Derecho y crimen en la literatura. Víctor Hugo Caicedo Moscote
que criar, vigilar, proteger, al mismo tiempo que me ocultaba de él y lo ocultaba al mundo. Mi espíritu quedó trastornado con la noticia; y un confuso deseo, que no formulé, pero que sentía en mi corazón, a punto de mostrarse, como esa gente escondida detrás de las cortinas esperando a que le digan que aparezca, ¡un deseo criminal vagó por lo más hondo de mi pensamiento!
– ¿Y si ocurriera un accidente? ¡Hay tantos de esos pequeños seres que mueren antes de nacer!
¡Oh! Yo no deseaba la muerte de mi amante. ¡Pobre chica, la quería mucho! Pero deseaba, quizás, la muerte del otro, antes de haberlo visto.
Nació. Tuve una familia en mi apartamiento de soltero, una falsa familia con un hijo, una cosa horrible. Se parecía a todos los niños. Yo no lo quería. Los padres, ya saben, sólo aman más adelante. No tienen la ternura instintiva y violenta de las madres; es preciso que el cariño se despierte poco a poco, que su espíritu vaya cobrando afecto mediante los lazos que se anudan cada día entre los seres que viven juntos.
Transcurrió un año más; yo huía ahora de mi casa, demasiado pequeña, donde tropezaba a cada paso con pañales, con mantillas, con calcetines del tamaño de guantes, con mil cosas de todas clases dejadas en un mueble, sobre el brazo de un sillón, en todas partes. Huía sobre todo para no oírlo gritar, pues gritaba a cada momento: cuando lo mudaban, cuando lo lavaban, cuando lo tocaban, cuando lo acostaban, cuando lo levantaban, sin cesar.
Había entablado algunas amistades y encontré en un salón a la que sería madre de ustedes. Me enamoré y el deseo de casarme con ella despertó en mí. La cortejé; la pedí en matrimonio; me la concedieron.
Y me encontré cogido en una trampa: Casarme, teniendo un hijo, con aquella joven a la que adoraba. O bien decir la verdad y renunciar a ella, a la felicidad, al futuro, a todo, pues sus padres, personas rígidas y escrupulosas, no me la hubieran entregado, de haberlo sabido.
Pasé un horrible mes de angustias, de torturas morales; un mes en el que me obsesionaron mil ideas espantosas; y sentía crecer en mi interior el odio contra mi hijo, contra aquel pedacito de carne viva y chillona que obstaculizaba mi camino, cortaba mi vida, me condenaba a una existencia en la que no podía esperar nada, sin todas esas vagas esperanzas que constituyen el encanto de la juventud.
Pero he aquí que la madre de mi compañera cayó enferma, y me quedé solo con el niño.
Estábamos en diciembre, hacía un frío terrible. ¡Qué noche! Mi amante acababa de marcharse. Yo había cenado solo en mi angosta sala y entré despacito en la habitación donde el pequeño dormía.
Me senté en un sillón al amor de la lumbre. El viento soplaba, hacía crujir los cristales, un viento seco de helada, y yo veía, a través de la ventana, brillar las estrellas con esa luz aguda que tienen en las noches gélidas.
Entonces, la obsesión que me perseguía desde hacía un mes penetró de nuevo en mi cabeza. Mientras yo seguía inmóvil, descendía sobre mí, entraba en mí y me consumía. Me consumía como consumen las ideas fijas, como los cánceres deben consumir las carnes. Estaba allí, en mi cabeza, en mi corazón, en mi cuerpo entero, me parecía; y me devoraba, como hubiera hecho un animal. Yo quería expulsarla, rechazarla, abrir mi pensamiento a otras cosas, a esperanzas nuevas, como se abre una ventana al viento fresco de la mañana para expulsar el aire viciado de la noche; pero no podía, ni siquiera un segundo, hacerla salir de mi cerebro. No sé cómo expresar esta tortura. Me roía el alma; y yo sentía con un espantoso dolor, un verdadero dolor físico y moral, cada una de sus dentelladas.
¡Mi existencia estaba acabada! ¿Cómo saldría de esta situación? ¿Cómo retroceder, y cómo confesar?
Y yo amaba a la que iba a convertirse en madre de ustedes con una pasión loca, que el insuperable obstáculo exasperaba aún más.
Una cólera terrible crecía dentro de mí, me oprimía la garganta, una cólera que rozaba con la locura... ¡con la locura! ¡Sí, estaba loco aquella noche!
El niño dormía. Me levanté y lo miré dormir. Era él, aquel aborto, aquella larva, aquella nadería lo que me condenaba a una infelicidad sin remedio.
Dormía con la boca abierta, enterrado bajo las mantas, en una cuna, junto a mi cama, ¡donde yo no podría dormir!
¿Cómo realicé lo que hice? ¿Acaso lo sé? ¿Qué fuerza me empujó, qué maléfico poder me poseyó? ¡Oh! La tentación del crimen me llegó sin que la sintiera anunciarse. Recuerdo solamente que el corazón me latía espantosamente. Latía con tanta fuerza que lo oía como se oyen unos martillazos detrás de los tabiques. ¡Sólo recuerdo eso! ¡Mi corazón latía! En mi cabeza había una extraña confusión, un tumulto, un desorden de toda razón, de toda sangre fría. Estaba en una de esas horas de pavor y de alucinación en las que el hombre ya no tiene conciencia de sus actos ni rige su voluntad.
Levanté suavemente las mantas que tapaban el cuerpo de mi hijo; las eché a los pies de la cuna, y lo vi, desnudo. No se despertó. Entonces me dirigí a la ventana, despacio, muy despacito, y la abrí.
Un soplo de aire helado entró como un asesino, tan frío que retrocedí ante él; y las dos velas palpitaron. Y me quedé de pie junto a la ventana, sin atreverme a darme la vuelta, como para no ver lo que ocurría a las espaldas, y sintiendo sin cesar deslizarse sobre mi frente, sobre mis mejillas, sobre mis manos, el aire mortal que seguía entrando. Esto duró mucho tiempo.
No pensaba en nada, no reflexionaba en nada. De repente una tosecita hizo que un horrible escalofrío me recorriera de pies a cabeza, un escalofrío que siento aún en este momento, en la raíz de los cabellos. Y con un movimiento asustado cerré bruscamente las dos hojas de la ventana, y después, volviéndome, corrí hacia la cuna.
Él seguía durmiendo, con la boca abierta, completamente desnudo. Toqué sus piernas; estaban heladas, y las tapé.
Mi corazón de pronto se enterneció, se rompió, se llenó de piedad, de ternura, de amor hacia aquel pobre inocente que había querido matar. Besé un buen rato sus finos cabellos; y después volví a sentarme ante el fuego.
Pensaba con estupor, con horror, en lo que había hecho, preguntándome de dónde provienen esas tormentas del alma en las que el hombre pierde toda noción de las cosas, toda autoridad sobre sí mismo, y actúa con una especie de enloquecida embriaguez, sin saber lo que hace, sin saber a dónde va, como un barco en un huracán.
El niño tosió una vez más, y me sentí desgarrado hasta el fondo del alma. ¿Y si se muriese? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué sería de mí?
Me levanté para ir a mirarlo; y, con una vela en la mano, me incliné sobre él. Al verlo respirar con tranquilidad, me serené; pero tosió por tercera vez; y sentí tal sacudida, hice tal movimiento de retroceso, como cuando estamos trastornados ante la vista de algo horroroso, que dejé caer la vela.
Al ponerme en pie tras haberla recogido, me di cuenta de que tenía las sienes bañadas en sudor, ese sudor caliente y helado al mismo tiempo que producen las angustias del alma, como si algo del espantoso sufrimiento moral de esa tortura inefable que es, en efecto, ardiente como el fuego y fría como el hielo, transpirase a través de los huesos y de la piel del cráneo.
Y me quedé hasta que se hizo de día inclinado sobre mi hijo, calmándome cuando estaba un buen rato tranquilo, y traspasado por abominables dolores cuando una débil tos salía de su boca.
Se despertó con los ojos rojos, la garganta obstruida, un aire doliente.
Cuando entró mi asistenta, la envié en seguida a buscar un médico. Llegó al cabo de una hora, y pronunció, tras haber examinado al niño:
– ¿No habrá cogido frío?
Me puse a temblar como tiemblan las personas muy viejas, y balbucí:
– No, no creo.
Después pregunté:
– ¿Qué tiene? ¿Es algo grave?
Respondió:
– Aún no lo sé. Volveré