Los problemas de matemática en la práctica didáctica. Bruno D´Amore
tener sed».
2. Motivación basada en el comportamiento.
Un ejemplo banal: un niño está acostumbrado desde hace tiempo a tomar un chocolate cada vez que va a ver a una señora, pero la mamá le dice que evite este comportamiento por educación. El niño entra y no va directamente, como suele hacerlo, al tazón donde están los chocolates. La señora lo observa, espera y, después de un rato, le dice: «¿Cómo puedes privarte de esos chocolates tan ricos? ¡Vamos, toma uno!». La motivación para actuar está relacionada con un comportamiento precedente, repetido en el tiempo, por demanda.
3. Motivación basada en las consecuencias.
Un ejemplo banal relacionado nuevamente con la comida: la motivación es inherente a un hecho (o a una serie de hechos) que generalmente no está relacionado con la necesidad; un niño necio hizo un pacto con su mamá: organizar su habitación para así ser considerado educado y querido. Sin embargo, el niño no siempre respeta dicho pacto. Una mañana, la mamá le dice: «¿Quieres desayunar? Entonces tiende primero la cama y luego te doy el desayuno».
4. Motivación basada en estímulos discriminatorios.
Diferentes estímulos pueden crear la misma motivación e incluso reforzarla. Aquí se juega con gran parte de la motivación interna, la cual no es banal como en los casos anteriores. Diferentes estímulos pueden llevar a distinguir, de manera consciente o no, los diversos componentes involucrados. Tales estímulos pueden ser establecidos por parte del actuante de manera consciente o no (en nuestro caso por parte del alumno) o por parte del profesor. Por ejemplo, Holland e Skinner (1961) estudiaron el comportamiento animal, con base en el cual el animal escoge entre varios estímulos aquel que reconoce como un refuerzo (el famoso experimento de la elección del color rojo). De tal manera, la motivación de tipo 4 no es solo deliberada (por parte del sujeto) sino que puede ser inducida.
De todas formas, este apresurado análisis por sí mismo no permite estudiar, en mi opinión, el fenómeno académico que nos interesa: en Gagné (1973, pp. 330 e ss.) se entra más en lo específico. En esto me inspiraré para la siguiente sección.
Entre tanto, acepto inmediatamente la afirmación de Gagné según la cual el problema de monitorear, conocer, reforzar, desarrollar y utilizar la motivación es «la exigencia más seria que la escuela puede encontrar».
Por lo tanto, el problema es enorme: al menos psicológico, pedagógico y didáctico. “Tener motivación” se relaciona (en gran medida) con la esfera afectiva: una acción educativa que tenga en cuenta esto abarca problemáticas enormes, que ni siquiera sueño con afrontar aquí. Me limitaré a dos aspectos relacionados con esta cuestión:
• motivaciones para frecuentar la escuela;
• motivaciones para aprender.
Pasaré por alto un estudio profundo de las primeras motivaciones, lo cual no es rigurosamente banal. El niño, como decía anteriormente, tiene la obligación de ir a la escuela; tal obligación puede tener consecuencias negativas sobre su comportamiento, atención y disposición, si no hay motivación. A veces, al menos en lo que se refiere a la escuela primaria, la presión social (y familiar de manera particular), el placer de encontrar algo nuevo y la posibilidad de establecer relaciones con algunos o todos los compañeros de clase y con el ambiente son motivaciones suficientes. Sin embargo, hay estudios sobre la motivación negativa en cuanto a la frecuencia escolar, especialmente en lo referente a las clases menos favorecidas. No hay que olvidar que Huckleberry Finn considera que perder el tiempo yendo a la escuela es “cosa de nenitas”. Al parecer esta actitud no está del todo extinta hoy en día. Los estudios de Riessman y Wilson (en los años 60) (citados por Gagné, 1973) demostraron (especialmente para los niños de los Estados Unidos) que hay cierta diferencia entre la contrariedad provocada por la obligación escolar y la motivación de aprender una vez éstas se juntan. Sin entrar en detalles, me limitaré a exponer un comportamiento asumido por muchos estudiosos de la psicología del comportamiento escolar que haré mío: doy por descontada la presencia en el ambiente escolar motivada de modo positivo, de otra manera la complejidad de la problemática excedería mis posibilidades y competencias. Diré solamente que, si la familia del alumno estima la escuela y la apoya, se resuelven gran parte de los problemas; de esta forma, si la comunidad en la cual vive el niño acepta e impulsa la escuela, es plausible pensar en una motivación positiva para la frecuencia. Pero el caso contrario no es tan raro: la escuela obligatoria para los trashumantes, para jóvenes inmigrantes sin título de estudios reconocido (que se ven obligados a asistir a la primaria), para niños acostumbrados a estar en la calle sin control y sin atención, los cuales no son una minoría, sino que constituyen (en el mundo y también en Europa) un caso cuyo porcentaje hay que tener en cuenta hoy (y aún más mañana).
Y llegamos ahora a la motivación para aprender.
En primer lugar: ¿es ésta una motivación específica para algunos temas particulares del aprendizaje o es, por así decirlo, generalizada? En el primer caso, ¿es más eficaz el aprendizaje cuando hay motivación? Contrario a lo que se podría pensar, no hay mucha diferencia en los resultados de los dos tipos de aprendizaje, como se demostró a mediados de los años 60 gracias a las investigaciones de Postman (citadas por Gagné, 1973). Lo cual nos lleva a no considerar la motivación para aprender algo específico, sino una motivación general. Por otro lado, la confianza que el niño le tiene a su profesor hace parte de las generalidades del contrato didáctico: confío en ti, tú sabes qué debo aprender y por qué, y como tengo que contestar a tus preguntas, estoy en tus manos. Este hecho lleva inevitablemente a una situación que he llamado el “fenómeno de la escolarización” (D’Amore, 1999b). En estos términos, los impulsos que motivan al niño a aprender parecen ser:
• el deseo de aprobación (los compañeros, los profesores, los padres o la sociedad en general);
• evitar la desaprobación de los demás (lo cual es una consecuencia y un reforzamiento del deseo anteriormente expuesto);
• alcanzar una posición de estima entre los niños de la clase (estima social);
• el deseo más o menos inconsciente de dominar las habilidades intelectuales que lo estimulan.
Obviamente tales impulsos se interrelacionan y pueden reforzarse mediante estímulos oportunos (y aquí retomo lo que dije en la apertura de esta sección). Los refuerzos y estímulos son:
• las expresiones explícitas de aprobación;
• la falta de desaprobación;
• las demostraciones de estima social;
• la facilidad para dominar habilidades;
sin embargo, el refuerzo ocurre por medio de una cuidadosa elección de tareas que se proponen al niño, precisamente para darle la posibilidad de mostrar la idoneidad que posee y de merecer, por ende, aprobación y estima. Entre otras, como práctica escolar ya consolidada, más o menos velada, más o menos explícita, el profesor hace una declaración sobre el desempeño. Y es bien sabido que, aún en tiempos de evaluación por conceptos y no por notas, la sociedad y la familia tienden a cargar al niño de expresiones de motivación al respecto. (De todos modos, los papás y mamás de los niños que inician la escuela primaria hoy son los alumnos que en lugar de notas obtuvieron expresiones valorativas sobre su desempeño; y, aun así, estos padres se expresan en términos de notas sobre el desempeño de los hijos. Lo que, sin duda, quiere decir algo).
Seguramente la mejor motivación es la autosatisfacción de quien es consciente de haber alcanzado metas positivas y que, consecuentemente, tiene el deseo de mejorar. Si se alcanzara este nivel, ¡tendríamos sustancialmente autodidactas! Pero estamos lejos de lograr este tipo de motivación tanto en la normativa como en la práctica académica cotidiana.
J. G. Nicholls (1983) distingue tres tipos de comportamientos vinculantes en su teoría sobre la motivación:
• vínculo extrínseco: aprendo para obtener algo (consenso social, terminar la escuela, recibir premios o recompensas, […]);
• vínculo interior: deseo mostrar