: «Estamos casi, casi». Estaba segura de que pronto ese vestido se encargaría de su cuerpo, ya sin ceremonia, sin ninguna educación.
«Hoy no ceno», dijo al fin al marido, y el marido no entendió. Ella le dio a elegir dos comidas. En una había puesto veneno, en otra no. Por casualidad, él prefirió la inofensiva. La mujer retiró la letal. «El destino es el que escoge», concluyó. Sacó ese trapo de la despensa, se rio muy alto y salió al jardín. El vestido la llevó por los aires.
La policía ni se molestó en averiguar la inocencia del marido. Todo el mundo hablaba a su favor. La ley debía darlo pronto por viudo para que Dios, a la postre, lo bendijese con una esposa fértil. La ley esperó un tiempo y cedió.
Fátima / Fathma
Fátima se cansó de volar. Pero el vestido no. Corrió leguas. Pasaba por los valles, por montañas, por el día y por la noche, pero tan lejos, tan por encima de los picos más nevados, que nadie veía ni las piernas, ni las vergüenzas, ni la sangre de la mujer. Era un grano de polvo diminuto, totalmente invisible bajo el sol. Brillaba por la noche, pero nadie podía detectar movimiento alguno a tal distancia. Era una estrella entre las demás. Pero Fátima, con su cuerpo humano, tenía hambre. No nostalgia del suelo. Hambre, solamente. Y un cierto temor a dormirse. «Detente un rato, baja», dijo Fátima. Pero al vestido no le gustaba bajar. «Yo soy tu libertad», respondió. «Si vas a la tierra, te prenden de nuevo».
«No hace daño, baja un ratito», insistió la mujer. «Sin ver a nadie».
El vestido descendió sobre el desierto. Sobre el pequeño pueblo de Fathma. Estaba enojado con la mujer y quería castigarla, causarle privaciones. Imaginó que los hombres intentarían aprovecharse de la ocasión, que su olfato cazador se abriría al olor de la hembra extraviada, que atacarían. Pero, en el último momento, el remolino de la falda empezaría. Cuando alcanzara la posición horizontal se convertiría en el filo de un cuchillo capaz de romper unos cuantos brazos.
Ésa era la fantasía del vestido. Pero la noche estaba adelantada. Y no tenía enemigos, sólo pastores que respiraban en paz en sus colchones. Los animales, detrás de las cercas, se inquietaron por