Derecho y crimen en la literatura. Víctor Hugo Caicedo Moscote

Derecho y crimen en la literatura - Víctor Hugo Caicedo Moscote


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cuando.

      Por la noche se declaró una pleuresía.

      Y la cosa duró diez días. No puedo expresar lo que sufrí durante esas interminables horas que separan la mañana de la noche y la noche de la mañana.

      Murió.

      Y desde... desde ese momento, no he pasado una hora, no, ni una sola hora, sin que el recuerdo atroz, punzante, ese recuerdo que roe, que parece retorcer el espíritu al desgarrarlo, no se agitase en mí como un animal furioso encerrado en el fondo de mi alma.

      ¡Oh! ¡Si hubiera podido volverme loco!

      El señor Poirel de la Voulte se sacó las gafas con un movimiento que le era familiar cuando había acabado la lectura de un contrato; y los tres herederos del muerto se miraron, sin decir una palabra, pálidos, inmóviles.

      Al cabo de un minuto, el notario prosiguió:

      – Hay que destruir esto.

      Los otros dos bajaron la cabeza en señal de asentimiento. Él encendió una vela, separó cuidadosamente las páginas que contenían la peligrosa confesión de las páginas que contenían las disposiciones sobre el dinero, después las acercó a la llama y las arrojó a la chimenea.

      Y contemplaron cómo se consumían las hojas blancas. Pronto no formaron sino una especie de montoncitos negros. Y como se veían aún algunas letras que se dibujaban en blanco, la hija, con la punta del pie, aplastó a golpecitos la ligera costra del papel chamuscado, mezclándola con las cenizas viejas.

      Después se quedaron aún los tres algún tiempo mirando aquello, como si temieran que el secreto quemado escapase por la chimenea.

      Una vieja historia china

      Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado Wang Lung. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando éste subía al patíbulo.

      Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.

      El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre, se encontraba al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:

      – ¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?

      Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:

      – Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.

      Manuel Peyrou [Argentina, 1902-1974]

      Un estado de alarma ante el misterio, un agudo sentido de la realidad de lo invisible y, si se quiere, la íntima certeza de que todo enigma es sólo una provocación de la verdad, pudorosa o tiránica, que quiere probar largamente nuestra voluntad de sacrificio antes de entregarnos sus revelaciones, animan la vida de los místicos y la de los detectives. A veces hasta sus procedimientos se confunden, lo que es una prueba de sus afinidades. La historia está llena de místicos con alma de sabuesos, de hombres que olfateaban la eternidad y buscaban las huellas digitales del Señor en los picaportes o en el cristal de las ventanas; a la inversa, tampoco puede negarse la existencia de detectives dueños de revelaciones sobrenaturales, en cuyos éxtasis policíacos aparece en forma concreta el proceso de un crimen, con detalles y evidencias que serán luego desarrollados a priori, hasta llegar a una verdad idéntica a la revelada. Claro es que todo eso no autoriza a conceder crédito al primer investigador aficionado que ponga los ojos en blanco y hable con unción de las latitudes del misterio, o pretenda ordenar sólo intuitivamente un rompecabezas del género policial. Es conveniente desconfiar de la cultura metafísica de esos pesquisantes.

      Pero la mística del delito ofrece a veces casos concretos. Voy a referirme aquí a uno de ellos. Una intención criminal fue transmitida en forma invisible, casi como una revelación colectiva. Tres hombres, el criminal, la víctima y el investigador, concibieron un crimen en forma simultánea, especulando sobre sus consecuencias y obrando en forma sistemática.

      Con tanto misterio compartido casi pudieron fundar una religión, pero fueron modestos y se limitaron a escribir dos cartas. La primera, aunque firmada por la presunta víctima, contó en realidad con la colaboración del proyectista del crimen, pues allí aparecen sus intenciones. La segunda es obra de detectives, y fue entregada al correo, con la solución, el día antes del suceso. Reservaré, por supuesto, la forma en que llegaron a mi poder, y me limitaré a transcribirlas, colaborando al final con unos breves párrafos necesarios al relato.

      “Señor L. Vane.

      Addington House, Londres.

      Querido amigo:

      La lectura de su último libro me ha recordado los tiempos de la universidad, cuando usted no soñaba probablemente con llegar a escritor, ni mucho menos yo a lector habitual de sus obras.

      Paseaba al azar hace días buscando algún libro interesante cuando una vidriera atrajo mi atención. Vi su nombre y un título: El alfanje de plata. Aunque las historias de misterio no son de mi predilección, he seguido con interés el argumento de su novela, sin negarme al fuerte influjo de esa atmósfera que usted logra alrededor de un nudo que me parece simple, pero efectivo. La historia del collar, la garganta sedosa de la mujer estrangulada, la fría luz nocturna en el jardín, me apasionaron vivamente. El título me parece bueno, pero debo confesarle que no me di cuenta, hasta el final, que se refería a la luna.

      Aunque hace cinco años que dejamos la universidad, he conservado más interés, más viviente curiosidad, por todo lo que concierne a mis antiguos compañeros que por las nuevas gentes que he conocido. Se me ha pasado el tiempo en un soplo, como cuando la soledad nos invita a pensar en el pasado y en el futuro, en muchos casos, o cuando una mujer nos impide pensar en nada. A veces, por contraste, me asalta la idea de que el tiempo no ha pasado de modo alguno y que, doblando la esquina, puedo encontrar a usted y pasear de nuevo por las orillas del Ysis, y saludar de nuevo a Miss Cynthia o a Miss Ellen.

      Ya veo que está usted arqueando las cejas y mascullando un “hum...” dubitativo. –Es que le extraña mi estilo sentimental, sabiendo que está muy lejos de mi costumbre. Sin embargo, me han ocurrido en los últimos tres meses cosas tan extrañas, me encuentro rodeado de una atmósfera tan curiosa de misterio y de atracción a la vez, que no puedo menos que sentirme como el que arregla sus maletas antes de un viaje azaroso.

      Usted ha oído hablar posiblemente del matrimonio Bernard. Él es un hombre severo, encanecido


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