100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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firmeza. Entre las cartas había un cheque por una cantidad apreciable, que al muchacho le pareció extraordinaria.

      Muy lejos, a miles de kilómetros de los tres camaradas, también Dan formaba proyectos para el futuro, contando las semanas que faltaban para verse libre en agosto próximo.

      Sin embargo, a él no le esperaban ni una boda feliz, ni un recibimiento triunfal, ni grandes conciertos. Pensaba que ningún amigo le tendería la mano cuando saliese de la cárcel. No tenía ante sí ni la menor perspectiva feliz.

      No obstante, su triunfo había sido muy meritorio, aunque sólo Dios y el capellán del penal lo supieran. Porque la batalla había sido despiadada dentro de sí, entre el bien y la desesperación que conduce al mal.

      Pero había encontrado un buen aliado en la Biblia, que se había acostumbrado a leer.

      ―Cuando me vea libre volveré con mis amigos los indios. Trabajaré para ayudarles, porque necesitan ayuda. Enterraré en su comprensión esta mancha de mi vida. Y, cuando haya hecho algo de lo que pueda estar contento, volveré a Plumfield. ¡Antes no!

      Estaba totalmente decidido a no volver hasta borrar con algo magnífico aquello que le separaba de sus amigos.

      ―Conseguiré que se enorgullezcan de mí.

      Y al decirlo miraba al cielo como si formulase un juramento, que estaba decidido a cumplir costase lo que costase.

      CAPÍTULO XVI

      EN EL CAMPO DE TENIS

      Plumfield estaba ganado para la causa del deporte. El río en que otrora sólo navegaba un bote cargado de chiquillos se veía concurridísimo de toda clase de embarcaciones de remo, desde el ligero esquife al adornado y cómodo bote de gran capacidad.

      Había lugares adecuados para la práctica del baseball, por el que existía gran afición, para el atletismo y para el tenis.

      Jo era asidua practicante de este último deporte, tanto que a uno de los campos de tenis le llamaban «el de Jo».

      Una tarde dominical estaban aquellos lugares más concurridos que nunca. Por doquier había actividad.

      Jossie y Bess competían, aunque era tanta la diferencia que ninguna opción tenía la «princesa» al triunfo. Eso la aburría y ponía de malhumor, aunque procurase contenerse por cuestión de buenos modales.

      A propuesta de Bess, decidieron descansar un poco, aunque Jossie no lo deseaba. Por eso recibió tan alegremente a dos elegantísimos jóvenes que acababan de llegar.

      Eran Dolly y «Relleno».

      ―¿Cuál de los dos quiere jugar conmigo?

      «Relleno» sudó sólo de pensarlo. Dolly se ofreció.

      ―Encantado de hacerlo, Jossie.

      ―Yo acompañaré a la «Princesa» ―decidió «Relleno», sentándose cómodamente a la sombra.

      También Dolly fue vencido por Jossie. Luego se sentaron los cuatro sobre el césped, aunque Dolly se levantó con presteza al ver que se había manchado ligeramente su inmaculado pantalón blanco.

      Jossie rio de buena gana. Estaba satisfecha por sus triunfos en el tenis.

      ―Deja ya de estar pendiente de tu ropa, Dolly. No mata a nadie mancharse alguna que otra vez.

      ―Un caballero debe ir impecable ―contestó Dolly, con énfasis.

      ―No vayas a creer que el traje hace el caballero. Debe tener otras cualidades más importantes para serlo. Y tú pareces vivir para lucirte. ¿Verdad, Bess?

      Viendo que Bess no contestaba por prudencia, Dolly aprovechó para contraatacar.

      ―El señorío también está en ser discreto en las afirmaciones. En no atacar directamente a los demás. ¿Verdad, Bess? ¿Verdad, Jorge?

      «Relleno,» amodorrado por el calor y los efectos de una pesada digestión, estaba dormido ya. Como contestando a su amigo soltó un ronquido, que produjo la risa de los tres.

      Poco después llegó tía Jo.

      ―¿Os apetece una cerveza?

      La aprobación fue unánime.

      ―¡Estupendo!

      ―Es una magnífica idea.

      ―Tía Jo es genial y oportuna en todo.

      Luego, la señora Bhaer aprovechó la oportunidad que ahora se le presentaba pocas veces para conversar con Dolly y Jorge.

      Sabía que aquellos muchachos habían empezado la vida en condiciones peligrosas. Vivían alejados de su familia, disponían de dinero en abundancia, escasa experiencia de la vida, y menos amor al estudio.

      Jorge era indolente y abúlico, tan mimado por el lujo que era incapaz de hacer esfuerzo de ninguna clase.

      Dolly era un fatuo presumido, capaz de hacer cualquier tontería para sobresalir de los demás.

      Consideró el momento apropiado para hablarles cuando sus palabras podían tener los mejores resultados.

      ―Os voy a hablar, como pudieran hacerlo vuestras madres, que tenéis muy lejos de vosotros ―les previno Jo.

      «¡Válgame el cielo! ―pensó Dolly―. Ya tenemos el sermón encima.»

      Por su parte «Relleno› procuró beberse la cerveza que quedaba.

      Jo lo vio, y por ahí empezó todo.

      ―Esta cerveza. Jorge, no te hará daño, Pero quiero prevenirte contra otra clase de bebida. He oído que hablas de vinos y licores como si realmente entendieras de ellos. Como si los bebieras a menudo. También te oí decir que hoy en día los jóvenes beben. Pues bien; en esto hay un enorme peligro.

      ―Le aseguro, señora Bhaer, que sólo bebo vino con hierro, porque mamá dice que debo reponerme del desgaste que los estudios me ocasionan.

      ―No creo que lo que tú estudias te desgaste en absoluto. Lo que te desgasta es ese comer, que ya es tragar. Yo quisiera tenerte unos meses conmigo. Verías como conseguirías correr sin soplar y pasar los días sin comer seis o siete veces.

      Tomó su mano, blanda y regordeta, con hoyuelos en los nudillos y sin marcársele siquiera un hueso.

      ―Observa esta mano. Es absurda en un hombre. Debiera darte vergüenza.

      Jorge se excusó, algo avergonzado.

      ―En casa todos somos gordos. Es cuestión hereditaria.

      ―Mayor razón para estar sobre aviso. ¿Es que quieres acortar tu vida? ¿O pasarla como una bola de sebo dependiendo de los demás?

      ―No. Claro que no.

      Jo vio tan asustado a «Relleno», que dulcificó su acento.

      ―Si usted me ayudara… Hágame una lista de lo que puedo y no puedo comer. Si soy capaz, me sujetaré a sus instrucciones.

      ―Hazlo así, y en un año serás un hombre musculoso. No un odre. No te quepa duda.

      Entonces Jo se volvió hacia Dolly, que se había divertido a costa de su inseparable compañero. Severamente le interpeló.

      ―¿Cómo van tus estudios de francés, Dolly?

      ―¿Francés? ¡Ah, bueno! Pues bien. Sí, bastante bien.

      ―Tengo entendido que todo el francés que aprendes es en las novelas de cierta índole que lees, o asistiendo a todas las representaciones de comedia y revista francesas.

      ―Verá, no acostumbro a ir. Fui una vez, y pensé que no era apropiado para un muchacho serio. En cambio, otros mayores que yo esperaban a las artistas y las llevaban a cenar con ellos.

      ―¿Lo hiciste tú también?

      ―Una sola vez. Pero volví pronto a casa.


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