100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
XVIII
DÍA DE APOTEOSIS
El buen tiempo se sumó a la festividad del día. En el ambiente todo era luz, color y alegría.
Flores y gallardetes adornaban el colegio Laurence. Los alumnos, ataviados con sus mejores galas, esperaban con ilusión el acto de la entrega de premios y cuanto rodeaba la ceremonia.
Representantes de otros centros escolares, personalidades distinguidas y familiares de los alumnos acudían a distintos lugares, convirtiendo el colegio en el corazón de la zona, que irradiaba vida e ilusión.
Jo, alma de todas las celebraciones, iba atareada como siempre corrigiendo fallos y mejorando todo lo que podía.
Por esta causa descuidó un poco la vigilancia de Teddy. «El león» aprovechó este momento para arreglarse lo más elegante que pudo.
Cuando al fin su madre le vio se mostró inflexible.
―Por favor, Teddy. ¿De dónde has sacado este sombrero de copa? Anda, anda, ve a casa y cámbialo por otro más adecuado. Por lo visto deseas que las burlas de nuestros paisanos nos obliguen a marchar corriendo de aquí.
Eso de las burlas era un motivo suficiente para convencer a Teddy. Marchó a casa y cambió el sombrero por otro de paja. Se consoló colocándose un cuello duro, tan alto y rígido, que se vio obligado a andar como si tuviera tortícolis o mirase a los demás con aire de superioridad.
Se atrevió a más. Incluso se colocó un bigotillo postizo de los usados en representaciones teatrales. Cuando se cruzaba con su madre se llevaba mano a la cara disimuladamente para ocultarlo. Sin embargo, al final fue descubierto y, muy a pesar suyo, tuvo que dejarlo.
Se inició la fiesta. Hubo las consabidas poesías, en las que más brillaban los buenos deseos que la auténtica calidad poética. Todo el mundo se sentía feliz y contento.
Alicia Heath consiguió un clamoroso éxito con su breve y sentido parlamento, cordial y humano. Por la sinceridad de su contenido y por la forma como supo decirlo llegó al corazón de todos los oyentes. Los aplausos fueron unánimes.
También habló el profesor Bhaer. Cada año lo hacía y representaba un placer para él dirigirse a aquellos amados discípulos para darles un paternal consejo. También al público le gustaba oírle.
Un plato fuerte lo constituyó el himno de la escuela. Eran tantas y tan potentes las voces que lo cantaron, era tal el entusiasmo, que fue un milagro que los techos y paredes resistieran aquella atronadora y no muy afinada melodía.
Luego, ya oscurecido, se hizo una pausa antes de empezar la fiesta nocturna, pausa que los escolares aprovecharon para pasear por Plumfield en animados corros.
Pronto todos los grupos se constituyeron en uno solo, en torno de un coche que por las trazas acababa de realizar un largo viaje.
Con la misma rapidez corrió la voz:
―Han llegado Franz y Emil…
Era una maravillosa noticia para la familia Bhaer. Entre los recién llegados y Jo, el profesor y Teddy se abrió un pasillo de personas sonrientes, felices y curiosas, que contemplaron con emoción el abrazo colectivo.
―¡Os presento a mi esposa! ―exclamó Franz en, cuanto pudo hablar.
Era en verdad una bonita mujercita su esposa. Rubia, distinguida y con una sonrisa maravillosa que les entusiasmó. Todos le felicitaron, y puede decirse que desde aquel momento ya la consideraron una más, como si siempre la hubieran conocido.
―¡Escuchadme a mí también! ―gritó Emil con potente voz―. ¿No os habéis fijado en nada? También yo traigo a mi esposa.
No era una de las clásicas bromas de Emil. Era realidad. Junto con él, María, la bella y valerosa hija del capitán Hardy, la compañera de viaje primero, de aventuras después, se había convertido en compañera suya para todo lo que la vida les pudiera deparar.
―Emil, Emil, ¿por qué no nos has advertido? ―le recriminó Jo con dulzura―. Os habríamos preparado una recepción adecuada a vuestros méritos.
En cambio, ahora había acudido a recibirlos envuelta en una bata hogareña y con los bigudíes puestos, porque su llegada coincidió con el momento en que se estaba arreglando para la fiesta nocturna.
―Quise hacer como tío Laurie. Aproveché que estaba libre de servicio y tenía la marea a favor, y, ¡zas!, me casé. No fuera que malos vientos se me la llevaran hacia otra dirección.
María se acercó más aún a Emil. En su cariñosa mirada se veía bien claro que estos malos vientos no podían existir. Estaban muy unidos.
Hubo un momento en que todos hablaban en tropel. El profesor, Franz y Ludmilla, en idioma alemán; Emil, con las tías. Luego se fue serenando la reunión, agrupándose todos alrededor de Emil, el héroe de la fiesta.
Todos deseaban oír, de sus propios labios, la aventura del «Brenda».
Emil los tuvo prendidos de su relato, gráfico y expresivo. Los oyentes se emocionaron al compás de la narración, aunque el marino procurase pasar por alto algunos detalles que a él hacían referencia. Sin embargo, su esposa, la dulce María, completaba estos detalles con encendidas palabras en favor de la resistencia, valor, decisión y abnegación de Emil.
―Siempre recordaré aquellos días. Recordaré también el comportamiento valeroso y sereno de dos mujeres, una de ellas casi una niña, en momentos en que incluso muchos hombres flaquearon.
María contestó:
―Es posible que haya mujeres de conducta valerosa, pero hay hombres capaces de tanta ternura y espíritu de sacrificio como ellas. Yo sé de uno que renunció a su ración en favor de dos mujeres, aunque estaba desfallecido de hambre; que durante horas y horas sostuvo con sus brazos a un herido enfebrecido; que gobernó con firmeza y acierto, ayudó con delicadeza y sacrificio. Que nos salvó.
Una salva de aplausos coronó aquellas palabras dichas con todo el amor y admiración que María sentía por su esposo Emil.
El marino tosió para disimular su turbación. Quiso quitarle importancia a la cosa, con la humildad que sólo poseen los auténticos héroes.
―No hice más que lo que debía. Era mi deber. Además, si aquel martirio hubiese continuado, es muy posible que entre todos el más malvado hubiera sido yo. Aquellos dos marinos enloquecieron ante el peligro y no reaccionaron a tiempo. ¡Pobres hombres!
―No pienses más en ello, Emil ―le dijo María, amorosamente―. Mejor será recordar los felices momentos que pasamos en el Urania, cuando nos salvaron y papá mejoró rápidamente.
Emil se animó. También la concurrencia se sintió interesada por conocer otro capítulo de su historia, más alegre y feliz.
―En Hamburgo lo pasamos maravillosamente. Tío Hermann se multiplicó para que el capitán Hardy fuera atendido debidamente. Su esposa, hoy mi madre política, no se separaba de él y… ¡claro está!, María y yo teníamos mucho tiempo para estar juntos.
La miró cariñosamente y continuó:
―Supo aprovecharlo bien. Lo cierto es que cuando me di cuenta, ya la había aceptado como segundo piloto de mi nuevo barco. ¡Y dice que no se separará de mí!
El tono jocoso de estas palabras fue coreado con carcajadas. María se sonrojó con timidez.
―¡Por favor, Emil, no digas tonterías! ¿Qué dirán…?
―¡Oh, le conocemos bien! ―terció el profesor―. Sabemos que es un buen muchacho a carta cabal, pero bromista y burlón. La cierto es que puede considerarse muy afortunado con su boda contigo, María.
―El capitán quería que esperásemos un tiempo antes de casarnos ―intervino Emil―. Pero yo le dije que si no nos conocíamos ya, después de lo que habíamos pasado juntos, nunca nos conoceríamos. Además, si me separaba de María, ya no podría responder