Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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luces, sólo una de ellas encendida, colocadas de manera horizontal, una afrenta a su daltonismo.

      Nacimiento (continuación)

      No frenar.

      El claxon de un coche, luego otro.

      Docenas de cláxones dándome la bienvenida, mi llegada triunfal al pie del cerro.

      Cogí el manubrio y giré a la derecha.

      El rechinido de varias llantas, un golpe seco a mis espaldas, una miriada de pitidos.

      Había provocado un accidente.

      Provocaré más, me dije.

      —¡Todos sabrán quién soy! —grité.

      Pedaleé de nuevo, alcé un brazo, hice un gesto obsceno con los dedos, sin volverme a ver a los coches que se habían detenido ante mi paso.

      Ante el paso de la mejor persona del mundo: yo.

      Pausa: una visión prospectiva

      Hay un hombre postrado en una cama, el cuerpo invadido portubos, bolsas de suero y un tanque de oxígeno a sus costados, un medidor de signos vitales encendido día y noche, el pitido intermitente como la voz titilante de una estrella moribunda.

      Nadie en el cuarto más que él: un poeta, pero no cualquier poeta: el Poeta.

      Afuera, en el pasillo del hospital, un corro de hombres —ninguna mujer entre ellos: todas en casa haciendo la cena o corrigiendo sus textos— parece confabular, rostros serios, solemnes, ojeras que abarcan casi la totalidad de sus caras, la tez cenicienta, los trajes grises.

      Es el presente.

      Pero también es el futuro.

      Hace mucho tiempo que la cosa no cambia, allí.

      Hace muchos años que el corro de hombres de gris acude a visitar al Poeta, preservado en vida por la magia de la medicina y la voluntad de su mujer, incapaz de firmar el consentimiento y desconectarlo.

      No.

      El Poeta respira, aunque sea de manera artificial.

      El Poeta come, aunque sea de manera intravenosa.

      El Poeta piensa, aunque sea a través del corro que lo visita cada tarde, en pos de su consejo silencioso.

      El Poeta goza, felado por todos los que han comido de su mano.

      Es la hora.

      La enfermera entra al cuarto, revisa la bitácora, hace un par de anotaciones y la firma.

      —Pueden entrar —les dice a los hombres de gris del corro, formados ya de manera jerárquica con el administrador, el más gris de todos, gris rata, al frente.

      Reunidos dentro del cuarto, ignoran a la enfermera, que esa tarde no lleva sostén, los pechos bien nutridos, libres en su voluptuosidad, ofrecidos a los ojos que los ignoran, las piernas desnudas de medias, la braga apenas una insinuación que se inserta entre sus nalgas como hilo anal, el vello púbico, rasurado con esmero, apenas cubierto por un triángulo de lencería roja.

      No.

      Los hombres de gris lo miran todos a él, el Poeta, inmóvil, su cuerpo animado por un par de silenciosas bombas de sangre.

      —Mírenlo —dice uno de ellos—. Sonríe.

      —El Poeta nunca sonríe —lo reprime otro.

      —¿Qué es eso al centro de su cuerpo, qué es ese bulto debajo de las sábanas? —pregunta un tercero, el recién ingresado al corro, el más joven de todos.

      Nadie le responde, pero todos, ellos sí, sonríen maliciosos, luego cuchichean, se dicen palabras ininteligibles al oído, miran de reojo al aprendiz, un advenedizo al que nosotros en los cerros conocemos bien: se trata de nuestro más caro hijo.

      —Averígualo tú mismo —dice el administrador, la voz que suena como una epifanía, el que viste el traje más gris de todos.

      Uno a uno, los hombres de gris dejan el cuarto y van a reunirse a la cafetería del hospital.

      En el cuarto permanecen el Poeta, el aprendiz y la enfermera, quien aún guarda esperanzas de ser contemplada, aunque sea por el joven imberbe que no puede dejar de mirar el bulto que perturba la prolijidad chata de la sábana tendida sobre el cuerpo.

      No.

      El joven, advenedizo como todos los que han sido admitidos recientemente al corro, no repara en la enfermera, ni siquiera cuando ella se coloca a su espalda y finge asomarse sobre su hombro para mirar lo que él mira, la excusa para posar sus pechos sobre su espalda, pero nada, ninguna reacción provoca sus pezones inflados de sangre en el aprendiz embelesado ante el Poeta.

      Frustrada, la enfermera busca romper el encantamiento.

      —Es una erección —dice ella—, todas las tardes es la misma historia.

      De pronto consciente de que los demás se han ido, el joven imberbe señala el umbral.

      —Déjeme solo con el Poeta —le ordena a la enfermera.

      —Y cierre la puerta cuando salga —añade.

      La enfermera, ahora del todo ofendida, deja de restregar sus tetas contra la espalda del aprendiz, refunfuña, le entrega una caja de klínex y deja el cuarto; quizás en el dormitorio encuentre algún médico deseoso de entenderse con ella, ya se lo habían advertido antes: con los hombres de gris no se puede, ya sabes, son intelectuales, claro que, si así lo quieres, inténtalo.

      Pero nada.

      Mientras la enfermera avanza a paso rápido, furiosa en pos de un hombre que sí se fije en ella, el joven imberbe se acerca al Poeta y levanta la sábana, descubre el motivo que la abulta.

      Babeante, el aprendiz coge el miembro enhiesto del Poeta entre sus manos, perlas de sudor en las palmas...

      Pero el futuro aún no llega: no.

      Regresemos al presente, con nuestro hijo, allí, al pie del cerro, una seña obscena en su mano, el choque por él provocado a su espalda.

      Mirémoslo, pues, llegar a su trabajo.

      Y callemos, regresemos a nuestro silencio de cerros: dejémoslo hablar a él, el mejor de todos.

      Revelación

      Encadené la bicicleta a un poste y crucé el umbral del edificio.

      Ella, la recepcionista, no reparó en mí.

      Mañana lo harás, dije, repetí: mañana lo harás.

      Entré al elevador a la fuerza, me sumé al empaque de oficinistas.

      Yo jadeante, sudoroso.

      Ellos secos, molestos ante mi evidente presencia, ante mi inevitable aroma de criatura rediviva.

      Bajé en el primer piso junto con la mitad de la carga del elevador, empleados todos del centro de llamadas del corporativo.

      Antes de ir a mi partición, me volví a decirle a los que aún permanecían en el elevador:

      —Yo llegaré más alto que todos ustedes, seré mejor que ustedes, ilusos que no pasarán del sexto piso de este edificio.

      Alguno bostezó.

      Los demás me ignoraron y las puertas del elevador me ofrecieron, cerradas, mi deslumbrante reflejo.

      Ganas no me faltaron de masturbarme otra vez, allí, ante la visión de mi grandeza.

      Pero no.

      Fui a mi partición, me coloqué los auriculares y el micrófono en la cabeza y, mientras encendía la computadora, esperé la primera llamada del día coronado por mi diadema telefónica.

      A las nueve exactas, sonó puntual el primer timbrazo, mientras la portada del periódico se desplegaba en la pantalla.

      —Bueno —dije.

      Y


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