Derecho y crimen en la literatura. Víctor Hugo Caicedo Moscote

Derecho y crimen en la literatura - Víctor Hugo Caicedo Moscote


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deja constancia de su existencia. Ese conjunto de palabras que sirve para exteriorizar ideas, sentimientos, pasiones, constituye, sin duda, la base fundamental de su existencia. Mediante el lenguaje, sea verbal, gestual cifrado o escrito, se impone el orden y la convivencia del ser humano, dada precisamente la fuerza de la palabra, de la cual, en última instancia, deviene el poder. Es así como la mayoría, sino todas las confesiones religiosas, por ejemplo, se soportan en hechos fantásticos narrados y transmitidos inicialmente por tradición oral y llevados luego al lenguaje escrito como forma, no solo de dar a conocer una realidad, sino además de imponer normas de conductas. En La Biblia cristiana, El Corán musulmán, El Rigveda del hinduismo, la Torá judía, el Tao Te Ching de la religión china, por mencionar algunos, son libros sagrados que relatan hechos fabulosos mediante los cuales se crea una determinada conciencia colectiva sujeta a una serie de normas éticas, legales y sociales, las cuales imponen un comportamiento personal y colectivo. Así se origina el Derecho.

      Pero la fuerza del lenguaje no solo sirve para formular cierta forma de convivencia, sino también para trascender más allá, hacia la estética, hacia lo bello, hacia lo sublime, razón por la que existe la música, la danza, el teatro, la poesía, la literatura, el cine, en fin, el arte como forma de expresión. Aquí cabe preguntar: ¿qué sería del ser humano sin el arte? Y es que el arte es, sin lugar a dudas, el solaz de las pasiones. La vida cotidiana se circunscribe a una serie de emociones que producen diversos sentimientos, los que, a su vez, enmarcan una actuación. El pánico, por ejemplo, denota miedo o nerviosismo y conduce a un determinado comportamiento6.

      La literatura, como una de las bellas artes, describe, con la palabra, el transcurrir del tiempo en un espacio, real o imaginario, el comportamiento humano y sus pasiones. Los acontecimientos naturales y humanos narrados particularmente en la novela, en el cuento y, por qué no, en la poesía, tienen su origen casi siempre en la condición humana, materia prima de la que se ocupa el abogado. Podría afirmarse entonces que el escritor y el abogado comparten el mismo material de trabajo. De ahí que no pueda catalogarse el Derecho como una ciencia, pues ésta se fundamenta en fórmulas estrictas, mientras que el arte se ocupa del sentimiento, que provoca cierto comportamiento, de lo que se ocupa el justamente el abogado.

      No basta pues con que el profesional del Derecho sepa de códigos y normas frías; debe investigar también los sentimientos que mueven el obrar de las personas para analizar el porqué de determinada conducta, pues, en término generales, cada ser humano vive su propia novela, más o menos dramática, según su particular destino. La misión del abogado, se nos figura, es comprender algunos dramas relevantes en el ámbito jurídico. Sin pretender escandalizar, siendo ello así, debería tenerse el Derecho como género literario autónomo, no tanto en cuanto al estilo, como a las pasiones y sentimientos que encierra.

      Es de resaltar el esfuerzo que en tal sentido se propone este libro. Mediante la antología de cuentos, largos unos, cortos otros, nos acerca a vivencias, lugares, paisajes y sentimientos, que mueven al lector a la curiosidad y el asombro.

      La incertidumbre que queda respecto de Ole Anderson, al concluir el relato de Hemingway, “Los asesinos”, pues al final no se sabe si va a ser asesinado o no por Al y Max. O el asombro que produce la forma en que un verdugo, en el relato anónimo “El Verdugo Wang Lung”, decapita al sentenciado, cuando éste no se da cuenta de que el sable del verdugo ya cumplió su cometido en forma tan rápida, limpia y eficiente que la cabeza del condenado quedó en su puesto y solo cae cuando Wang le dice al condenado que se incline. Y así, cada uno de estos relatos deja un sentimiento distinto, que provienen del comportamiento de los personajes, nada ajeno a lo que se puede hallar en un proceso judicial.

      Sin pretender escandalizar, siendo ello así, debería tenerse el Derecho como género literario autónomo, no tanto en cuanto al estilo, como a las pasiones y sentimientos que encierra.

— CUENTOS —

      Guy de Maupassant [Francia, 1850-1893]

      Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: “¡Era un modelo de honradez!”

      Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.

      Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.

      Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.

      En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.

      Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:

      Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.

      Tenía yo entonces veintiséis años y hacía mis primeras armas en el foro, en París, llevando la vida de los jóvenes de provincias que van a parar, sin relaciones, sin amigos, sin parientes, a esa ciudad.

      Tuve una amante. Mucha gente se indigna ante esa mera palabra, “una amante”, pero hay seres que no pueden vivir solos. Yo soy de esos. La soledad me llena de una terrible angustia, la soledad en el hogar, junto a la chimenea, por la noche. Me parece entonces que estoy solo en la tierra, espantosamente solo, pero rodeado por vagos peligros, por cosas desconocidas y terribles; y el tabique que me separa de mi vecino, de un vecino al cual no conozco, me aleja de él tanto como de las estrellas que vislumbro desde mi ventana. Me invade una especie de fiebre, una fiebre de impaciencia y de temor; y el silencio de las paredes me asusta. ¡Es tan profundo y triste ese silencio de la habitación donde uno vive solo! No se trata solamente de un silencio en torno al alma, y cuando un mueble cruje, uno se estremece, hasta lo hondo del corazón, pues no espera el menor ruido en ese tétrico albergue.

      Cuántas veces, nervioso, atemorizado por esa inmovilidad muda, no me habré puesto a hablar, a pronunciar palabras, sin orden ni concierto, para hacer ruido. Mi voz entonces me parecía tan extraña que también me daba miedo. ¿Hay algo más espantoso que hablar solo en una casa vacía? La voz parece de otro, una voz desconocida, que habla sin motivo, con nadie, en el aire vacío, sin ningún oído que la escuche, pues ya se sabe, antes de que se escapen en la soledad del piso, las palabras que van a salir de la boca. Y cuando resuenan lúgubremente en el silencio, ya sólo parecen un eco, el eco singular de palabras pronunciadas muy bajito por el pensamiento.

      Tuve una amante, una joven como todas esas jóvenes que viven en París de un oficio insuficiente para alimentarlas. Era dulce, buena, sencilla; sus padres vivían en Poissy. Ella iba a pasar unos días en su casa de vez en cuando.

      Durante un año viví bastante tranquilo con ella, decidido a abandonarla cuando encontrase una señorita que me agradara lo bastante para casarme. Le dejaría a la otra una pequeña renta, puesto que está admitido, en nuestra sociedad, que el amor de una mujer debe pagarse, con dinero cuando es pobre, con regalos cuando es rica.

      Pero he aquí que un día me anunció que estaba encinta. Quedé aterrado


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